Cuento: "El Pozo y el Péndulo" de Edgar Allan Poe

Publicado el 18 febrero 2012 por Fesb2011 @visitantemalign
 Hoy les traigo un extraordinario cuento, de la pluma de Edgar Allan Poe: " El Pozo y el Péndulo"
EL POZO Y EL PÉNDULO Edgar Allan Poe (para móvil)
Impiatortorum longas hic turba furoresSanguinainnocui, nao satiata, aluit.Sospite nuncpatria, fracto nunc funeris antro,Mors ubidira fuit vita salusque patent.
(Cuartetocompuesto para las puertas de unmercado queha de ser erigido en elemplazamientodel Club de los Jacobinos en París.)
Sentía náuseas, náuseas demuerte después de tan larga agonía; y, cuando por fin me desataron y mepermitieron sentarme, comprendí que mis sentidos me abandonaban. La sentencia,la atroz sentencia de muerte, fue el último sonido reconocible que registraronmis oídos. Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareciófundirse en un soñoliento zumbido indeterminado, que trajo a mi mente la ideade revolución, tal vez porque imaginativamente lo confundía con el ronroneo deuna rueda de molino. Esto duró muy poco, pues de pronto cesé de oír. Pero almismo tiempo pude ver... ¡aunque con qué terrible exageración! Vi los labios delos jueces togados de negro. Me parecieron blancos... más blancos que la hojasobre la cual trazo estas palabras, y finos hasta lo grotesco; finos por laintensidad de su expresión de firmeza, de inmutable resolución, de absolutodesprecio hacia la tortura humana. Vi que los decretos de lo que para mí era eldestino brotaban todavía de aquellos labios. Los vi torcerse mientraspronunciaban una frase letal. Los vi formar las sílabas de mi nombre, y meestremecí, porque ningún sonido llegaba hasta mí. Y en aquellos momentos dehorror delirante vi también oscilar imperceptible y suavemente las negrascolgaduras que ocultaban los muros de la estancia. Entonces mi visión recayó enlas siete altas bujías de la mesa. Al principio me parecieron símbolos de caridad,como blancos y esbeltos ángeles que me salvarían; pero entonces, bruscamente,una espantosa náusea invadió mi espíritu y sentí que todas mis fibras seestremecían como si hubiera tocado los hilos de una batería galvánica, mientraslas formas angélicas se convertían en hueros espectros de cabezas llameantes, ycomprendí que ninguna ayuda me vendría de ellos. Como una profunda nota musicalpenetró en mi fantasía la noción de que la tumba debía ser el lugar del másdulce descanso. El pensamiento vino poco a poco y sigiloso, de modo que pasó untiempo antes de poder apreciarlo plenamente; pero, en el momento en que miespíritu llegaba por fin a abrigarlo, las figuras de los jueces sedesvanecieron como por arte de magia, las altas bujías se hundieron en la nada,mientras sus llamas desaparecían, y me envolvió la más negra de las tinieblas.Todas mis sensaciones fueron tragadas por el torbellino de una caída enprofundidad, como la del alma en el Hades. Y luego el universo no fue más quesilencio, calma y noche.
Me había desmayado, pero nopuedo afirmar que hubiera perdido completamente la conciencia. No trataré dedefinir lo que me quedaba de ella, y menos describirla; pero no la habíaperdido por completo. En el más profundo sopor, en el delirio, en el desmayo...¡hasta la muerte, hasta la misma tumba!, no todo se pierde. O bien, no existela inmortalidad para el hombre. Cuando surgimos del más profundo de lossopores, rompemos la tela sutil de algún sueño. Y, sin embargo, un poco mástarde (tan frágil puede haber sido aquella tela) no nos acordamos de habersoñado. Cuando volvemos a la vida después de un desmayo, pasamos por dosmomentos: primero, el del sentimiento de la existencia mental o espiritual;segundo, el de la existencia física. Es probable que si al llegar al segundomomento pudiéramos recordar las impresiones del primero, éstas contendríanmultitud de recuerdos del abismo que se abre más atrás. Y ese abismo, ¿qué es?¿Cómo, por lo menos, distinguir sus sombras de la tumba? Pero si las impresionesde lo que he llamado el primer momento no pueden ser recordadas por un acto dela voluntad, ¿no se presentan inesperadamente después de un largo intervalo,mientras nos maravillamos preguntándonos de dónde proceden? Aquel que nunca seha desmayado, no descubrirá extraños palacios y caras fantásticamentefamiliares en las brasas del carbón; no contemplará, flotando en el aire, lasmelancólicas visiones que la mayoría no es capaz de ver; no meditará mientrasrespira el perfume de una nueva flor; no sentirá exaltarse su mente ante elsentido de una cadencia musical que jamás había llamado antes su atención.
