Revista Literatura

Cuento: "El Tren de la Carne de Medianoche· tomado de :"Los Libros Sangrientos I" de Clive Barker

Publicado el 04 abril 2012 por Fesb2011 @visitantemalign
Hoy les traigo un cuento tomado de la novela; Los Libros Sangrientos I: El Tren de la Carne de Medianoche de la pluma de Clive Barker.

El Tren de la Carne de Medianoche
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 Tomado de Los Libros Sangrientos IClive Barker (  Para móvil )
Leon Kaufman ya no era un recién llegado a la ciudad. El Palacio de losPlaceres, como la había llamado siempre, en sus días de inocencia. Pero eso fuecuando vivía en Atlanta, y Nueva York todavía era una especie de tierraprometida, donde era posible cualquier cosa, todo.Ahora había pasado tres meses y medio en la ciudad de sus sueños, y elPalacio de los Placeres le parecía menos placentero.¿Sólo había transcurrido realmente una estación desde que se bajó en laparada de autobuses de Port Authority y miró por la calle 42 en dirección a laintersección de Broadway? Un tiempo muy corto para perder tantas ilusionesacumuladas.Ahora se sentía avergonzado sólo de pensar en su ingenuidad. Se leponía mala cara al recordar cómo se había parado y había declarado en voz alta:«Nueva York, te quiero».¿Amor? Jamás.Habla sido un enamoramiento como mucho.Y ahora, después de sólo tres meses de vida con el objeto de su adoración,de pasar los días y noches en su presencia, éste había perdido su aureola deperfección.Nueva York tan sólo era una ciudad.La había visto despertarse por la mañana como una mujerzuela y sacarsehombres asesinados de entre los dientes y suicidios de la maraña de su pelo. Lahabía visto a altas horas de la noche, con sus sucios callejones cortejando sinpudor a la depravación. La había observado en las tardes abrasadoras, perezosay fea, indiferente a las atrocidades que se cometían cada hora en sus ahogadospasadizos.No era ningún Palacio de los Placeres.Alimentaba la muerte, no el placer.Siempre que se encontraba con alguien, éste huía violentamente; erancosas de la vida. Casi resultaba elegante haber conocido a alguien que hubieramuerto de forma violenta. Era una prueba de que se vivía en esa ciudad.Pero Kaufman había querido a Nueva York desde lejos durante casi veinteaños. Había planeado su aventura amorosa a lo largo de casi toda su vida deadulto. No le era fácil, por lo tanto, sacarse la pasión de encima, como sinunca la hubiera sentido. Aún había ocasiones, muy temprano, antes de queempezaran a sonar las sirenas de la policía, o al atardecer, en que Manhattanera un milagro.Por esos momentos, y en nombre de sus sueños, aún le concedía el favorde la duda, aunque se comportara peor que una dama. Ella no hacía sencilla esaindulgencia. En los pocos meses que Kaufman había pasado en Nueva York, suscalles se habían inundado con la sangre vertida.En realidad, no tanto las propias calles como los túneles bajo esascalles.«Matanza en el metro» era la expresión de moda del mes. Sólo en lasemana anterior se había informado de tres asesinatos. Los cuerpos sedescubrieron en uno de los vagones de metro de la Avenida de las Américas,acuchillados y con las entrañas vaciadas en parte, como si se hubierainterrumpido en plena labor a un eficiente empleado de un matadero. Losasesinatos eran tan absolutamente profesionales que la policía interrogaba acualquier hombre que hubiera estado relacionado con el gremio de loscarniceros. Eran vigiladas las plantas de empaquetado de carne en el puerto, yregistrados los mataderos en busca de pistas. Se prometió un rápido arresto,aunque no se realizó ninguno.Este reciente trío de cadáveres no iba a ser el único que sedescubriera en ese estado; el mismo día en que llegó Kaufman había aparecidouna noticia en The Times que era lacomidilla de todas las secretarias morbosas en la oficina.La historia contaba que un visitante alemán, perdido en la red demetros entrada la noche, se había encontrado un cuerpo en un vagón. La víctimaera una mujer de treinta años, muy atractiva, de Brooklyn. La habían despojadopor completo. De cada jirón de ropa, de todo artículo de joyería. Hasta de lospendientes de sus orejas.Más extraño que el hecho de que la desnudaran era la manera ordenada ysistemática en que habían doblado la ropa y la habían colocado, en