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ELGENIECILLO Y JACK
Tomado de: Libros de Sangrientos I
Clive Barker(Para móvil )El geniecillo no acertaba a averiguar por qué los poderes (que puedanpresidir el tribunal por largo tiempo, que por largo tiempo puedan iluminar lascabezas de los condenados) lo habían mandado desde el infierno a seguir lospasos de Jack Polo. Siempre que elevaba una demanda, por mediación del sistema,a su amo, planteando la simple pregunta de «¿Qué estoy haciendo aquí?», se lecontestaba con un rápido reproche por su curiosidad. «No es asunto tuyo», erala réplica. «Tú hazlo. O muere en el intento.» Y, después de seis meses deperseguir a Polo, el geniecillo empezaba a ver en la extinción una salidafácil. Este interminable juego del escondite no beneficiaba a nadie y sólocontribuía a su inmensa frustración. Temía las úlceras, la lepra psicosomática(enfermedades a las que estaban sujetos los demonios inferiores como él) y,sobre todo, temía perder del todo el control y matar al hombre en el acto en unarrebato irreprimible de resentimiento.¿Qué era Polo, a fin de cuentas?Un importador de pepinillos, ¡por los cuernos del Levítico!, era unsimple importador de pepinillos. Su vida estaba destrozada, su familia eragris, su política, necia, y su teología inexistente. El hombre era unainsignificancia, una de las hormiguitas más diminutas de la naturaleza: ¿porqué preocuparse por tipos como él? No era precisamente un Fausto, un selladorde pactos, un vendedor de almas. Era la clase de individuo que no se lo piensados veces en espera de una inspiración divina: en semejante tesitura, la habríaolisqueado, se habría encogido de hombros y habría seguido importandopepinillos.Con todo, el geniecillo estaba confinado a esa casa, durante largasnoches y días aún más largos, hasta que convirtiera a ese hombre en unlunático, o casi. Iba a ser un trabajo lento, por no decir interminable. Sí,había veces en que hasta la lepra psicosomática sería soportable si ellosignificaba que lo dieran de baja por invalidez en esa misión imposible.Por su parte, Jack J. Polo seguía siendo el más ignorante de loshombres. Siempre había sido así; desde luego, su historia estaba jalonada porlas víctimas de su ingenuidad. Cuando su última y llorada esposa lo habíaengañado (él había estado en casa por lo menos en dos de las ocasiones, mirandola televisión) fue el último en descubrirlo. ¡Con la de pistas que habíandejado! Un hombre ciego, sordo y mudo se habría olido algo. Jack no. Se ocupabade su triste negocio y no advirtió jamás el fuerte olor de la colonia deladúltero ni la regularidad anormal con que su mujer cambiaba la ropa de cama.No estuvo menos desinteresado por los acontecimientos cuando su hijamenor, Amanda, le confesó que era lesbiana. Su respuesta fue un suspiro y unamirada de desconcierto.–Bueno, mientras no te quedes embarazada, chata –le dijo, y salió apasear por el jardín, alegre como siempre.¿Qué podía hacer una furia con un hombre así?Para una criatura enseñada a hurgar con los dedos en las heridas de lapsiquis humana, Polo ofrecía una superficie tan glacial, tan profundamente lisacomo para negarle cualquier influencia a la maldad.Los acontecimientos no parecían hacer mella en su absolutaindiferencia. Los desastres de su vida no parecían conturbar su espíritu.Cuando se enfrentó finalmente a la infidelidad de su esposa (se los encontróhaciendo el amor en el cuarto de baño) no llegó a sentirse herido o humillado.–Estas cosas ocurren –se dijo, saliendo del baño para dejarles acabarlo que habían empezado.–Che serà, serà.Che serà, serà. El hombre mascullaba esa maldita frase con monótona regularidad.Parecía vivir con la filosofía del fatalismo, dejando que los ataques a suvirilidad, a su ambición y a su dignidad resbalaran por su ego como la lluviapor su calva cabeza.El geniecillo había oído a la mujer de Polo confesárselo todo a sumarido (estaba colgado cabeza abajo de la lámpara, invisible como siempre) y laescena le había disgustado. Ahí estaba, la pecadora enloquecida, suplicando quela acusaran, la maldijeran, la pegaran incluso, y, en lugar de darle lasatisfacción de su odio, Polo se había limitado a encogerse de hombros y adejar que expusiera su parecer sin tratar de interrumpirla, hasta que no tuvonada más que revelar. Al final se fue más llena de frustración y tristeza quede culpabilidad; el geniecillo la había oído decir al espejo del cuarto de bañocuánto la ultrajaba la ausencia de cólera legítima por parte de su marido. Pocodespués se tiró por el balcón del cine Roxy.Su suicidio resultó útil de alguna manera a la furia. Con la mujerdesaparecida y las hijas lejos de casa, podía planear trucos más refinados paraacobardar a su víctima, sin tener que preocuparse por si se aparecía o no aseres que los poderes no habían designado como blancos.Pero la ausencia de la esposa dejó la casa vacía durante el día y estose convirtió pronto en una losa de aburrimiento que al geniecillo le costabasoportar. El tiempo transcurrido de nueve a cinco, solo en la casa, solíaparecerle interminable. Tenía ideas negras y erraba meditando venganzascomplejas e imposibles contra Polo, yendo y viniendo por las habitaciones, conel corazón enfermo, acompañado sólo por los tictacs y los zumbidos de la casaal enfriarse los radiadores o conectarse y desconectarse sola la nevera. Lasituación se hizo pronto tan desesperada que la llegada del correo de mediodíase convirtió en el punto culminante del día, y una insuperable melancolía seapoderaba de él si el cartero no tenía nada que dejar y pasaba de largo haciala casa siguiente.Cuando Jack regresaba empezaban en serio los juegos. La rutina habitualde calentamiento: se encontraba con Polo en la puerta y no dejaba que su llavegirara en la cerradura. La competición duraba un minuto o dos, hasta que Jackdescubría accidentalmente