Entre frecuentes y reflexivosesfuerzos para recordar, entre acendradas luchas para apresar algún vestigio deese estado de aparente aniquilación en el cual se había hundido mi alma, hahabido momentos en que he vislumbrado el triunfo; breves, brevísimos períodosen que pude evocar recuerdos que, a la luz de mi lucidez posterior, sólo podíanreferirse a aquel momento de aparente inconsciencia. Esas sombras de recuerdome muestran, borrosamente, altas siluetas que me alzaron y me llevaron ensilencio, descendiendo... descendiendo... siempre descendiendo... hasta que unhorrible mareo me oprimió a la sola idea de lo interminable de ese descenso.También evocan el vago horror que sentía mi corazón, precisamente a causa de lamonstruosa calma que me invadía. Viene luego una sensación de súbitainmovilidad que invade todas las cosas, como si aquellos que me llevaban(¡atroz cortejo!) hubieran superado en su descenso los límites de lo ilimitadoy descansaran de la fatiga de su tarea. Después de esto viene a la mente comoun desabrimiento y humedad, y luego, todo es locura -la locura de un recuerdoque se afana entre cosas prohibidas.
Súbitamente, el movimiento y elsonido ganaron otra vez mi espíritu: el tumultuoso movimiento de mi corazón y,en mis oídos, el sonido de su latir. Sucedió una pausa, en la que todo eraconfuso. Otra vez sonido, movimiento y tacto -una sensación de hormigueo entodo mi cuerpo-. Y luego la mera conciencia de existir, sin pensamiento; algoque duró largo tiempo. De pronto, bruscamente, el pensamiento, un espantoestremecedor y el esfuerzo más intenso por comprender mi verdadera situación. Aesto sucedió un profundo deseo de recaer en la insensibilidad. Otra vez unviolento revivir del espíritu y un esfuerzo por moverme, hasta conseguirlo. Yentonces el recuerdo vívido del proceso, los jueces, las colgaduras negras, lasentencia, la náusea, el desmayo. Y total olvido de lo que siguió, de todo loque tiempos posteriores, y un obstinado esfuerzo, me han permitido vagamenterecordar.
Hasta ese momento no habíaabierto los ojos. Sentí que yacía de espaldas y que no estaba atado. Alargué lamano, que cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé allí algún tiempo,mientras trataba de imaginarme dónde me hallaba y qué era de mí. Ansiaba abrirlos ojos, pero no me atrevía, porque me espantaba esa primera mirada a losobjetos que me rodeaban. No es que temiera contemplar cosas horribles, pero mehorrorizaba la posibilidad de que no hubiese nada que ver. Por fin, lleno deatroz angustia mi corazón, abrí de golpe los ojos, y mis peores suposiciones seconfirmaron. Me rodeaba la tiniebla de una noche eterna. Luché por respirar; lointenso de aquella oscuridad parecía oprimirme y sofocarme. La atmósfera era deuna intolerable pesadez. Me quedé inmóvil, esforzándome por razonar. Evoqué elproceso de la Inquisición, buscando deducir mi verdadera situación a partir deese punto. La sentencia había sido pronunciada; tenía la impresión de que desdeentonces había transcurrido largo tiempo. Pero ni siquiera por un momento meconsideré verdaderamente muerto. Semejante suposición, no obstante lo queleemos en los relatos ficticios, es por completo incompatible con la verdaderaexistencia. Pero, ¿dónde y en qué situación me encontraba? Sabía que, por loregular, los condenados morían en un auto de fe, y uno de éstos acababa derealizarse la misma noche de mi proceso. ¿Me habrían devuelto a mi calabozo ala espera del próximo sacrificio, que no se cumpliría hasta varios meses mástarde? Al punto vi que era imposible. En aquel momento había una demandainmediata de víctimas. Y, además, mi calabozo, como todas las celdas de loscondenados en Toledo, tenía piso de piedra y la luz no había sido completamentesuprimida.
Una horrible idea hizo que lasangre se agolpara a torrentes en mi corazón, y por un breve instante recaí enla insensibilidad. Cuando me repuse, temblando convulsivamente, me levanté ytendí desatinadamente los brazos en todas direcciones. No sentí nada, pero nome atrevía a dar un solo paso, por temor de que me lo impidieran las paredes deuna tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros y tenía la frente empapada degotas heladas. Pero la agonía de la incertidumbre terminó por volverseintolerable, y cautelosamente me volví adelante, con los brazos tendidos,desorbitados los ojos en el deseo de captar el más débil rayo de luz. Anduveasí unos cuantos pasos, pero todo seguía siendo tiniebla y vacío. Respiré conmayor libertad; por lo menos parecía evidente que mi destino no era el másespantoso de todos.