bolsas deplástico separadas, sobre el asiento que estaba detrás del cadáver.No era obra de ningún navajero irracional. Se trataba de un cerebro muyorganizado: un lunático con un gran sentido de limpieza.Había más: más extraño aún que el cadáver hubiera sido desnudadocuidadosamente, era el ultraje que se había cometido con él. Los informespretendían –aunque el Departamento de Policía no lo confirmó–, que lo habíanafeitado minuciosamente. Le habían quitado todos los pelos: de la cabeza, delas ingles, de los sobacos; todos cortados y quemados sobre la carne. Le habíanarrancado incluso las cejas y las pestañas.Por último, habían colgado por los pies ese montón de carneabsolutamente desnudo de uno de los asideros del techo del vehículo y habíancolocado un cubo negro de plástico, forrado con una bolsa, también de plásticonegro, para recoger la sangre que goteaba lentamente de sus heridas.En ese estado, desnudo, afeitado, colgado y prácticamente desangrado,se había encontrado el cuerpo de Loretta Dyer.Era repugnante, meticuloso y profundamente desconcertante.No había habido violación, ni indicio alguno de tortura. Se habíadespachado rápida y eficazmente a la mujer como si fuera un trozo de carne. Yel carnicero aún andaba suelto.Los Padres de la Ciudad, en su sabiduría, declararon una suspensióncompleta de los informes de la prensa sobre la matanza. Se dijo que el hombreque había encontrado el cuerpo había sido objeto de detención preventiva enNueva Jersey, fuera de la vista de los curiosos periodistas. Pero la ocultaciónfracasó. Un policía codicioso había revelado los detalles sobresalientes a unreportero de The Times. Todo el mundoconocía ahora en Nueva York la horrible historia de las matanzas. Era un temade conversación en todas las cafeterías y bares; y, por supuesto, en el metro.Pero Loretta Dyer fue sólo la primera.Se habían encontrado otros tres cuerpos en circunstancias idénticas,aunque esta vez el trabajo había quedado claramente interrumpido. No se habíanafeitado todos los cuerpos, ni les habían cortado las yugulares paradesangrarlos. Había otra diferencia más significativa en el descubrimiento: nofue un turista quien los descubrió por la noche; lo decía un informe de The New York Times.Kaufman examinó el informe que cubría la primera página del periódico.No tenía ningún interés morboso por el asunto, a diferencia de su compañero demostrador en la cafetería. Sólo sentía una ligera repugnancia, que le hizoapartar su plato de huevos demasiado cocidos. Era simplemente una prueba más dela decadencia de la ciudad. No podía divertirse con su enfermedad.Con todo, como ser humano no conseguía ignorar por completo losdetalles sangrientos de la página que tenía enfrente. El artículo no erasensacionalista, pero la sencilla claridad del estilo hacía más espantoso eltema. Tampoco pudo evitar el imaginarse qué hombre habría detrás de esasatrocidades. ¿Era un psicótico suelto, o eran varios, y cada uno de ellosaspiraba a imitar el asesinato original? Tal vez ése sólo fuera el principiodel horror. A lo mejor le seguirían más asesinatos, hasta que por fin elasesino, confiado o exhausto, cometiera una imprudencia y fuera apresado. Hastaentonces la ciudad, la adorada ciudad de Kaufman, viviría en un estadointermedio entre la histeria y el éxtasis.Al lado de su codo, un hombre con barba le tiró el café.–¡Mierda! –dijo.Kaufman se movió sobre su taburete para esquivar el goteo de café quecaía de la barra.–¡Mierda! –volvió a decir el hombre.–No pasa nada –dijo Kaufman.Miró al hombre con una expresión ligeramente desdeñosa. El torpebastardo estaba intentando achicar el café con una servilleta que se quedabahecha pegotes.Kaufman se encontró pensando si ese zoquete, con sus mejillas coloradasy su barba descuidada, sería capaz de asesinar. ¿Había algún indicio en esacara sobrealimentada, alguna pista en la forma de su cabeza o en el movimientode sus pequeños ojos que revelara su auténtica naturaleza?El hombre habló.–¿Quiere otro?Kaufman sacudió la cabeza.–Café. Normal. Solo –le dijo el zoquete a la chica de detrás delmostrador. Ésta levantó la mirada de la parrilla cuya grasa fría limpiaba.–¿Huh?–Café. ¿Estás sorda?El hombre sonrió a Kaufman.–Sorda –dijo.Éste se dio cuenta de que le faltaban tres dientes en la mandíbulainferior.