Revista Literatura

Cuento:'El Rayo de Luna' de Gustavo Adolfo Bécquer

Publicado el 16 noviembre 2011 por Fesb2011 @visitantemalign


Cuento : " El Rayo de Luna" de Gustavo Adolfo Bécquer.EL RAYO DE LUNAGustavo Adolfo BécquerYo no sé si esto es unahistoria que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decires que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yoseré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación. Otro, con esta idea, tal vezhubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que,a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerlos un rato. Era noble; había nacido entreel estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no lehubiera hecho levantar la cabeza un instante, ni apartar sus ojos un punto deloscuro pergamino en que leía la última carta de un trovador. Los que quisieran encontrarlono lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde lospalafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones ylos soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su mazacontra una piedra. -¿Dónde está Manrique? ¿Dóndeestá vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre. -No sabemos -respondían susservidores-; acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña; sentado alborde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de laconversación de los muertos; o en el puente, mirando correr una tras otra lasolas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca yentretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vistao contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de laslagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo. En efecto, Manrique amaba lasoledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tenersombra porque su sombra no lo siguiese a todas partes. Amaba la soledad porque en suseno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico,habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños depoeta, porque Manrique era poeta, ¡tanto, que nunca le habían satisfecho lasformas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado alescribirlos! Creía que entre las rojasascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían comoinsectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en unaluminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horasmuertas sentado en un escabel, junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y conlos ojos fijos en la lumbre. Creía que en el fondo de lasondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lagovivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalabanlamentos y suspiros o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumorque oía en silencio, intentando traducirlo. En las nubes, en el aire, en elfondo de los bosques, en las grietas de las peñas imaginaba percibir formas oescuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabrasinteligibles que no podía comprender. ¡Amar! Había nacido para soñarel amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porqueera rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque secimbreaba al andar, como un junco. Algunas veces llegaba sudelirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, queflotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas, que temblaban alo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largasnoches de poético insomnio exclamaba: -Si es verdad, como el prior dela Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si esverdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡quémujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas! Y yo nopodré verlas, y yo no podré amarlas... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo serásu amor? Sobre el Duero, que pasalamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay unpuente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyasposesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río. En la época a que nosreferimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricasfortalezas; pero aún quedaban en pie restos de los anchos torreones de susmuros; aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra ycampanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galeríasojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido,agitando las altas hierbas. En los huertos y en losjardines cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de losreligiosos, la vegetación, abandonada de sí misma, desplegaba todas sus galas,sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subíanencaramándose por los añosos troncos de los árboles; y las sombrías calles deálamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto decésped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenadoscaminos, y en los trozos de fábrica, próxima a desplomarse, el jaramago,flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas yazules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos,pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina. Era de noche; una noche de verano,templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca yserena en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente. Manrique, presa su imaginaciónde un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contemplóun momento la negra silueta de la ciudad que se destacaba sobre el fondo dealgunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó enlas desiertas ruinas de los Templarios. La medianoche tocaba a supunto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo másalto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde elderruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito, un gritoleve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo. En el fondo de la sombríaalameda había visto agitarse una cosa blanca que flotó un momento y desaparecióen la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzadoel sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el locosoñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines. -¡Una mujer desconocida!... ¡Eneste sitio... ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamóManrique-; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta. Llegó al punto en que habíavisto perderse, entre la espesura de las ramas, a la mujer misteriosa. Habíadesaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre loscruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que semovía. -¡Es ella, es ella, que llevaalas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca,separando con las manos las redes de piedra que se extendían como un tapiz deunos en otros álamos. Llegó, rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas,hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie!¡Ah!... Por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre lashojas secas, y el crujido de su traje, que arrastra por el suelo y roza en losarbustos -y corría, y corría como un loco, de aquí para allá, y no la veía-.Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez-; creo que ha hablado; no hayduda, ha hablado... El viento, que suspira entre las ramas; las hojas, queparece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hayduda: va por ahí, ha hablado..., ha hablado... ¿En qué idioma? No sé; pero esuna lengua extranjera... Y tornó a correr en suseguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla: ya notando quelas ramas por entre las cuales había desaparecido se movían, ya imaginandodistinguir en la arena la huella de sus breves pies; luego, firmementepersuadido de que un perfume especial, que aspiraba a intervalos, era un aromaperteneciente a aquella mujer que se burlaba de él complaciéndose en huirlo porentre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil! Vagó algunas horas de un lado aotro, fuera de sí, parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayoresprecauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada. Avanzando, avanzando por entrelos inmensos jardines que bordeaban la margen del río, llegó al fin al pie delas rocas sobre las que se eleva la ermita de San Saturio. -Tal vez, desde esta alturapodré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto-exclamó, trepando de peña en peña con la ayuda de su daga. Llegó a la cima, desde la quese descubren la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero, que seretuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre lascorvas márgenes que lo encarcelan. Manrique, una vez en lo alto delas rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al caboen un punto, no pudo contener una blasfemia. La luz de la luna rielabachispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todoremo a la orilla opuesta. En aquella barca había creídodistinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que habíavisto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus máslocas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó alsuelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarlo para correr, ydesnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalaciónhacía el puente. Pensaba atravesarlo y llegar ala ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manriquellegó, jadeante y cubierto de sudor, a la entrada, ya los que habían atravesadoel Duero por la parte de San Saturio entraban