Pero entonces, mientras seguíaavanzando cautelosamente, resonaron en mi recuerdo los mil vagos rumores de lascosas horribles que ocurrían en Toledo. Cosas extrañas se contaban sobre loscalabozos; cosas que yo había tomado por invenciones, pero que no por eso eranmenos extrañas y demasiado horrorosas para ser repetidas, salvo en voz baja.¿Me dejarían morir de hambre en este subterráneo mundo de tiniebla, o quizá meaguardaba un destino todavía peor? Demasiado conocía yo el carácter de misjueces para dudar de que el resultado fuera la muerte, y una muerte mucho másamarga que la habitual. Todo lo que me preocupaba y me enloquecía era el modo yla hora de esa muerte.
Mis manos extendidas tocaron,por fin, un obstáculo sólido. Era un muro, probablemente de piedra, sumamenteliso, viscoso y frío. Me puse a seguirlo, avanzando con toda la desconfianzaque antiguos relatos me habían inspirado. Pero esto no me daba oportunidad deasegurarme de las dimensiones del calabozo, ya que daría toda la vuelta yretornaría al lugar de partida sin advertirlo, hasta tal punto era uniforme ylisa la pared. Busqué, pues, el cuchillo que llevaba conmigo cuando me condujerona las cámaras inquisitoriales; había desaparecido, y en lugar de mis ropastenía puesto un sayo de burda estameña. Había pensado hundir la hoja en algunajuntura de la mampostería, a fin de identificar mi punto de partida. Pero, detodos modos, la dificultad carecía de importancia, aunque en el desorden de mimente me pareció insuperable en el primer momento. Arranqué un pedazo del ruedodel sayo y lo puse bien extendido y en ángulo recto con respecto al muro. Luegode tentar toda la vuelta de mi celda, no dejaría de encontrar el jirón alcompletar el circuito. Tal es lo que, por lo menos, pensé, pues no habíacontado con el tamaño del calabozo y con mi debilidad. El suelo era húmedo yresbaladizo. Avancé, titubeando, un trecho, pero luego trastrabillé y caí. Miexcesiva fatiga me indujo a permanecer postrado y el sueño no tardó endominarme.
Al despertar y extender unbrazo hallé junto a mí un pan y un cántaro de agua. Estaba demasiado exhaustopara reflexionar acerca de esto, pero comí y bebí ávidamente. Poco despuésreanudé mi vuelta al calabozo y con mucho trabajo llegué, por fin, al pedazo deestameña. Hasta el momento de caer al suelo había contado cincuenta y dospasos, y al reanudar mi vuelta otros cuarenta y ocho, hasta llegar al trozo degénero. Había, pues, un total de cien pasos. Contando una yarda por cada dospasos, calculé que el calabozo tenía un circuito de cincuenta yardas. Noobstante, había encontrado numerosos ángulos de pared, de modo que no podíahacerme una idea clara de la forma de la cripta, a la que llamo así pues nopodía impedirme pensar que lo era.
Poca finalidad y menosesperanza tenían estas investigaciones, pero una vaga curiosidad me impelía acontinuarlas. Apartándome de la pared, resolví cruzar el calabozo por uno desus diámetros. Avancé al principio con suma precaución, pues aunque el pisoparecía de un material sólido, era peligrosamente resbaladizo a causa del limo.Cobré ánimo, sin embargo, y terminé caminando con firmeza, esforzándome porseguir una línea todo lo recta posible. Había avanzado diez o doce pasos enesta forma cuando el ruedo desgarrado del sayo se me enredó en las piernas.Trastabillando, caí violentamente de bruces.
En la confusión que siguió a lacaída no reparé en un sorprendente detalle que, pocos segundos más tarde, ycuando aún yacía boca abajo, reclamó mi atención. Helo aquí: tenía el mentónapoyado en el piso del calabozo, pero mis labios y la parte superior de micara, que aparentemente debían encontrarse a un nivel inferior al de lamandíbula, no se apoyaba en nada. Al mismo tiempo me pareció que bañaba mifrente un vapor viscoso, y el olor característico de los hongos podridospenetró en mis fosas nasales. Tendí un brazo y me estremecí al descubrir que mehabía desplomado exactamente al borde de un pozo circular, cuya profundidad meera imposible descubrir por el momento. Tanteando en la mampostería quebordeaba el pozo logré desprender un menudo fragmento y lo tiré al abismo.Durante largos segundos escuché cómo repercutía al golpear en su descenso lasparedes del pozo; hubo por fin un chapoteo en el agua, al cual sucedieronsonoros ecos. En ese mismo instante oí un sonido semejante al de abrirse ycerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras un débil rayo de luzcruzaba instantáneamente la tiniebla y volvía a desvanecerse con la mismaprecipitación.