–Tiene mala pinta, ¿eh? –dijo.¿A qué se refería? ¿Al café? ¿A la ausencia de dientes?–Tres personas así. Acuchilladas. Kaufman asintió.–Te hace pensar –dijo.–Claro.–Quiero decir, ¿es un encubrimiento, no? Saben quién lo hizo.«Esta conversación es ridícula», pensó Kaufman. Se quitó las gafas ylas guardó en el bolsillo: la cara de la barba ya no estaba a la vista. Por lomenos eso era un progreso.–Bastardos –dijo–. Jodidos bastardos, todos ellos. Le apostaríacualquier cosa a que es un encubrimiento.–¿De qué?–Tienen las jodidas pruebas: simplemente nos están manteniendo en lajodida ignorancia. Hay algo en todo esto que no es humano.Kaufman comprendió. El zoquete estaba haciendo alarde de una teoría deconspiración. Las había oído con frecuencia: una panacea.–Mire, hacen experimentos genéticos y se les van de las manos. Podríanestar criando jodidos monstruos por lo poco que sabemos. Hay algo en todo estoque no nos contarán. Encubrimiento, como le digo. Me jugaría cualquier cosa.A Kaufman le pareció atractiva la seguridad del hombre. Monstruos alacecho. Seis cabezas: una docena de ojos. ¿Y por qué no?Él sabía por qué no. Porque eso disculpaba a su ciudad: la sacaba delapuro. Y creía de corazón que los monstruos que se iban a encontrar en lostúneles eran perfectamente humanos.El hombre de la barba tiró el dinero sobre el mostrador y se levantó,deslizando su gordo trasero del manchado taburete de plástico.–Probablemente un jodido policía –dijo, como conjetura de despedida–.Intentó hacerse el jodido héroe y, en vez de eso, se convirtió en un jodidomonstruo. –Sonrió grotescamente–. Me apostaría cualquier cosa –añadió, y saliófuera torpemente sin decir nada más.Kaufman respiró despacio por la nariz, sintiendo que se aplacaba latensión de su cuerpo.Odiaba estas confrontaciones: le hacían sentirse mudo e inútil. Cuandose paraba a pensar en ello, odiaba a este tipo de hombres: el bruto testarudoque Nueva York criaba tan bien.
Iban a ser las seis cuando se despertó Mahogany. La lluvia matinal sehabía convertido con el ocaso en una ligera llovizna. El aire era todo lolimpio que se podía esperar de Manhattan. Se estiró en la cama, tiró la mantasucia y se levantó para ir al trabajo.En el cuarto de baño la lluvia caía sobre la caja del acondicionador deaire, llenando el piso de un rítmico sonido de palmadas. Enchufó la televisiónpara que cubriera el ruido, sin interés por lo que pudiera ofrecer.Se acercó a la ventana. La calle, seis pisos por debajo, estabaatestada de tráfico y de gente.Después de un duro día de trabajo, Nueva York regresaba a casa: ajugar, a hacer el amor. La gente salía en tropel de las oficinas y se metía ensus coches. Algunos estaban irritables después de un día de trabajo agotador enuna oficina mal ventilada; otros, mansos como corderos, erraban por lasavenidas en dirección a casa, acompañados por una incesante corriente de cuerpos.Otros, por último, entraban apretujados al metro, ciegos a las pintadas de lasparedes, sordos al parloteo de sus propias voces y al frío estruendo de lostúneles.A Mahogany le gustaba pensar en eso. Él no era, después de todo, unodel montón. Podía asomarse a la ventana y mirar a un millar de cabezas pordebajo suyo, sabiendo que era un hombre escogido.Tenía tareas que cumplir, por supuesto, como la gente de la calle. Perosu trabajo no era como la faena absurda de éstos, se parecía más a una obligaciónsagrada.También necesitaba vivir, dormir y defecar, como ellos. Pero no era lanecesidad pecuniaria lo que le motivaba, sino las exigencias de la historia.Estaba dentro de una tradición, que se remontaba más allá de América.Era un cazador nocturno: como Jack el Destripador, Gilles de Rais, unaencarnación viviente de la muerte, un espectro con cara humana. Atormentaba lossueños y provocaba terrores.La gente que estaba por debajo de él no podía conocer su cara; ni sehabría molestado en mirarlo dos veces. Pero él los capturaba y calibraba con lamirada, seleccionando sólo a los más maduros del desfile, escogiendo sólo a lossanos y jóvenes para que sucumbieran bajo su cuchillo santificado.A veces Mahogany deseaba revelar su identidad al mundo, pero teníaresponsabilidades y éstas pesaban mucho sobre él. No podía esperar la fama. Lasuya era una vida secreta, y sólo por orgullo deseaba reconocimiento.Después