la medida de la resistencia del geniecillo ytriunfaba momentáneamente. Una vez dentro, hacía oscilar todas las lámparas. Elhombre ignoraba por lo general esa demostración, por violento que fuera elmovimiento. A lo mejor se encogía de hombros y murmuraba para su coleto:«hundimiento», y luego, inevitablemente, «Cheserà, serà».En el baño, el geniecillo había esparcido pasta de dientes alrededor dela taza y atascado la alcachofa de la ducha con papel higiénico empapado.Compartía incluso la ducha con Jack, colgando invisible de la barra quesostenía la cortina y murmurando a su oído sugerencias obscenas. Eso siempretiene éxito, se les decía a los demonios en la academia. La rutina de lasobscenidades al oído siempre angustiaba a los clientes, haciéndoles creer queeran ellos quienes imaginaban esos actos perniciosos, y llevándolos a asquearsede sí mismos, luego a rechazarse y finalmente a la locura. Naturalmente, enalgunos casos las víctimas se enardecían tanto ante estas sugerenciasmurmuradas que salían a la calle y actuaban en ella. En esas circunstancias lavíctima era a menudo arrestada y encarcelada. La prisión conducía a nuevoscrímenes y a una lenta disminución de las reservas morales –y de esta forma seconseguía la victoria–. De una manera u otra acababa por aparecer la locura.Salvo que, por alguna razón, esta regla no era aplicable a Polo; eraimperturbable: un bastión de la decencia.Desde luego, tal como iban las cosas, el geniecillo sería el primero enarrojar la toalla. Estaba cansado; cansadísimo. Fueron interminables días detorturar al gato, leer las tiras cómicas en el periódico de ayer, mirar losacontecimientos deportivos: agotaban a la furia. Últimamente había alimentadouna pasión por la mujer que vivía enfrente de Polo. Era una viuda joven; yparecía ocupar la mayor parte de su vida paseando completamente desnuda por lacasa. A veces le resultaba casi insoportable, en medio de un día en que elcartero no llamaba, observar a la mujer sabiendo que nunca podría cruzar elumbral de la casa de Polo.Eso decía la ley. El geniecillo era un demonio menor y su radio deinfluencia anímica estaba estrictamente confinado al perímetro de la casa de suvíctima. Salir de ahí era cederle todos los poderes a la víctima: ponerse amerced de la humanidad.Todo el mes de junio, de julio y la mayor parte de agosto sudó en suprisión, y a lo largo de esos meses brillantes y calientes Jack Polo mantuvouna absoluta indiferencia con respecto a sus ataques.Era completamente vergonzoso y estaba destrozando gradualmente laconfianza del demonio en sí mismo el ver que su blanda víctima sobrevivía acualquier tentativa o truco que intentara contra él.El geniecillo lloró.El geniecillo gritó.En un acceso de angustia insoportable, hizo hervir el agua de lapecera, escalfando a los guppys.Polo no oyó nada. No vio nada.
Finalmente, a finales de septiembre, el demonio rompió una de las primerasreglas de su condición y apeló directamente a sus amos.Otoño es la estación del infierno; y los demonios de las esferassuperiores se sentían benignos. Condescendieron a hablar con su criatura.–¿Qué quieres? –preguntó Belcebú, y su voz oscureció el aire del salón.–Este hombre... –empezó a decir el geniecillo nerviosamente.–¿Sí?–Este Polo...–¿Sí?–No tengo recursos contra él. No puedo inducirle al pánico, no puedoprovocarle miedo, ni siquiera una leve inquietud. Soy estéril, Señor de lasMoscas, y deseo que me saquen de mi miseria.La cara de Belcebú se dibujó un momento en el espejo que había encimade la repisa de la chimenea.–¿Que quieres qué?Belcebú era mitad elefante mitadmosca. El geniecillo estaba aterrorizado.–Yo... me quiero morir.–No puedes morir.–En este mundo. Sólo morirme en este mundo. Desaparecer. Sersustituido.–No morirás.–¡Pero no puedo vencerlo! –chilló el geniecillo, lloroso.–Es tu obligación.–¿Por qué?–Porque te lo ordenamos. –Belcebú siempre usaba el «nosotros» mayestático,aunque no tenía derecho a hacerlo.–Déjeme saber por lo menos por qué estoy en esta casa –suplicó eldemonio–. ¿Qué es él? ¡Nada! ¡No es nada!A Belcebú esto le pareció ocurrente. Se rió, zumbó y barritó.–Jack Johnson Polo es hijo de uno de los fieles de la Iglesia de laSalvación Perdida. Nos pertenece.–Pero ¿por qué lo iba a querer? Es tan torpe.–Lo queremos porque su alma nos estaba prometida, y su madre no laentregó. O se dejó convencer. Ella nos engañó. Murió en brazos de un sacerdotey fue escoltada sin peligro hasta el...La palabra siguiente era anatema. El Señor de las Moscas le costabatrabajo pronunciarla.–...cielo –dijo, con una debilitación infinita de su voz.–Cielo –dijo el geniecillo, sin saber bien qué se entendía por esa palabra.–Hay que perseguir a Polo en nombre del Diablo, y castigarlo por loscrímenes de su madre. Ningún tormento es demasiado duro para una familia quenos ha engañado.–Estoy cansado –confesó el geniecillo, atreviéndose a acercarse alespejo–. Por favor. Se lo suplico.–Persigue a ese hombre –dijo Belcebú– o sufrirás en su lugar. La figuradel espejo agitó su tronco negro y amarillo y se desvaneció.–¿Dónde está tu orgullo? –dijo la voz de su amo según se perdía en ladistancia–. Orgullo, geniecillo, orgullo.Y desapareció.En su frustración, cogió el gato y lo echó al fuego, donde se quemórápidamente. Sólo con que la ley permitiera una crueldad tan sencilla con losseres humanos, pensó. Ojalá. Ojalá. Entonces le haría padecer esos tormentos aPolo. Pero no. El geniecillo conocía las reglas como la palma de la mano; losprofesores se las habían grabado en su tierna corteza de demonio novato. Y laLey Primera declaraba: «No pondrás la mano sobre tus víctimas».Nunca le habían dicho por qué era pertinente esa ley, pero lo era.