Comprendí claramente el destinoque me habían preparado y me felicité de haber escapado a tiempo gracias aloportuno accidente. Un paso más antes de mi caída y el mundo no hubiera vueltoa saber de mí. La muerte a la que acababa de escapar tenía justamente lascaracterísticas que yo había rechazado como fabulosas y antojadizas en losrelatos que circulaban acerca de la Inquisición. Para las víctimas de sutiranía se reservaban dos especies de muerte: una llena de horrorosossufrimientos físicos, y otra acompañada de sufrimientos morales todavía másatroces. Yo estaba destinado a esta última. Mis largos padecimientos me habíandesequilibrado los nervios, al punto que bastaba el sonido de mi propia vozpara hacerme temblar, y por eso constituía en todo sentido el sujeto ideal parala clase de torturas que me aguardaban.
Estremeciéndome de pies acabeza, me arrastré hasta volver a tocar la pared, resuelto a perecer allíantes que arriesgarme otra vez a los horrores de los pozos -ya que miimaginación concebía ahora más de uno- situados en distintos lugares delcalabozo. De haber tenido otro estado de ánimo, tal vez me hubiera alcanzado elcoraje para acabar de una vez con mis desgracias precipitándome en uno de esosabismos; pero había llegado a convertirme en el peor de los cobardes. Y tampocopodía olvidar lo que había leído sobre esos pozos, esto es, que su horribledisposición impedía que la vida se extinguiera de golpe.
La agitación de mi espíritu memantuvo despierto durante largas horas, pero finalmente acabé por adormecerme.Cuando desperté, otra vez había a mi lado un pan y un cántaro de agua. Meconsumía una sed ardiente y de un solo trago vacié el jarro. El agua debíacontener alguna droga, pues apenas la hube bebido me sentí irresistiblementeadormilado. Un profundo sueño cayó sobre mí, un sueño como el de la muerte. Nosé, en verdad, cuánto duró, pero cuando volví a abrir los ojos los objetos queme rodeaban eran visibles. Gracias a un resplandor sulfuroso, cuyo origen mefue imposible determinar al principio, pude contemplar la extensión y elaspecto de mi cárcel.
Mucho me había equivocado sobresu tamaño. El circuito completo de los muros no pasaba de unas veinticincoyardas. Durante unos minutos, esto me llenó de una vana preocupación. Vana, sí,pues nada podía tener menos importancia, en las terribles circunstancias que merodeaban, que las simples dimensiones del calabozo. Pero mi espíritu seinteresaba extrañamente en nimiedades y me esforcé por descubrir el error quehabía podido cometer en mis medidas. Por fin se me reveló la verdad. En laprimera tentativa de exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta elmomento en que caí al suelo. Sin duda, en ese instante me encontraba a uno odos pasos del jirón de estameña, es decir, que había cumplido casicompletamente la vuelta del calabozo. Al despertar de mi sueño debí emprenderel camino en dirección contraria, es decir, volviendo sobre mis pasos, y asífue cómo supuse que el circuito medía el doble de su verdadero tamaño. Laconfusión de mi mente me impidió reparar entonces que había empezado mi vueltateniendo la pared a la izquierda y que la terminé teniéndola a la derecha.También me había engañado sobre la forma del calabozo. Al tantear las paredeshabía encontrado numerosos ángulos, deduciendo así que el lugar presentaba unagran irregularidad. ¡Tan potente es el efecto de las tinieblas sobre alguienque despierta de la letargia o del sueño! Los ángulos no eran más que unasligeras depresiones o entradas a diferentes intervalos. Mi prisión tenía formacuadrada. Lo que había tomado por mampostería resultaba ser hierro o algún otrometal, cuyas enormes planchas, al unirse y soldarse, ocasionaban lasdepresiones. La entera superficie de esta celda metálica aparecía toscamentepintarrajeada con todas las horrendas y repugnantes imágenes que la sepulcralsuperstición de los monjes había sido capaz de concebir. Las figuras dedemonios amenazantes, de esqueletos y otras imágenes todavía más terriblesrecubrían y desfiguraban los muros. Reparé en que las siluetas de aquellasmonstruosidades estaban bien delineadas, pero que los colores parecían borrososy vagos, como si la humedad de la atmósfera los hubiese afectado. Noté asimismoque el suelo era de piedra. En el centro se abría el pozo circular de cuyasfauces, abiertas como si bostezara, acababa de escapar; pero no había ningúnotro en el calabozo.