de todo, pensaba, ¿saluda la vaca al carnicero cuando latearrodillada ante él?En resumidas cuentas, estaba contento. Formar parte de la grantradición era suficiente, y siempre debería serlo.Recientemente, sin embargo, se habían producido descubrimientos. Noeran culpa suya, naturalmente. Nadie podía achacárselo. Pero fue una malatemporada. La vida no era tan fácil como lo había sido hacia diez años. Erabastante viejo, por supuesto, y eso hacía más agotador el trabajo; lasobligaciones cada vez pesaban más sobre sus hombros. Era un hombre escogido, yése era un privilegio con el que resultaba difícil vivir.De vez en cuando se preguntaba si no sería hora de pensar en entrenar aun hombre más joven para esos menesteres. Tendría que consultarlo con lospadres, pero tarde o temprano habría que encontrar a un sustituto; le parecíaque era un desperdicio criminal de su experiencia no tomar un aprendiz a sucargo.¡Podía legar tantas alegrías! Los trucos de su extraordinario oficio.La mejor forma de acechar, de cortar, de desnudar, de sangrar. Cómo encontrarla mejor carne requerida. El modo más simple de disponer los restos. ¡Tantosdetalles, tanta experiencia acumulada!Mahogany entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Almeterse en ella se miró el cuerpo. La pequeña barriga, los pelos de su pechohundido que encanecían, las cicatrices y granos que salpicaban su pálida piel.Se estaba haciendo viejo. Sin embargo, esa noche, como todas las demás, teníaun trabajo que hacer...
Kaufman se precipitó en la oficina con su bocadillo, ajustando eldobladillo del cuello y quitándose del pelo el agua de la lluvia. El reloj quehabía encima del ascensor marcaba las siete y dieciséis. Trabajaría sólo hastalas diez.El ascensor lo llevó hasta el piso decimosegundo, a las oficinas dePappas. Cruzó descontento el laberinto de despachos vacíos y máquinasencapuchadas hacia su pequeño territorio, que todavía estaba iluminado. Lasmujeres que limpiaban las oficinas estaban charlando en el pasillo: por lodemás, el local estaba desierto.Se sacó el abrigo, sacudió la lluvia lo mejor que pudo y lo colgó.Luego se sentó frente a los montones de pedidos con los que habíaestado lidiando casi tres días y se puso a trabajar. Sólo le haría falta unanoche más de dedicación, estaba seguro, para hacer la parte más complicada, yle resultaba más fácil concentrarse sin el tableteo incesante de mecanógrafas ymáquinas de escribir por todos lados.Desenvolvió el jamón en pan integral con mayonesa adicional y sedispuso a pasar la tarde.
Ya eran las nueve.Mahogany estaba vestido para la salida nocturna. Llevaba su sobriotraje habitual con la corbata marrón bien anudada, los gemelos de plata (regalode su primera esposa) puestos en las mangas de su camisa inmaculadamenteplanchada, el pelo, fino, reluciente de brillantina, las uñas cortadas ylimadas y la cara lavada con colonia.Su bolsa estaba a punto. Las toallas, los instrumentos y su delantal demallas.Comprobó qué aspecto tenía ante el espejo. Pensó que aún podía pasarpor un hombre de cuarenta y cinco años, cincuenta como máximo.Al inspeccionarse la cara se acordó de su deber. Ante todo debía tenercuidado. Habría ojos observándole a cada paso del camino, espiando su actuaciónnocturna y juzgándola. Tenía que salir como un inocente, sin despertarsospechas.Si sólo supieran..., pensó. La gente que andaba, corría y saltaba a suespalda en la calle: que chocaban con él sin pedirle perdón: que se cruzabancon su mirada despreciándolo: que se sonreían ante esa masa que parecíaincómoda dentro de un traje que le quedaba mal. Si ellos supieran lo que hacía,quién era y qué llevaba.Cuidado, se dijo, y apagó la luz. El piso estaba a oscuras. Fue a lapuerta y la abrió, acostumbrado a andar entre tinieblas: era feliz en ellas.Los nubarrones habían desaparecido por completo. Mahogany se dirigiópor Amsterdam hacia el metro de la calle 145. Esta noche volvería a coger laAvenida de las Américas, su línea favorita, y a menudo la más productiva.Bajó las escaleras del metro con el billete en la mano. Cruzó laspuertas automáticas. El olor de los túneles ya estaba en sus fosas nasales. Noera el olor de los túneles profundos, por supuesto; ése tenía un aromaexclusivo. Pero hasta en el aire viciado de esta línea poco profunda serespiraba