«No pondrás...»Así que todo siguió igual. Transcurrían los días, y el hombre no dabatodavía señales de irse a someter. A lo largo de las semanas siguientes elgeniecillo mató dos gatos más que Polo trajo a casa para sustituir a su queridoFreddy (ahora reducido a cenizas).La primera de estas pobres víctimas fue ahogada en la taza del water unaburrido viernes por la tarde. Fue una pequeña satisfacción ver cómo la cara dePolo se teñía de desagrado al desabrocharse la bragueta y mirar hacia abajo.Pero el placer que obtuvo el geniecillo con el desconcierto de Jack fue anuladopor la forma alegre y eficaz con que el hombre trató al gato muerto, levantandoel montón de piel empapada de la cazoleta, envolviéndolo en una toalla yenterrándolo en el jardín trasero sin una queja.El tercer gato que trajo Polo a casa fue consciente de la presenciainvisible del demonio desde el principio. Fue sin duda una semana divertida, amediados de noviembre, en que la vida casi se volvió interesante para elgeniecillo, mientras jugó al gato y al ratón con Freddy III. Freddy hacía de ratón. No siendo los gatos animalesespecialmente brillantes, el juego apenas suponía un gran desafío intelectual,pero fue un cambio frente a los días interminables de espera, persecución yfracaso. Por lo menos el gato aceptaba su presencia. Sin embargo, con eltiempo, en un estado de ánimo pésimo (debido a que la viuda desnuda se volvía acasar), el demonio perdió los estribos con el gato. Estaba afilándose las uñassobre la alfombra de nilón, rasgando y arañando el pelo durante horas enteras.El ruido le daba dentera metafísica al demonio. Miró al gato una vez,brevemente, y éste salió volando como si se hubiera tragado una granadaactivada.El efecto fue espectacular. Los resultados, sensacionales. Sesos degato, pelo de gato, tripas de gato por todas partes.Esa tarde Polo llegó exhausto a casa y se quedó en la puerta delcomedor, con cara de mareo al observar la carnicería que había sido Freddy III.–¡Malditos perros! –dijo–. ¡Malditos, malditos perros!Había enfado en su voz. Sí, exultaba el geniecillo: enfado. El hombreestaba trastornado; había claras pruebas de emoción en su rostro.Regocijado, el demonio atravesó la casa corriendo, decidido a sacarpartido de su victoria. Abrió y cerró todas las puertas. Rompió jarrones. Hizooscilar las pantallas.Polo se limitó a recoger el gato.El geniecillo se lanzó escaleras abajo, destrozó una almohada.Representó el papel de una cosa con cojera y hambre de carne humana, y se riótontamente.Polo se limitó a enterrar a FreddyIII al lado de la tumba de Freddy II ya las cenizas de Freddy I.Luego se metió en la cama sin su almohada.El demonio se quedó totalmente perplejo. Si ese hombre no podía mostrarmás que una chispa de pesadumbre cuando su gato explotaba en el comedor, ¿quéposibilidades tenía de derrotar algún día a ese bastardo?Aún quedaba una última oportunidad.Se acercaba la Navidad, y las hijas de Jack vendrían a casa, a laintimidad de la familia. A lo mejor podían convencerlo de que no estaba todobien en el mundo; tal vez podrían clavar sus uñas en su absoluta indiferencia yempezar a socavarlo. Esperando contra toda esperanza, el geniecillo se estuvoquieto unas semanas hasta finales de diciembre, planeando sus ataques con todala maldad imaginativa que pudo reunir.Mientras tanto, la vida de Jack siguió su curso. Parecía vivir almargen de su experiencia, vivir su vida como un autor podría escribir unahistoria extravagante sin involucrarse nunca demasiado en el argumento. Sinembargo, mostró su entusiasmo de varias formas significativas por lasvacaciones venideras. Limpió inmaculadamente las habitaciones de sus hijas.Hizo sus camas con sábanas perfumadas. Lavó todas las manchas de sangre de gatode la alfombra. Hasta preparó un árbol de Navidad en el salón, con bolasiridiscentes, oropeles y regalos colgando de él.De vez en cuando, mientras hacía los preparativos, Jack pensó en eljuego al que jugaba y calculó tranquilamente los elementos que tenía en contra.En los próximos días no sólo su sufrimiento, sino también el de sus hijas,tendrían que decidir la posible victoria. Y siempre, cuando hacía esoscálculos, la posibilidad de una victoria parecía pesar más que los riesgos.Así que siguió escribiendo su vida y esperó.Llegó la nieve, en suaves golpecitos contra la ventana, contra lapuerta. Llegaron niños cantando villancicos y fue generoso con ellos. Fueposible, durante unos pocos días, creer que la paz reinaba sobre la tierra.Avanzada la tarde del veintitrés de diciembre llegaron las hijas con unrevuelo de chismes y besos. La más joven, Amanda, llegó la primera. Desde ellugar privilegiado que ocupaba en el rellano, el geniecillo miró siniestramentea la joven. No parecía el material ideal en quien provocar una crisis. De hechoparecía peligrosa. Gina llegó una o dos horas más tarde; era una mujer derasgos delicados, mundana, de unos veinticuatro años; parecía tan intimidatoriaen todo como su hermana. Ambas trajeron a la casa su animación y sus risas;volvieron a disponer los muebles; metieron las sobras de comida en elcongelador, se dijeron cada una (y a su padre) lo mucho que habían echado afaltar su mutua compañía. En unas pocas horas la casa gris se volvió a pintarde luz, alegría y amor.Eso enfermó al geniecillo.Gimoteando, se escondió en la habitación para no oír la efusión delcariño, pero sus ondas expansivas lo envolvieron. Todo lo que pudo hacer fuesentarse, escuchar y perfeccionar su venganza.Jack estaba contento de tener a sus bellezas en casa. Amanda, tan llenade opiniones y tan fuerte como su madre. Gina, más parecida a la madre de él: equilibrada y sensible. Se sentíatan feliz con su presencia que se podría haber echado a llorar; y ahí estabaél, el padre orgulloso, exponiendo a ambas a tantos riesgos. Pero ¿quéalternativa le quedaba? Habría resultado muy sospechoso que suprimiera losfestejos de Navidad. Podría incluso haber echado por tierra toda su estrategia,haciendo sospechar al enemigo qué trampa le tendía.No, debía mantenerse en sus trece. Hacerse el mudo como el enemigohabía acabado por esperar de él.Ya llegaría el momento de actuar.A las tres y cuarto de la madrugada del día de Navidad, el geniecilloinició las hostilidades tirando a Amanda de la cama. Una actuación ínfima en elmejor de los casos, pero que tuvo el efecto deseado. Adormecida, se frotó lamagullada cabeza y se subió otra vez a la cama, sólo para que ésta secorcoveara, agitara y la derribara otra vez, como un potro indomado.El ruido despertó al resto de la casa. Gina fue la primera en llegar alcuarto de su hermana.