Vi todo esto sin mucho detalley con gran trabajo, pues mi situación había cambiado grandemente en el curso demi sopor. Yacía ahora de espaldas, completamente estirado, sobre una especie debastidor de madera. Estaba firmemente amarrado por una larga banda que parecíaun cíngulo. Pasaba, dando muchas vueltas, por mis miembros y mi cuerpo,dejándome solamente en libertad la cabeza y el brazo derecho, que con grantrabajo podía extender hasta los alimentos, colocados en un plato de barro a mialcance. Para mayor espanto, vi que se habían llevado el cántaro de agua. Ydigo espanto porque la más intolerable sed me consumía. Por lo visto, laintención de mis torturadores era estimular esa sed, pues la comida del platoconsistía en carne sumamente condimentada.
Mirando hacia arriba observé eltecho de mi prisión. Tendría unos treinta o cuarenta pies de alto, y suconstrucción se asemejaba a la de los muros. En uno de sus paneles aparecía unaextraña figura que se apoderó por completo de mi atención. La pinturarepresentaba al Tiempo tal como se lo suele figurar, salvo que, en vez deguadaña, tenía lo que me pareció la pintura de un pesado péndulo, semejante alos que vemos en los relojes antiguos. Algo, sin embargo, en la apariencia deaquella imagen me movió a observarla con más detalle. Mientras la mirabadirectamente de abajo hacia arriba (pues se encontraba situada exactamentesobre mí) tuve la impresión de que se movía. Un segundo después esta impresiónse confirmó. La oscilación del péndulo era breve y, naturalmente, lenta. Loobservé durante un rato con más perplejidad que temor. Cansado, al fin, decontemplar su monótono movimiento, volví los ojos a los restantes objetos de lacelda.
Un ligero ruido atrajo miatención y, mirando hacia el piso, vi cruzar varias enormes ratas. Habíansalido del pozo, que se hallaba al alcance de mi vista sobre la derecha. Aúnentonces, mientras las miraba, siguieron saliendo en cantidades, presurosas ycon ojos famélicos atraídas por el olor de la carne. Me dio mucho trabajoahuyentarlas del plato de comida.
Habría pasado una media hora,quizá una hora entera -pues sólo tenía una noción imperfecta del tiempo-, antesde volver a fijar los ojos en lo alto. Lo que entonces vi me confundió y mellenó de asombro. La carrera del péndulo había aumentado, aproximadamente, enuna yarda. Como consecuencia natural, su velocidad era mucho más grande. Perolo que me perturbó fue la idea de que el péndulo había descendidoperceptiblemente. Noté ahora -y es inútil agregar con cuánto horror- que suextremidad inferior estaba constituida por una media luna de reluciente acero,cuyo largo de punta a punta alcanzaba a un pie. Aunque afilado como una navaja,el péndulo parecía macizo y pesado, y desde el filo se iba ensanchando hastarematar en una ancha y sólida masa. Hallábase fijo a un pesado vástago debronce y todo el mecanismo silbaba al balancearse en el aire.
Ya no me era posible dudar deldestino que me había preparado el ingenio de los monjes para la tortura. Losagentes de la Inquisición habían advertido mi descubrimiento del pozo. El pozo,sí, cuyos horrores estaban destinados a un recusante tan obstinado como yo; elpozo, símbolo típico del infierno, última Thule de los castigos de laInquisición, según los rumores que corrían. Por el más casual de los accidenteshabía evitado caer en el pozo y bien sabía que la sorpresa, la bruscaprecipitación en los tormentos, constituían una parte importante de lasgrotescas muertes que tenían lugar en aquellos calabozos. No habiendo caído enel pozo, el demoniaco plan de mis verdugos no contaba con precipitarme por lafuerza, y por eso, ya que no quedaba otra alternativa, me esperaba ahora unfinal diferente y más apacible. ¡Más apacible! Casi me sonreí en medio delespanto al pensar en semejante aplicación de la palabra.
¿De qué vale hablar de laslargas, largas horas de un horror más que mortal, durante las cuales conté laszumbantes oscilaciones del péndulo? Pulgada a pulgada, con un descenso que sólopodía apreciarse después de intervalos que parecían siglos... más y más íbaseaproximando. Pasaron días -puede ser que hayan pasado muchos días- antes de queoscilara tan cerca de mí que parecía abanicarme con su acre aliento. El olordel afilado acero penetraba en mis sentidos... Supliqué, fatigando al cielo conmis ruegos, para que el péndulo descendiera más velozmente. Me volví loco, meexasperé e hice todo lo posible por enderezarme y quedar en el camino de lahorrible cimitarra. Y después caí en una repentina calma y me mantuve inmóvil,sonriendo a aquella brillante muerte como un niño a un bonito juguete.