tranquilidad. La respiración regurgitada de un millón de viajeroscirculaba por ese laberinto, mezclándose con el de criaturas mucho mayores;cosas con voces pastosas como la arcilla, cuyos apetitos eran abominables.Cuánto le gustaba. El aroma, la oscuridad, el estruendo.Se quedó de pie en el andén y escrutó críticamente a sus compañeros deviaje. Estuvo contemplando uno o dos cuerpos, pero tenían tanta escoria encimaque pocos merecían ser perseguidos. Los estropeados físicamente, los obesos,los enfermos, los cansados. Cuerpos destrozados por los abusos y laindiferencia. Como profesional le ponía enfermo, aunque comprendía la debilidadque echaba a perder lo mejor de los hombres.Se demoró en la estación más de una hora, paseando entre los andenesmientras los trenes iban y venían, iban y venían, y la gente con ellos. Habíatan poca calidad por todas partes que era desalentador. Parecía que cada díatuviera que esperar más y más para encontrar carne digna de uso.Ya eran casi las diez y media y no había visto a una sola criatura quefuera ideal para el sacrificio.No importa, se dijo; todavía quedaba tiempo. Muy pronto saldría lariada del teatro. Siempre proporcionaba uno o dos cuerpos robustos. Laintelectualidad bien alimentada, sosteniendo los resguardos de sus billetes yopinando sobre los entretenimientos del arte; sí, habría algo ahí.De lo contrario, y había noches en que parecía que no encontraría nuncanada apropiado, tendría que ir al centro y arrinconar a una pareja de amantesnoctámbulos, o encontrar a un par de atletas recién salidos de un gimnasio.Siempre garantizaban un buen material, aunque con especímenes tan sanos secorría el riesgo de encontrar resistencia.Recordó haber capturado hacía un año o más a un par de machos negros,puede que con cuarenta años de diferencia, a lo mejor padre e hijo. Se habíanresistido con navajas y él tuvo que permanecer seis meses hospitalizado. Habíasido un encontronazo muy duro, que le hizo dudar de sus habilidades. Peor aún,le hizo pensar qué habrían hecho sus amos con él de haber sufrido una heridafatal. ¿Lo habrían mandado a su familia en Nueva Jersey y le habrían dado undecente entierro cristiano? ¿O hubieran tirado su cadáver a las tinieblas, parasu propio uso?El titular del New York Post abandonadoen el asiento de enfrente le llamó la atención: «Toda la policía movilizada paracapturar al asesino». No pudo reprimir una sonrisa. Sus ideas de fracaso,debilidad y muerte se evaporaron. Después de todo, él era ese hombre, eseasesino, y esa noche la idea de que lo atraparan era ridícula. Al fin y alcabo, ¿no estaba su profesión sancionada por las máximas autoridades posibles?Ningún policía podía apresarlo, ningún tribunal juzgarlo. Las mismas fuerzas dela ley y el orden que armaban tanto alboroto con su persecución servían a susamos igual que él; estuvo por desear que algún policía insignificante locapturara y lo llevara en triunfo ante el juez, sólo para ver qué cara poníancuando les llegara la voz desde la oscuridad de que Mahogany era un hombreprotegido por encima de todas las leyes de los códigos.Eran las diez y media pasadas. El desfile de los espectadores de teatrohabía empezado, pero de momento no había nada prometedor. De todas formas lehabría gustado dejar pasar al gentío: seguir simplemente hasta el final de lalínea a una o dos piezas escogidas. Esperaba el momento oportuno, comocualquier cazador prudente.
Kaufman aún no había acabado hacia las once, una hora después de cuandose había prometido irse. Pero la exasperación y el aburrimiento estabanhaciendo más difícil el trabajo, y las páginas de números que tenía delanteempezaron a volverse borrosas. A las once y diez tiró su pluma y admitió laderrota. Se frotó los ojos –irritados– con las palmas de las manos hasta que lacabeza se le llenó de colores.–¡Joder! –dijo.Nunca decía tacos en público. Pero de cuando en cuando decirse joder así mismo era un gran consuelo. Salió de la oficina con el abrigo empapado sobreel brazo y se dirigió al ascensor. Sus miembros parecían drogados y apenaspodía mantener abiertos los ojos.Fuera hacía más frío de lo que había previsto, y el aire lo sacó unpoco de su letargo. Anduvo en dirección a la parada de metro de la calle 34.Cogería un expreso hacia Far Rochaway. Estaría en casa en una hora.