–¿Qué pasa?–Hay alguien debajo de mi cama.–¿Qué?Gina cogió un pisapapeles del tocador y le gritó al asaltante quesaliera. El geniecillo, invisible, estaba sentado en el asiento junto a laventana y hacía gestos obscenos a las mujeres, retorciéndose los genitales.Gina se asomó debajo de la cama. El demonio estaba agarrado ahora a lalámpara, haciéndola oscilar adelante y atrás, para que la habitación dieravueltas.–Aquí no hay nada.–Sí.Amanda lo sabía. Claro que lo sabía.–Hay algo ahí, Gina –dijo–. Hay algo en la habitación, con nosotras,estoy segura.–No. –Gina fue tajante–. Está vacía.Amanda estaba buscando detrás del ropero cuando entró Polo.–¿Qué es todo este jaleo?–Hay alguien en casa, papá. Me tiraron de la cama.Jack miró las sábanas arrugadas, el colchón fuera de su sitio, y luegoa Amanda. Ésta era la primera prueba: tenía que mentir con toda la naturalidadde que fuera capaz.–Parece que has tenido pesadillas, guapa –dijo, afectando una sonrisainocente.–Había algo debajo de la cama –insistió Amanda.–Aquí no hay nadie ahora.–Pero yo lo noté.–Bueno, inspeccionaré el resto de la casa –propuso, sin entusiasmo porla tarea–. Vosotras dos quedáos aquí, por si acaso.En cuanto Polo salió de la habitación, el geniecillo agitó un poco másla luz.–¡Esto se hunde! –dijo Gina.Hacia frío en el piso de abajo, y Polo se habría abstenido de andar depuntillas y descalzo sobre las baldosas de la cocina, pero estaba relativamentesatisfecho de que la guerra hubiera empezado de una manera tan inocente. Temíaque el enemigo se volviera salvaje con víctimas tan tiernas a mano. Pero no:había juzgado el espíritu de esa criatura con bastante precisión. Era de lasórdenes menores. Poderoso pero lento. Se le podía sacar de sus casillas.«Procede cuidadosamente», se dijo, «procede cuidadosamente.»Se paseó por toda la casa, abriendo pacientemente aparadores y mirandodetrás de los muebles; luego volvió con sus hijas, que estaban sentadas arribade las escaleras. Amanda parecía pequeña y pálida, no la mujer de veintidósaños que era, sino de nuevo una niña.–No pasa nada –les dijo con una sonrisa–. Es la mañana de Navidad y entoda la casa...Gina acabó la estrofa.–Nada se mueve; ni siquiera un ratón.–Ni siquiera un ratón, cariño.En ese momento el geniecillo hizo que su cola tirara un jarrón de larepisa del salón.Incluso Jack se sobresaltó.–Mierda –dijo. Necesitaba dormir, pero estaba claro que el demonio notenía intención de dejarlos en paz justamente ahora.–Che serà, serà –murmuró,recogiendo los pedazos del jarrón chino y envolviéndolos en un trozo deperiódico–. Por cierto, que la casa se hunde un poco del lado izquierdo –dijoelevando la voz–. Lo ha hecho durante años.–Un hundimiento –dijo Amanda con una serena tranquilidad– no me tiraríade la cama.Gina no dijo nada. Las opciones eran limitadas. Las alternativas pocoatrayentes.–Bueno, a lo mejor fue Santa Claus –dijo Polo, ensayando la frivolidad.Empaquetó los pedazos del jarrón y se dirigió a la cocina, seguro de que loseguían a cada paso–. ¿Qué otra cosa puede ser? –Hizo la pregunta por encimadel hombro al tirar el periódico a la basura–. La única explicación queresta... –y por poco se regocija al rozar tan de cerca la verdad–, la única explicaciónque resta es demasiado absurda para expresarla.Fue una ironía exquisita negar la existencia del mundo invisible con elconocimiento pleno de que ahora mismo estaba resoplando vengativamente detrásde su cuello.–¿Quieres decir duendes? –dijo Gina.–Me refiero a cualquier cosa que dé trastazos de noche. Pero somosgente mayorcita, ¿verdad? No creemos en el coco.–No –dijo Gina categóricamente–, yo no, pero tampoco creo que la casase esté hundiendo.–Bueno, tendremos que aceptarlo de momento –dijo Jack con unadeterminación negligente–. La Navidad empieza ahora. Y no vamos a estropearlahablando de duendes, ¿verdad?Se rieron juntos.Duendes. Ese fue un duro golpe. Llamar duende a un enviado delinfierno.El geniecillo, debilitado por la frustración, con lágrimas ácidas quehervían en sus mejillas intangibles, hizo rechinar sus dientes y se calló.Aún quedaba tiempo para borrar esa sonrisa atea de la cara suave ygorda de Jack. Tiempo de sobras. Ningún paño caliente de ahora en adelante.Ninguna sutileza. Sería un ataque a fondo.Que haya sangre. Que haya sufrimiento. Todos se desmoronarían.
Amanda estaba en la cocina, preparando la cena de Navidad, cuando elgeniecillo lanzó su siguiente ataque. Por la casa resonaban las voces del corodel King’s College: «Oh, pequeña ciudad de Belén, qué tranquila te vemosyacer...».Se habían abierto los regalos se estaban bebiendo los gin-tonics, lacasa era un cálido abrazo desde el tejado hasta el sótano.En la cocina se coló una súbita ráfaga fría entre el calor y el vapor,haciendo estremecerse a Amanda; alcanzó la ventana, abierta de par en par paraventilar el aire, y la cerró. No fuera a resfriarse.El geniecillo observó su espalda mientras ella se ocupaba de la cocina,disfrutando de la vida doméstica durante un día. Amanda notó con toda claridadque la miraban. Se dio la vuelta. Nadie, nada. Siguió lavando las coles deBruselas y cortó una con un gusano acurrucado en medio. Lo ahogó.El coro seguía cantando.En el salón, Jack que estaba con Gina, se reía de algo.Luego hubo un ruido. Un traqueteo al principio, seguido del golpear delpuño de alguien contra una puerta. Amanda dejó caer el cuchillo en la pila delas coles y se dio la vuelta ante el fregadero siguiendo el ruido. Éste sehacia cada vez más fuerte. Como si algo encerrado en uno de los armariosintentara desesperadamente escapar. Un gato encerrado en una jaula o un...Pájaro.Procedía del horno.A Amanda se le encogió el estómago y empezó a imaginar lo peor. ¿Habríaencerrado algo en el horno al meter el pavo? Llamó a su padre mientras cogía elpaño de cocina y avanzaba hacia el horno, que se agitaba con el pánico de suprisionero. Tuvo visiones de un gato apaleado saltándole encima, con el peloachicharrado y la carne medio cocida.Jack estaba en la puerta de la cocina.