Siguió otro intervalo de totalinsensibilidad. Fue breve, pues al resbalar otra vez en la vida noté que no sehabía producido ningún descenso perceptible del péndulo. Podía, sin embargo, haberdurado mucho, pues bien sabía que aquellos demonios estaban al tanto de midesmayo y que podían haber detenido el péndulo a su gusto. Al despertarme mesentí inexpresablemente enfermo y débil, como después de una prolongadainanición. Aun en la agonía de aquellas horas la naturaleza humana ansiabaalimento. Con un penoso esfuerzo alargué el brazo izquierdo todo lo que me lopermitían mis ataduras y me apoderé de una pequeña cantidad que habían dejadolas ratas. Cuando me llevaba una porción a los labios pasó por mi mente unpensamiento apenas esbozado de alegría... de esperanza. Pero, ¿qué tenía yo quever con la esperanza? Era aquél, como digo, un pensamiento apenas formado;muchos así tiene el hombre que no llegan a completarse jamás. Sentí que era dealegría, de esperanza; pero sentí al mismo tiempo que acababa de extinguirse enplena elaboración. Vanamente luché por alcanzarlo, por recobrarlo. Elprolongado sufrimiento había aniquilado casi por completo mis facultadesmentales ordinarias. No era más que un imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo secumplía en ángulo recto con mi cuerpo extendido. Vi que la media luna estabaorientada de manera de cruzar la zona del corazón. Desgarraría la estameña demi sayo..., retornaría para repetir la operación... otra vez..., otra vez... Apesar de su carrera terriblemente amplia (treinta pies o más) y la sibilanteviolencia de su descenso, capaz de romper aquellos muros de hierro, todo lo queharía durante varios minutos sería cortar mi sayo. A esa altura de mispensamientos debí de hacer una pausa, pues no me atrevía a prolongar mireflexión. Me mantuve en ella, pertinazmente fija la atención, como si alhacerlo pudiera detener en ese punto el descenso de la hoja de acero. Meobligué a meditar acerca del sonido que haría la media luna cuando pasaracortando el género y la especial sensación de estremecimiento que produce enlos nervios el roce de una tela. Pensé en todas estas frivolidades hasta ellímite de mi resistencia.
Bajaba... seguía bajandosuavemente. Sentí un frenético placer en comparar su velocidad lateral con ladel descenso. A la derecha... a la izquierda... hacia los lados, con el aullidode un espíritu maldito... hacia mi corazón, con el paso sigiloso del tigre.Sucesivamente reí a carcajadas y clamé, según que una u otra idea me dominara.
Bajaba... ¡Seguro, incansable,bajaba! Ya pasaba vibrando a tres pulgadas de mi pecho. Luché con violencia,furiosamente, para soltar mi brazo izquierdo, que sólo estaba libre a partirdel codo. Me era posible llevar la mano desde el plato, puesto a mi lado, hastala boca, pero no más allá. De haber roto las ataduras arriba del codo, hubieratratado de detener el péndulo. ¡Pero lo mismo hubiera sido pretender atajar unalud!
Bajaba... ¡Sin cesar,inevitablemente, bajaba! Luché, jadeando, a cada oscilación. Me encogíaconvulsivamente a cada paso del péndulo. Mis ojos seguían su carrera haciaarriba o abajo, con la ansiedad de la más inexpresable desesperación; mispárpados se cerraban espasmódicamente a cada descenso, aunque la muerte hubierasido para mí un alivio, ¡ah, inefable! Pero cada uno de mis nervios seestremecía, sin embargo, al pensar que el más pequeño deslizamiento delmecanismo precipitaría aquel reluciente, afilado eje contra mi pecho. Era laesperanza la que hacía estremecer mis nervios y contraer mi cuerpo. Era laesperanza, esa esperanza que triunfa aún en el potro del suplicio, que susurraal oído de los condenados a muerte hasta en los calabozos de la Inquisición.
Vi que después de diez o doceoscilaciones el acero se pondría en contacto con mi ropa, y en el mismo momentoen que hice esa observación invadió mi espíritu toda la penetrante calmaconcentrada de la desesperación. Por primera vez en muchas horas -quizá días-me puse a pensar. Acudió a mi mente la noción de que la banda o cíngulo que meataba era de una sola pieza. Mis ligaduras no estaban constituidas por cuerdasseparadas. El primer roce de la afiladísima media luna sobre cualquier porciónde la banda bastaría para soltarla, y con ayuda de mi mano izquierda podríadesatarme del todo. Pero, ¡cuán terrible, en ese caso, la proximidad del acero!¡Cuán letal el resultado de la más leve lucha! Y luego, ¿era verosímil que losesbirros del torturador no hubieran previsto y prevenido esa posibilidad?¿Cabía pensar que la atadura cruzara mi pecho en el justo lugar por dondepasaría el péndulo? Temeroso de descubrir que mi débil y, al parecer, postreraesperanza se frustraba, levanté la cabeza lo bastante para distinguir conclaridad mi pecho. El cíngulo envolvía mis miembros y mi cuerpo en todasdirecciones, salvo en el lugar por donde pasaría el péndulo.