Ni Kaufman ni Mahogany lo sabían, pero en la estación de la calle 96,la policía había arrestado al que tomaron por el Asesino del Metro,acorralándolo en uno de los trenes de la parte alta de la ciudad. Un hombrepequeño, de origen europeo, armado con un martillo y una sierra, habíaarrinconado a una joven en el segundo vagón y la había amenazado con partirlapor la mitad en nombre de Jehová.Parecía dudoso que fuera capaz de cumplir su amenaza. Tal como fueronlas cosas, no tuvo ocasión. Mientras el resto de los pasajeros (incluyendo ados marines) observaban, la presunta víctima asestó una patada al hombre en lostestículos. Se le cayó el martillo. Ella lo recogió y le rompió con él lamandíbula inferior y el pómulo derecho antes de que se interpusieran losmarines.Cuando el tren paró en la 96, la policía estaba preparada para arrestaral Carnicero del Metro. Se precipitaron al vagón en tropel, chillando comohadas y asustados como demonios. El Carnicero yacía en un rincón del vagón conla cara hecha pedazos. Lo sacaron de ahí, triunfantes. La mujer, después delinterrogatorio, se fue a casa con los marines.Iba a resultar una distracción útil, aunque Mahogany no lo pudo saberen su momento. A la policía le costó la mayor parte de la noche determinar laidentidad del prisionero, especialmente porque con la mandíbula destrozada sólopodía babear. A las tres y media un tal capitán Davis, que se incorporaba altrabajo, identificó al hombre como un vendedor de flores jubilado del Bronxllamado Hank Vasarely. Hank, según parecía, era arrestado con regularidad porconducta intimidatoria y ademanes deshonestos, todo en nombre de Jehová. Lasapariencias engañaban: era probablemente tan peligroso como el conejito dePascua. Éste no era el Asesino del Metro. No obstante, cuando los policías lodescubrieron, Mahogany ya había acabado con su tarea desde hacía tiempo.
Eran las once y cuarto cuando Kaufman subió al expreso en dirección aMott Avenue. Compartió el vagón con dos viajeros más. Uno era una mujer negrade mediana edad con un abrigo púrpura, el otro, un adolescente pálido, lleno deacné, que observaba con mirada extraviada la pintada del techo: «Besa mi blancoculo».Kaufman iba en el primer vagón. Tenía treinta y cinco minutos de viajepor delante. Dejó que sus ojos se cerraran, tranquilizado por el bamboleorítmico del tren. Era un viaje tedioso y estaba cansado. No vio apagarse,parpadeando, las luces del segundo vagón. Tampoco vio la cara de Mahogany,mirando por la puerta entre los vagones, buscando más carne.En la calle 14 la mujer negra salió. No entró nadie.Kaufman abrió un momento los ojos, reconociendo el andén vacío de la14, y luego los volvió a cerrar. Las puertas se cerraron con un silbido. Estabavagando entre la conciencia y el sueño y sentía un revoloteo de sueñosnacientes en la cabeza. Era una sensación agradable. El tren se puso otra vezen marcha, traqueteando por entre los túneles.Quizá percibió a medias que detrás de su cabeza adormilada habíanabierto las puertas que separaban el segundo vagón del primero. Quizá sintió laráfaga súbita de aire del túnel y se dio cuenta de que el ruido de las ruedasfue más fuerte durante un rato. Pero decidió ignorarlo.Quizás oyó la pelea en que Mahogany sometió al joven de miradaextraviada. Pero el ruido era demasiado lejano y la perspectiva de sueñodemasiado tentadora. Siguió adormecido.Por alguna razón soñó con la cocina de su madre. Estaba cortandorábanos y sonriendo con dulzura al cortarlos. Él aún era pequeño y le miraba lacara radiante mientras trabajaba. Cortar. Cortar. Cortar.De pronto abrió los ojos. Su madre se desvaneció. El vagón estaba vacíoy el joven se había ido.¿Cuánto tiempo había dormitado? No se acordó de que el tren paraba enla calle 4, oeste. Se levantó con la cabeza somnolienta y estuvo a punto decaerse cuando el tren se agitó violentamente. Parecía que iba a una velocidadconsiderable. Tal vez el conductor quería llegar a casa, arroparse en la camacon su mujer. Iba a todo gas; en realidad era sumamente aterrador.La ventana entre los dos vagones tenía una cortina bajada que antes nolo estaba, según creía recordar. Una ligera inquietud se apoderó de la mentedespierta de Kaufman. ¿Y si hubiera dormido mucho rato y el vigilante no lohubiera visto en el vagón? A lo mejor habían pasado Far Rockaway y el tren sedirigía a toda prisa a donde quiera que los llevaran de noche.