–Hay algo en el horno –le dijo, como si hiciera falta que se lodijeran. El horno estaba frenético; su sobresaltado contenido casi había echadola puerta abajo.Le quitó el paño de cocina. «Éste es un truco nuevo», pensó. «Eres mejorde lo que creía. Esto es astuto. Es original.»Gina ya estaba en la cocina.–¿Qué se está cociendo? –preguntó irónicamente.Pero el chiste se echó a perder cuando la cocina empezó a bailar y lascacerolas con agua hirviendo se cayeron bruscamente de los quemadores al suelo.El agua abrasó la pierna de Jack. Éste gritó y retrocedió tropezándose conGina, antes de abalanzarse contra la cocina con un chillido que no habríaasustado a un samurai.El mango del horno estaba resbaladizo por el calor y la grasa, pero loagarró y abrió la puerta.Del interior salió una ola de vapor y de calor abrasadora; olía a carnede pavo suculenta. Pero el pájaro que estaba dentro no tenía aparentementeninguna intención de que se lo comieran. Se arrojaba de lado a lado de labandeja del asador, lanzando gotas de salsa en todas direcciones. Sus alasmarrones y churruscadas se agitaban lamentablemente, sus patas repiqueteabancontra el techo del horno.Entonces pareció advertir que la puerta estaba abierta. Las alas seestiraron a cada lado de su cuerpo asado, y medio saltó medio cayó en la puertadel horno, en una parodia de su personalidad viva. Descabezado, rezumandocondimentos y cebollas, dio aletazos por doquier como si nadie le hubierainformado a ese condenado bicho de que estaba muerto; la manteca aún hervía ensu lomo cubierto de bacon.Amanda chilló.Jack se abalanzó sobre la puerta mientras el pájaro daba bandazos porel aire, ciego pero vengativo. Nunca se descubrió qué pretendía hacer una vezque alcanzara a sus tres acobardadas víctimas. Gina arrastró a Amanda alpasillo, seguidas ambas de cerca por su padre, y cerraron la puerta de unportazo justo cuando el pájaro se lanzaba contra el revestimiento, golpeandocontra él con todas sus fuerzas. Corrió salsa por la ranura de debajo de lapuerta, oscura y grasienta.Ésta no tenía cerradura, pero Jack pensó que el pájaro no sería capazde hacer girar el pomo. Al retirarse sin aliento, maldijo su confianza. Laoposición tenía más trucos en reserva de lo que se había imaginado.Amanda estaba apoyada contra la pared, sollozando, con la cara manchadade salpicaduras de grasa de pavo. Sólo parecía capaz de negar lo que habíavisto, agitando la cabeza y repitiendo la palabra «no» como un talismán contraese horror ridículo que todavía se abalanzaba contra la puerta. Jack laacompañó hasta el salón. La radio aún emitía villancicos que cubrían elestrépito del pájaro, pero sus promesas de buena voluntad eran un mediocreconsuelo.Gina sirvió un coñac fuerte a su hermana y se sentó detrás de ella enel sofá dándole, solícita, ánimos y palabras tranquilizadoras. Hicieron pocamella en Amanda.–¿Qué fue eso? –preguntó Ginaa su padre en un tono que exigía réplica.–No lo sé –contestó Jack.–¿Histeria colectiva? –El disgusto de Gina era evidente. Su padre teníaun secreto: sabía qué ocurría en la casa pero, por alguna razón, se negaba arevelarlo.–¿A quién llamo: a la policía o a un exorcista?–A ninguno de los dos.–Por el amor de Dios...–No pasa nada, Gina, deverdad.Junto a la ventana, su padre se dio la vuelta y la miró. Sus ojosdijeron lo que su boca no quería decir: que eso era la guerra.Jack estaba asustado.La casa se había convertido en una prisión. De repente el juego eramortal. El enemigo, en lugar de jugar a juegos inofensivos, quería hacerlesdaño, daño de verdad, a todos ellos.En la cocina, el pavo había admitido por fin su derrota. Losvillancicos de la radio habían dado paso a un sermón sobre las bendiciones deDios.Lo que había sido dulce era agrio y peligroso. Miró a través de lahabitación a Amanda y a Gina. Cada una por sus razones, estaban temblando. Poloquiso hablarles, explicarles lo que estaba ocurriendo. Pero la cosa debía estarahí, lo sabía, refocilándose.Estaba equivocado. El geniecillo se había retirado al ático, satisfechocon sus esfuerzos. El del pájaro, le parecía, había sido un golpe genial. Ahorapodía descansar un rato: recuperarse. Dejar que poco a poco los nervios delenemigo flaquearan. Entonces, en el momento apropiado, asestaría el coup de grâce.Pensó distraídamente si alguno de los inspectores habría observado suobra con el pavo. A lo mejor estaban lo bastante impresionados por suoriginalidad como para mejorar sus perspectivas de trabajo. Seguro que no habíapasado todos esos años de entrenamiento para perseguir a imbéciles medio lerdoscomo Polo. Debía haber algo más estimulante que eso. Sentía la victoria, y erauna sensación agradable.La persecución de Polo seguramente se precipitaría. Sus hijas loconvencerían (si es que aún no lo estaba) de que había algo terrible en marcha.Se rajaría. Se tambalearía. A lo mejor se volvía loco a la manera clásica:mesándose los cabellos, rasgándose las vestiduras, untándose con sus propiosexcrementos.Sí, la victoria se acercaba. ¿Y no tendrían sus amos atenciones con él?