Apenas había dejado caer haciaatrás la cabeza cuando relampagueó en mi mente algo que sólo puedo describircomo la informe mitad de aquella idea de liberación a que he aludido previamentey de la cual sólo una parte flotaba inciertamente en mi mente cuando llevé lacomida a mis ardientes labios. Mas ahora el pensamiento completo estabapresente, débil, apenas sensato, apenas definido... pero entero.Inmediatamente, con la nerviosa energía de la desesperación, procedí aejecutarlo.
Durante horas y horas, cantidadde ratas habían pululado en la vecindad inmediata del armazón de madera sobreel cual me hallaba. Aquellas ratas eran salvajes, audaces, famélicas; sus rojaspupilas me miraban centelleantes, como si esperaran verme inmóvil paraconvertirme en su presa. «¿A qué alimento -pensé- las han acostumbrado en elpozo?» A pesar de todos mis esfuerzos por impedirlo, ya habían devorado elcontenido del plato, salvo unas pocas sobras. Mi mano se había agitado como unabanico sobre el plato; pero, a la larga, la regularidad del movimiento le hizoperder su efecto. En su voracidad, las odiosas bestias me clavaban sus afiladasgarras en los dedos. Tomando los fragmentos de la aceitosa y especiada carneque quedaba en el plato, froté con ellos mis ataduras allí donde era posiblealcanzarlas, y después, apartando mi mano del suelo, permanecí completamenteinmóvil, conteniendo el aliento.
Los hambrientos animales sesintieron primeramente aterrados y sorprendidos por el cambio... la cesación demovimiento. Retrocedieron llenos de alarma, y muchos se refugiaron en el pozo.Pero esto no duró más que un momento. No en vano había yo contado con suvoracidad. Al observar que seguía sin moverme, una o dos de las más atrevidassaltaron al bastidor de madera y olfatearon el cíngulo. Esto fue como la señalpara que todas avanzaran. Salían del pozo, corriendo en renovados contingentes.Se colgaron de la madera, corriendo por ella y saltaron a centenares sobre micuerpo. El acompasado movimiento del péndulo no las molestaba para nada.Evitando sus golpes, se precipitaban sobre las untadas ligaduras. Se apretaban,pululaban sobre mí en cantidades cada vez más grandes. Se retorcían cerca de migarganta; sus fríos hocicos buscaban mis labios. Yo me sentía ahogar bajo sucreciente peso; un asco para el cual no existe nombre en este mundo llenaba mipecho y helaba con su espesa viscosidad mi corazón. Un minuto más, sin embargo,y la lucha terminaría. Con toda claridad percibí que las ataduras se aflojaban.Me di cuenta de que debían de estar rotas en más de una parte. Pero, con unaresolución que excedía lo humano, me mantuve inmóvil.
No había errado en mis cálculosni sufrido tanto en vano. Por fin, sentí que estaba libre. El cíngulo colgabaen tiras a los lados de mi cuerpo. Pero ya el paso del péndulo alcanzaba mipecho. Había dividido la estameña de mi sayo y cortaba ahora la tela de lacamisa. Dos veces más pasó sobre mí, y un agudísimo dolor recorrió mis nervios.Pero el momento de escapar había llegado. Apenas agité la mano, mislibertadoras huyeron en tumulto. Con un movimiento regular, cauteloso, yencogiéndome todo lo posible, me deslicé, lentamente, fuera de mis ligaduras,más allá del alcance de la cimitarra. Por el momento, al menos, estaba libre.
Libre... ¡y en las garras de laInquisición! Apenas me había apartado de aquel lecho de horror para ponerme depie en el piso de piedra, cuando cesó el movimiento de la diabólica máquina, yla vi subir, movida por una fuerza invisible, hasta desaparecer más allá deltecho. Aquello fue una lección que debí tomar desesperadamente a pecho.Indudablemente espiaban cada uno de mis movimientos. ¡Libre! Apenas si habíaescapado de la muerte bajo la forma de una tortura, para ser entregado a otraque sería peor aún que la misma muerte. Pensando en eso, paseé nerviosamentelos ojos por las barreras de hierro que me encerraban. Algo insólito, un cambioque, al principio, no me fue posible apreciar claramente, se había producido enel calabozo. Durante largos minutos, sumido en una temblorosa y vagaabstracción me perdí en vanas y deshilvanadas conjeturas. En estos momentospude advertir por primera vez el origen de la sulfurosa luz que iluminaba lacelda. Procedía de una fisura de media pulgada de ancho, que rodeaba porcompleto el calabozo al pie de las paredes, las cuales parecían -y en realidadestaban- completamente separadas del piso. A pesar de todos mis esfuerzos, mefue imposible ver nada a través de la abertura.