–¡Joder! –dijo en voz alta.¿Debería ir a la cabina y preguntarle al conductor? Era una preguntacompletamente estúpida: ¿dónde estoy? A esas horas de la noche, ¿podía esperaralgo más que una sarta de insultos a modo de respuesta?Entonces el tren empezó a aminorar la marcha.Una estación. Sí, una estación. El tren salió del túnel a la sucia luzde la parada de la calle 4, oeste. No se había pasado ninguna de largo.Entonces ¿dónde se había metido el chico?O había hecho caso omiso del aviso que había en la pared del vagón, queprohibía el cambio de vagones durante el trayecto, o se había ido delante, a lacabina del conductor. Probablemente estaría todavía entre sus piernas, pensóKaufman, con los labios abarquillados. Había precedentes. Éste era el Palaciode los Placeres, después de todo, y todo el mundo tenía derecho a un poco deplacer en la oscuridad.Se encogió de hombros. ¿Qué le importaba dónde se hubiera metido elchico?Las puertas se cerraron. No había subido nadie al tren. Cambió de víadespués de la estación, las luces parpadearon al utilizar el tren más corrientepara recuperar un poco de velocidad.Kaufman notó que le volvían las ganas de dormir, pero el miedo súbitode haberse perdido había inyectado adrenalina en su sistema y sus miembroshormigueaban de tensión nerviosa.Sus sentidos también se habían agudizado.Incluso por encima del estrépito y del estruendo de las ruedas sobrelas vías oía un ruido de desgarrones de ropa procedente del vagón contiguo.¿Alguien se estaría rasgando la camisa?Se levantó, agarrándose a una de las correas para conservar elequilibrio.La ventana entre un vagón y otro estaba tapada del todo por la cortina,pero se quedó mirándola, ceñudo, como si pudiera descubrir de repente la visiónde rayos X. El vagón avanzaba tambaleándose. Era como volver a viajar deverdad.Otro ruido de desgarrones.¿Sería una violación?Con un vago interés de mirón se acercó por el oscilante vagón hacia lapuerta intermedia, esperando que la cortina tuviera alguna grieta. Sus ojos aúnestaban fijos en la ventana, y no se dio cuenta de las salpicaduras de sangreque estaba pisando.Hasta que...... su talón resbaló. Miró hacia abajo. Su estómago vio la sangre casiantes que su cerebro, y el jamón con pan integral se le atascó a mitad decamino de la garganta. Sangre. Tragó varias bocanadas de aire viciado y apartóla vista; miró de nuevo a la ventana.Su cabeza no dejaba de repetir: sangre. No podía pensar en otra cosa.Ahora no había más que un par de metros entre él y la puerta. Teníasangre en el zapato y había un pequeño reguero hasta el vagón de al lado, peroa pesar de todo tenía que mirar.Tenía que hacerlo.Dio dos pasos más en dirección a la puerta y escudriñó la cortinabuscando un rasguño: una hebra descosida sería suficiente. Había un pequeñoagujero. Pegó el ojo a él.Su cerebro se negaba a admitir lo que sus ojos estaban viendo al otrolado de la puerta. Rechazaba el espectáculo por absurdo, como si fuera unaensoñación. Su razón decía que no podía ser real, pero su instinto le decía quesí lo era. El cuerpo se le quedó rígido de terror. Sus ojos no podían dejar demirar sin pestañear lo que había detrás de la cortina. Se quedó en la puertamientras el tren seguía traqueteando; entretanto la sangre se le iba de lasextremidades y su cerebro se mareaba por falta de oxígeno. Se le encendieronmanchas brillantes en la vista, emborronando la atrocidad.Luego se desmayó.Estaba inconsciente cuando el tren llegó a Jay Street. Permaneció sordoal aviso del conductor de que todos los que fueran más allá de esa paradatenían que cambiar de tren. Si lo hubiera oído se habría preguntado qué queríadecir. Ningún tren vomitaba todos sus pasajeros en Jay Street; la línea seguíahasta Mott Avenue, pasando por el hipódromo del Acueducto, después delaeropuerto JFK. Habría ido a preguntar qué clase de tren era ése. Sólo que yalo sabía. La verdad colgaba del vagón de al lado. Sonreía satisfecha desdedetrás de un delantal de mallas ensangrentado.Éste era el tren de la carne de medianoche.