¿No lo recompensarían con alabanzas y poder?Sólo era necesaria una nueva manifestación. Una intervención finalinspirada y Polo no sería más que una masa gimoteante.Cansado pero confiado, el geniecillo bajó al salón.Amanda estaba tumbada cuan larga era sobre el sofá, dormida.Obviamente, estaba soñando con el pavo. Sus ojos se movían bajo los finospárpados, el labio inferior le temblaba. Gina se había sentado detrás de laradio, que ahora estaba apagada. Tenía un libro abierto en el regazo, pero nolo estaba leyendo.El importador de pepinillos no estaba en la habitación. ¿No era ésa dela escalera su huella? Sí, la estaba subiendo para aliviar su intestino llenode coñac.Una sincronización perfecta.El geniecillo cruzó la habitación. Mientras dormía, Amanda soñó quealgo oscuro revoloteaba delante de su vista, algo maligno, algo que le sabíaamargo en la boca.Gina levantó la mirada del libro.Las bolas plateadas del árbol se mecían suavemente. No sólo las bolas:el oropel y las ramas también.De hecho, todo el árbol. Todo el árbol se agitaba como si alguien sehubiera apoderado de él.A Gina le dio muy mala espina. Se levantó. El libro se cayó al suelo.El árbol empezó a girar.–Cristo –dijo–. Jesucristo.Amanda seguía durmiendo.El árbol ganaba velocidad.Gina anduvo todo lo silenciosamente que pudo en dirección al sofá ytrató de despertar a su hermana agitándola. Amanda, encerrada en sus sueños, seresistió un momento.–Padre –dijo Gina. Su voz era fuerte y llegó hasta el vestíbulo.También despertó a Amanda.Polo oyó un ruido como de perro quejándose en el piso de abajo. No,como dos perros quejándose. Al bajar corriendo las escaleras, el dúo seconvirtió en trío. Irrumpió en el salón esperando encontrar a todas las huestesinfernales con cabeza de perro bailando sobre sus bellezas.Pero no. Era el árbol de Navidad el que gemía, gemía como una jauría deperros, y giraba y giraba.Las bombillas habían saltado hacía mucho de sus casquillos. El aireapestaba a plástico chamuscado y a savia de pino. El propio árbol giraba comouna peonza, repartiendo los regalos y adornos de sus atormentadas ramas con lagenerosidad de un rey loco.Jack apartó la vista del espectáculo del árbol y encontró a Gina yAmanda, en cuclillas y aterrorizadas, detrás del sofá.–¡Fuera de ahí! –chilló.En aquel momento, la televisión se levantó impertinentemente sobre unapata y empezó a girar como el árbol, ganando velocidad rápidamente. El reloj dela repisa se unió al ballet. Y los atizadores del lado del fuego. Y loscojines. Y los adornos. Cada objeto añadía su propia nota singular a laorquestación de gemidos que crecían por segundos hasta alcanzar un volumenensordecedor. El aire empezó a rebosar de olor a leña quemada, pues la friccióncalentaba los extremos giratorios hasta hacerlos casi explotar. El humo searremolinó por la habitación.Gina cogió a Amanda por el brazo y la arrastró hacia la puerta,protegiendo su cara contra la lluvia de agujas de pino que el árbol, sin dejarde acelerarse, iba lanzando.Ahora daban vueltas las luces.Los libros, que se habían caído de las estanterías, se unieron a latarantela.Jack se podía imaginar al enemigo corriendo entre los objetos como unmalabarista que hiciera rodar platos con palos, intentando que todos semovieran al unísono. Debía ser un trabajo agotador, pensó. Probablemente eldemonio estaba a punto de venirse abajo. No podía pensar con claridad.Sobreexcitado. Impulsivo. Vulnerable. Éste debía ser el momento, si es quehabía un momento, de unirse por fin a la batalla. De enfrentarse a eso,desafiarlo y hacerle caer en la trampa.Por su parte, el geniecillo estaba disfrutando de esta orgía dedestrucción. Lanzaba a la refriega todo objeto que pudiera moverse, haciendoque todo diera vueltas.Observaba con satisfacción cómo la hija se crispaba y se escabullía;reía al ver cómo miraba el viejo, con los ojos desorbitados, ese balletestrafalario.Seguro que ya estaba casi loco, ¿no?Las bellezas habían llegado a la puerta, con el pelo y la piel llenasde agujas de pino. Polo no las vio salir. Corrió a través de la habitaciónesquivando una lluvia de adornos y recogió una horquilla de cobre para asar queel enemigo había descuidado. Las baratijas llenaban el aire alrededor de sucabeza, bailando a una velocidad vertiginosa. Tenía la carne herida y pinchada.Pero la hilaridad de unirse a la batalla se había apoderado de él, y se puso ahacer añicos libros, relojes y porcelanas chinas. Como un hombre en medio deuna nube de cigarras, corrió por la habitación, derribando sus libros favoritosen un remolino de batir de páginas, golpeando a Dresden mientras dibujabaespirales, destrozando las lámparas. Un montón de objetos rotos inundaba elsuelo, algunos de ellos aún se crispaban al salir la vida de sus fragmentos. Peropor cada objeto derrumbado quedaba todavía una docena girando y gimiendo.Podía oír a Gina en la puerta gritándole que saliera, que lo dejara talcual.Pero era muy divertido jugar contra el enemigo más directamente de loque se había permitido hacerlo hasta entonces. No quería rendirse. Quería queel demonio se mostrase, que lo conocieran, que lo reconocieran.Quería un enfrentamiento con el emisario de Pedro Botero inmediato ydefinitivo.Sin previo aviso, el árbol dio paso a los dictados de la fuerzacentrífuga y estalló. El ruido fue como un aullido de muerte. Ramas, ramitas,agujas, bolas, luces, cables y cintas volaron por la habitación. Jack, dando laespalda a la explosión, notó que una onda expansiva lo golpeaba con fuerza y lotiraba al suelo. La parte de atrás de su cuello y cuero cabelludo fueronalcanzadas de lleno por las agujas de pino. Una rama reseca salió disparada porencima de su cabeza y atravesó el sofá. A su alrededor repiquetearon pedazosdel árbol en el suelo.Explotaban, como el árbol, otros objetos de la habitación, arrojadosmás allá de lo que sus estructuras toleraban. La televisión estalló, enviandouna ola letal de cristales por la habitación, gran