Al ponerme otra vez de piecomprendí de pronto el misterio del cambio que había advertido en la celda. Yahe dicho que, si bien las siluetas de las imágenes pintadas en los muros eransuficientemente claras, los colores parecían borrosos e indefinidos. Pero ahoraesos colores habían tomado un brillo intenso y sorprendente, que crecía más ymás y daba a aquellas espectrales y diabólicas imágenes un aspecto que hubieraquebrantado nervios más resistentes que los míos. Ojos demoniacos, de unasalvaje y aterradora vida, me contemplaban fijamente desde mil direcciones,donde ninguno había sido antes visible, y brillaban con el cárdeno resplandorde un fuego que mi imaginación no alcanzaba a concebir como irreal.
¡Irreal...! Al respirar llegó amis narices el olor característico del vapor que surgía del hierrorecalentado... Aquel olor sofocante invadía más y más la celda... Lossangrientos horrores representados en las paredes empezaron a ponerse rojos...Yo jadeaba, tratando de respirar. Ya no me cabía duda sobre la intención de mistorturadores. ¡Ah, los más implacables, los más demoniacos entre los hombres!Corrí hacia el centro de la celda, alejándome del metal ardiente. Al encarar enmi pensamiento la horrible destrucción que me aguardaba, la idea de la frescuradel pozo invadió mi alma como un bálsamo. Corrí hasta su borde mortal.Esforzándome, miré hacia abajo. El resplandor del ardiente techo iluminaba susmás recónditos huecos. Y, sin embargo, durante un horrible instante, miespíritu se negó a comprender el sentido de lo que veía. Pero, al fin, esesentido se abrió paso, avanzó poco a poco hasta mi alma, hasta arder yconsumirse en mi estremecida razón. ¡Oh, poder expresarlo! ¡Oh espanto!¡Todo... todo menos eso! Con un alarido, salté hacia atrás y hundí mi cara enlas manos, sollozando amargamente.
El calor crecía rápidamente, yuna vez más miré a lo alto, temblando como en un ataque de calentura. Unsegundo cambio acababa de producirse en la celda..., y esta vez el cambio teníaque ver con la forma. Al igual que antes, fue inútil que me esforzara porapreciar o entender inmediatamente lo que estaba ocurriendo. Pero mis dudas noduraron mucho. La venganza de la Inquisición se aceleraba después de mi dobleescapatoria, y ya no habría más pérdida de tiempo por parte del Rey de losEspantos. Hasta entonces mi celda había sido cuadrada. De pronto vi que dos desus ángulos de hierro se habían vuelto agudos, y los otros dos, porconsiguiente, obtusos. La horrible diferencia se acentuaba rápidamente, con unresonar profundo y quejumbroso. En un instante el calabozo cambió su forma porla de un rombo. Pero el cambio no se detuvo allí, y yo no esperaba ni deseabaque se detuviera. Podría haber pegado mi pecho a las rojas paredes, como sifueran vestiduras de eterna paz. «¡La muerte!» -clamé-. «¡Cualquier muerte,menos la del pozo!» ¡Insensato! ¿Acaso no era evidente que aquellos hierros alrojo tenían por objeto precipitarme en el pozo? ¿Podría acaso resistir sufuego? Y si lo resistiera, ¿cómo oponerme a su presión? El rombo se ibaachatando más y más, con una rapidez que no me dejaba tiempo para mirar. Sucentro y, por tanto, su diámetro mayor llegaban ya sobre el abierto abismo. Meeché hacia atrás, pero las movientes paredes me obligaban irresistiblemente aavanzar. Por fin no hubo ya en el piso del calabozo ni una pulgada de asideropara mi chamuscado y convulso cuerpo. Cesé de luchar, pero la agonía de mi almase expresó en un agudo, prolongado alarido final de desesperación. Sentí que metambaleaba al borde del pozo... Desvié la mirada...
¡Y oí un discordante clamoreode voces humanas! ¡Resonó poderoso un toque de trompetas! ¡Escuché un ásperochirriar semejante al de mil truenos! ¡Las terribles paredes retrocedieron! Unamano tendida sujetó mi brazo en el instante en que, desmayado, me precipitabaal abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar enToledo. LaInquisición estaba en poder de sus enemigos.
FIN