en Soria por una de las puertasdel muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguasse retrataban sus pardas almenas. Aunque desvanecida su esperanzade alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por esonuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos.Fija en su mente esta idea, penetró en la población y, dirigiéndose hacia elbarrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura. Las calles de Soria eranentonces, y lo son todavía, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinabaen ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro,ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de corcel que piafandohacía sonar la cadena que lo sujetaba al pesebre en las subterráneascaballerizas. Manrique, con el oído atento aestos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de algunapersona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto; otras,voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momentoesperaba ver a su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio aotro. Por último, se detuvo al pie deun caserón de piedra; oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojoscon una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanasojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio se veía un rayo de luz templaday suave, que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color derosa, se reflejaba en el negruzco y agrietado paredón de la casa de enfrente. -No cabe duda; aquí vive midesconocida -murmuró el joven en voz baja y sin apartar un punto sus ojos de laventana gótica-; aquí vive... Ella entró por el postigo de San Saturio... Porel postigo de San Saturio se viene a este barrio... En este barrio hay una casadonde, pasada la medianoche, aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién, sinoella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a esas horas?...No hay más; ésta es su casa. En esta firme persuasión, yrevolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó elalba frente a la ventana gótica; de la que en toda la noche no faltó la luz niél separó la vista un momento. Cuando llegó el día, lasmacizas puertas del arco que daban entrada al caserón, y sobre cuya clave seveían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre losgoznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero apareció en el dintelcon un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando albostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo. Verlo Manrique y lanzarse a lapuerta, todo fue obra de un instante. -¿Quién habita en esta casa?¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo?Responde, animal -ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazoviolentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarlo un buenespacio de tiempo con los ojos espantados y estúpidos, le contestó con vozentrecortada por la sorpresa: -En esta casa vive el muyhonrado señor don Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor elrey, que, herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudadreponiéndose de sus fatigas. -Pero, ¿y su hija? -interrumpióel joven, impaciente-. ¿Y su hija, o su hermana, o su esposa, o lo que sea? -No tiene ninguna mujerconsigo. -¡No tiene ninguna!... Pues,¿quién duerme allí, en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder unaluz? -¿Allí? Allí duerme mi señordon Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta queamanece. Un rayo cayendo de improviso asus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estaspalabras. -Yo la he de encontrar, la hede encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla...¿En qué? Eso es lo que no podré decir...; pero he de conocerla. El eco de suspisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, unsolo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirandoflotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima;noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de sutraje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras. ¿Qué dijo?... ¿Quédijo?... ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso...; pero aun sin saberlo,la encontraré...; la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engañanunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; quehe pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastadomás de veinte doblas de oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dadoagua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto deanascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata, una noche demaitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que elextremo de sus hopalandas era el del traje de mi desconocida; pero noimporta...; yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramenteal trabajo de buscarla. ¿Cómo serán sus ojos?... Debende ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto losojos de ese color...; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí..., nohay duda: azules deben de ser, azules son seguramente, y sus cabellos, negros,muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquellanoche, al par que su traje, y eran negros...; no me engaño, no, eran negros. ¡Y qué bien hacen unos ojosazules muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, auna mujer alta...; porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles delas portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en unmisterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!... Su voz la heoído...; su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, ysu andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música. Y esa mujer,que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensacomo yo pienso, que gusta de lo que yo gusto, que odia lo que yo odio, que esun espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se hade sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como laamo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma? Vamos, vamos al sitio donde lavi la primera y única vez que la he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa comoyo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, secomplace en vagar por entre las ruinas en el silencio de la noche? Dos meses habían transcurridodesde que el escudero de don Antonio de Valdecuellos desengañó al ilusoManrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castilloen el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses durante loscuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor ibacreciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando,después de atravesar, absorto en estas ideas, el puente que conduce a losTemplarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de susjardines. La noche estaba serena yhermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y elviento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles. Manrique llegó al claustro,tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de susarcadas... Estaba desierto. Salió de él, encaminó sus pasoshacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella,cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo. Había visto flotar un instantey desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sussueños, de la mujer que ya amaba como un loco. Corre, corre en su busca; llegaal sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija losespantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblornervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo, yofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en unacarcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible. Aquella cosa blanca, ligera,flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos; pero había brillado a sus piesun instante, no más que un instante. Era un rayo de luna, un rayo deluna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuandoel viento movía las ramas. ... Habían pasado algunos años.Manrique, sentado en un sitial, junto a la alta chimenea gótica de su castillo,inmóvil casi, y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenasprestaba atención ni a las caricias de su madre ni a los consuelos de susservidores. -Tú eres joven, tú eres hermoso-le decía aquélla-. ¿Por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas unamujer a quien ames, y amándote pueda hacerte feliz? -¡El amor!... El amor es unrayo de luna -murmuraba el joven. -¿Por qué no despertáis de eseletargo? -le decía uno de sus escuderos-. Os vestís de hierro de pies a cabeza;mandáis desplegar al aire vuestro pendón de rico hombre, y marchamos a laguerra. En la guerra se encuentra la gloria. -¡La gloria!... La gloria es unrayo de luna. -¿Queréis que os diga unacantiga, la última que ha compuesto Mosén Arnaldo, el trovador provenzal? -¡No! ¡No! -exclamó el joven,incorporándose colérico en su sitial-. No quiero nada...; es decir, sí quiero:quiero que me dejéis solo... Cantigas..., mujeres..., glorias..., felicidad...,mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos anuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Paraencontrar un rayo de luna. Manrique estaba loco; por lomenos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura que loque había hecho era recuperar el juicio.


Volver a la Portada de Logo Paperblog