parte de la cual se hundióen la pared de enfrente. Sobre Jack, que reptaba hacia la puerta como unsoldado bajo un bombardeo, cayeron trozos de entrañas del televisor tancalientes que chamuscaban la piel.La habitación estaba tan atestada de andanadas de cascos que parecíaenvuelta en niebla. Los cojines habían contribuido al espectáculo con sustripas, que caían como nieve sobre la alfombra. En cuanto a los trozos deporcelana, un brazo primorosamente barnizado y una cabeza de cortesanorebotaron en el suelo delante de su nariz.Gina estaba en cuclillas en la puerta, instándole a que se diera prisay entornando los ojos para protegerse contra la lluvia. Cuando Jack la alcanzóy sintió sus brazos alrededor suyo, juró que podía oír risas en el salón. Risastangibles, audibles, sonoras y satisfechas.Amanda estaba en el vestíbulo, con el pelo lleno de agujas de pino,mirándolo. Arrastró sus piernas por el pasillo y Gina cerró la puerta de ungolpe detrás de la demolición.–¿Qué es? –preguntó–. ¿Duende? ¿Fantasma? ¿El fantasma de mamá?La idea de que su difunta mujer fuera la responsable de esa destruccióntotal le pareció divertida a Jack.Amanda sonreía a medias. «Bueno, pensó, lo está superando.» Entonces secruzó con la mirada ausente de sus ojos y se dio cuenta de la verdad. Se habíaderrumbado, su cordura se había refugiado donde esta fantasmagoría no lapudiera alcanzar.–¿Qué hay ahí? –preguntóGina, aferrándole el brazo tan fuertemente que le detuvo la circulación.–No sé –mintió–. ¿Amanda?La sonrisa de Amanda no desaparecía. Se quedó mirando hacia él, através de él.–Sí que lo sabes.–No.–Estás mintiendo.–Creo...Se levantó del suelo y se sacudió los trozos de porcelana, las plumas yel cristal de su camisa y pantalones.–Creo... que me voy a dar un paseo.Detrás de él, los últimos vestigios de zumbidos se habían apagado en elsalón. El aire del pasillo estaba electrizado de presencias ocultas. Estaba muycerca de él, invisible como siempre, pero muy cerca. Éste era el momento máspeligroso. No debía perder la calma ahora. Debía actuar como si no hubierapasado nada; tenía que dejar a Amanda tal cual, dejar las explicaciones y lasrecriminaciones hasta que todo se hubiera acabado y resuelto.–¿Pasear? –dijo Gina, incrédula.–Sí... pasear... Necesito un poco de aire fresco.–No puedes dejarnos aquí.–Buscaré a alguien que nos ayude a limpiar.–¿Y Mandy?–Se recuperará. Déjala tal como está.Eso fue duro. Casi imperdonable. Pero ya estaba dicho.Anduvo inseguro hasta la puerta principal, sintiendo náuseas después detanto remolino. A sus espaldas, Gina estaba enfurecida.–¡No puedes irte así, sin más! ¿Estás chiflado?–Necesito aire –dijo, tan tranquilamente como se lo permitieron sucorazón, que latía con fuerza, y su reseca garganta–. Así que saldré un rato.No, dijo el geniecillo. No, no, no.Estaba detrás suyo, Polo podía sentirlo. Muy enfadado, a punto decortarle la cabeza. Salvo que no estaba autorizado a tocarlo jamás. Pero podía notar su resentimientocomo una presencia física.Dio otro paso hacia la puerta principal.Todavía estaba con él, siguiendo cada uno de sus pasos. Era su sombra,su lapa; inseparable. Gina le gritó:–¡Hijo de puta, mira a Mandy! ¡Se ha vuelto loca!No, no debía mirar a Mandy. Si la miraba, podría echarse a llorar,derrumbarse como quería esa cosa, y entonces todo estaría perdido.–Se pondrá bien –dijo, apenas más fuerte que un murmullo.Cogió el pomo de la puerta principal. El demonio echó el cerrojorápidamente, sonoramente. Ya no estaba de humor para seguir fingiendo.Jack, manteniendo sus movimientos todo lo pausados que pudo, descerrojóla puerta, por arriba y por abajo. Pero la puerta se cerró de nuevo.Era un juego emocionante, pero también aterrador. Si iba demasiadolejos, la frustración del demonio se sobrepondría seguramente a lo que lehabían enseñado.Lentamente, suavemente, quitó otra vez el cerrojo. Con la mismalentitud, la misma suavidad, el geniecillo la cerró.Jack pensó cuánto tiempo podría soportar eso. Tenía que salir comofuera: tenía que hacerle atravesar el umbral. Un paso era todo lo que la leypedía, de acuerdo con sus investigaciones. Un solo paso.Abierta. Cerrada, Abierta. Cerrada.Gina estaba de pie a uno o dos metros de su padre. No comprendía lo queestaba viendo, pero era obvio que su padre luchaba con alguien, o algo.–Papá... –empezó a decir.–Cállate –dijo bondadosamente, gimiendo al abrir la puerta por séptimavez. Hubo un temblor de locura en su gemido: fue demasiado largo y demasiadolaxo.Inexplicablemente, ella le devolvió la sonrisa. Era triste, perogenuina. Por mucho que estuviera en juego en todo esto, ella lo quería.Polo se dirigió hacia la puerta trasera. El demonio iba tres pasos pordelante de él, corriendo por la casa como un esprínter y echando el cerrojoantes de que Polo pudiera alcanzar siquiera el pomo. Unas manos invisibleshicieron girar la llave en la cerradura y la redujeron en el aire a cenizas.Jack fingió una escapada hacia la ventana que había junto a la puertatrasera, pero se bajaron las persianas y se cerraron los postigos de un golpe.El geniecillo, demasiado preocupado por la ventana para vigilar a Jack decerca, no advirtió que éste volvía sobre sus pasos por la casa.Cuando vio la trampa que le tendían, soltó un pequeño chillido y lopersiguió; estuvo a punto de resbalar sobre el pulimentado suelo y darse contraPolo. Evitó la colisión sólo gracias a la más artística de las maniobras. Esohabría resultado fatal, desde luego: tocar al hombre en el calor de la pelea.Jack estaba otra vez en la puerta principal y Gina, comprendiendo laestrategia de su padre, le había quitado el cerrojo mientras el geniecillo y élluchaban en la puerta trasera. Jack había deseado fervientemente queaprovechara la oportunidad de abrirla. Lo había hecho. Estaba entornada: elaire gélido y vivificante de la tarde entraba en remolinos por el pasillo.Jack cubrió los últimos metros que lo separaban de la puerta como unrelámpago, sintiendo sin oírlo el aullido de queja que lanzó el geniecillo alver que su víctima escapaba al mundo exterior.No era una criatura ambiciosa. Todo lo que quería en ese momento, porencima de cualquier sueño, era coger ese cráneo humano entre sus manos y hacerun disparate con él. Hacerlo añicos y tirar su obsesión fuera, a la nieve.Hacer eso con Jack Polo, por siempre jamas.¿Era eso mucho pedir?Polo había salido a la nieve fresca y crujiente, con las zapatillas ylos dobladillos de sus pantalones enterrados en el hielo. Para cuando la furiallegó al umbral, Jack ya estaba tres o cuatro metros más allá, andandotranquilamente por el sendero hacia la verja. Escapando, escapando.El geniecillo volvió a aullar y olvidó sus años de entrenamiento. Todaslas lecciones que había aprendido, todas las reglas de guerra que habíangrabado en su cerebro quedaron anegadas por el simple deseo de hacerse con lavida de Polo.Franqueó el umbral y se puso a perseguirlo. Fue una transgresiónimperdonable. En alguna parte del infierno, los poderes (que por largo tiempopuedan presidir el tribunal, que por largo tiempo puedan iluminar las cabezasde los condenados) sintieron el pecado y supieron que la batalla por el alma dePolo estaba perdida.Jack también lo sintió. Oyó el sonido de agua hirviendo a medida quelos pasos del demonio derretían la nieve del sendero. ¡Lo estaba siguiendo! Lacosa había transgredido la primera condición de su existencia. Había perdidosus prerrogativas. Sintió la victoria en su espina dorsal y en el estómago.El demonio lo alcanzó en la verja. Se podía ver claramente su alientoen el aire, aunque el cuerpo del que procedía aún no se había vuelto visible.Jack intentó abrir la verja, pero el geniecillo la cerró de un portazo.–Che serà, serà –dijo Jack.El demonio no lo pudo soportar más. Cogió, lleno de ira, la cabeza deJack con sus manos con la intención de reducir el frágil hueso a cenizas.Tocarlo fue su segundo pecado; y lo hizo sufrir más de lo admisible.Aulló como un hada y se apartó tambaleando de su presa, resbalando en la nievey cayendo de espaldas.Conocía su error. Las lecciones que lehabían inculcado a golpes se le presentaron vertiginosamente ante suimaginación. También sabía cuál era el castigo por abandonar la casa y tocar alhombre. Estaba sujeto a un nuevo amo, esclavizado a esa víctima idiota quetenía encima.Polo había vencido.Se reía observando la manera en que se formaba la figura del demoniosobre la nieve del sendero. Como una fotografía que se revelara en una hoja depapel, la imagen de la furia se hizo nítida. La ley se estaba cobrando susderechos. El geniecillo nunca podría volver a esconderse de su amo. Ahí estaba,visible a los ojos de Polo, en toda su gloria desencantada. Piel castaña y ojobrillante sin párpado, brazos fláccidos, removiendo la nieve con su cola yderritiéndola a la vez.–¡Bastardo! –dijo. Su voz tenía un deje australiano.–No hablarás hasta que se te dirija la palabra –dijo Polo, con unaautoridad tranquila pero absoluta–. ¿Comprendido?El ojo sin párpado lo miró, lleno de humildad.–Sí –dijo el geniecillo.–Sí, señor Polo.–Sí, señor Polo.La cola se le hundió entre las piernas, como a un perro acobardado.–Puedes levantarte.–Gracias, señor Polo.Se levantó. No era agradable de ver, pero Jack disfrutó a pesar detodo.–Acabarán con usted, sin embargo.–¿Quiénes?–Ya lo sabe –dijo, dubitativo.–Nómbralos.–Belcebú –contestó, orgulloso de nombrar a su antiguo amo–. Lospoderes. El propio infierno.–No creo –musitó Polo–. No contigo sometido a mí como prueba de mishabilidades. ¿No soy el mejor de todos?La mirada de la criatura parecía hosca.–¿No lo soy?–Sí –concedió amargamente–. Sí, usted es el mejor de todos.Había empezado a temblar.–¿Tienes frío? –preguntó Polo.Asintió, imitando el aspecto de un niño perdido.–Entonces necesitas ejercicio –dijo–. Mejor que vuelvas a casa yempieces a arreglarlo todo.La furia pareció perpleja, hasta desengañada, por esa orden.–¿Nada más? –preguntó, incrédula–. ¿Ningún milagro? ¿Ni Helena de Troyani vuelos?La idea de volar en una tarde tan nevada como ésa dejó frío a Polo. Eraante todo un hombre de gustos sencillos: todo lo que le pedía a la vida era elamor de sus hijas, una casa agradable y un buen precio comercial para lospepinillos.–Nada de vuelos –dijo.Al dirigirse cabizbajo por el sendero hacia la casa, pareció idear unanueva maldad. Se volvió hacia Polo, obsequioso pero inconfundiblemente pagadode sí mismo.–¿Podría decir algo? –preguntó.–Habla.–Es justo que le informe de que se considera impío tener contactos contipos como yo. Incluso herético.–¿Es eso cierto?–Sí –dijo el geniecillo, animándose por su profecía–. Se ha quemado agente por menos.–No en los tiempos que corren –replicó Polo.–Pero el serafín lo verá –dijo–. Y eso significa que nunca irá a eselugar.–¿Qué lugar?El demonio buscó la palabra especial que había oído usar a Belcebú.–El cielo –dijo, triunfante. Había aparecido una fea sonrisa en sucara; ésta era la maniobra más astuta a la que había recurrido jamás; erateología malabar.Jack asintió despacio, poniéndose el índice en el labio inferior. Lo que decía la criatura era probablemente cierto: la asociación con élo con tipos como él no la verían con buenos ojos las huestes de santos yángeles. Probablemente le fuera vedadoel acceso a las praderas del paraíso.–Bueno –dijo–, ya sabes lo que tengo que responder a eso, ¿no esverdad?El geniecillo se quedó mirándolo frunciendo el entrecejo. No, no losabía. Entonces desapareció su sonrisa de satisfacción al ver lo que queríadecir Polo.–¿Qué digo? –le preguntó Polo.Derrotado, murmuró la frase.–Che serà, serà.Polo sonrió.–Todavía te queda una oportunidad –dijo, y lo llevó camino del umbral,cerrando la puerta con algo muy parecido a la serenidad en su rostro.