En un desmayo absoluto no se controla el tiempo. Pudieron pasarsegundos u horas antes de que los ojos de Kaufman volvieron a abrirse,parpadeando, y su espíritu recapacitó sobre esta nueva situación.Estaba tumbado bajo uno de los asientos, recostado a lo largo de lavibrante pared del vagón, a salvo de miradas. El destino debía estar de suparte hasta ahora, pensó: de alguna manera el tambaleo del vagón debía haberdesplazado su cuerpo inconsciente.Pensó en el horror del segundo vagón y volvió a tragarse el vómito.Estaba solo. Donde quiera que estuviera el vigilante (tal vez asesinado), notenía forma de pedir ayuda. ¿Y el conductor? ¿Estaba muerto junto a los mandos?¿Estaría el tren precipitándose ahora mismo por un túnel desconocido, un túnelsin una sola estación que permitiera identificarlo, hacia su destrucción?Y, si no había ningún accidente en que morir, siempre quedaba elCarnicero, que todavía daba puñaladas, separado tan sólo por una puerta dedonde Kaufman estaba tumbado.Mirara donde mirara, el nombre que estaba escrito en cada puerta era«muerte».El ruido era ensordecedor, especialmente en el suelo. Los dientes letemblaban en los alveolos y su cara estaba entumecida por las vibraciones;incluso el cráneo le dolía.Poco a poco fue notando que le volvía la fuerza a los exhaustosmiembros. Estiró con cuidado los dedos y se apretó los puños para que la sangrecorriera de nuevo.Y a medida que volvía en sí sentía otra vez náuseas. Seguíarepresentándose la espantosa brutalidad del vagón contiguo. En ocasiones habíavisto fotografías de víctimas asesinadas, por supuesto, pero éstos no eranasesinatos vulgares. Estaba en el mismo tren que el Carnicero del Metro, elmonstruo que colgaba de las correas a sus víctimas por los pies, afeitadas ydesnudas.¿Cuánto tiempo pasaría hasta que el asesino cruzara esa puerta y loencontrara? Estaba seguro de que si no lo mataba el Carnicero lo haría laespera.Oyó movimientos del otro lado de la puerta.Venció su instinto. Kaufman se apretujó todavía más bajo el asiento yse arrebujó en una pequeña bola, con la cara blanca y mareada vuelta hacia lapared. Luego se cubrió la cabeza con las manos y cerró los ojos tan fuerte comoun niño aterrorizado por el coco.La puerta se abrió con un silbido. Clic. Shsss. Entró una bocanada deaire de los raíles. Olía más raro que cualquier cosa que hubiera olido antes: yera más frío. Fue como un aire primitivo para sus fosas nasales, un aire hostile insondable. Le hizo estremecerse.La puerta se cerró. Clic.El Carnicero estaba cerca, Kaufman lo sabía. No podía estar más que aunos cuantos centímetros de donde él se encontraba.¿Estaría incluso ahora mirando hacia abajo, hacia su espalda? ¿Ahoramismo, inclinándose, navaja en mano, para sacarlo de su escondite como a uncaracol de su concha?No pasó nada. No sintió ningún aliento sobre su cuello. Su espinadorsal no estaba abierta en canal.Sólo hubo un ligero ruido de pisadas cerca de su cabeza; luego, esemismo sonido disminuyó.Kaufman expulsó la respiración –contenida en los pulmones hasta que ledolieron–, con un chirrido entre los dientes.Mahogany casi se sentía decepcionado porque el hombre dormido sehubiera bajado en la calle 4, oeste. Estaba deseando un trabajo más esa nochepara distraerse hasta que bajaran. Pero no: el hombre se había ido. De todasformas, la víctima potencial no parecía demasiado sana, pensó para susadentros, probablemente era un anémico contable judío. La carne no habría sidode calidad. Recorrió todo el vagón hasta la cabina del conductor. Pasaría ahíel resto del viaje.«¡Cielos!», pensó Kaufman, «va a matar al conductor.»Oyó abrirse la puerta de la cabina. Luego la voz del Carnicero: baja yronca.–Hola.–Hola.Se conocían.–¿Trabajo hecho?–Trabajo hecho.Le sorprendió la banalidad del diálogo. ¿Trabajo hecho? ¿Quésignificaba «trabajo hecho»?Se perdió las pocas palabras restantes porque el tren pasó por un tramoespecialmente ruidoso de la vía.No pudo resistirse más tiempo a mirar. Se desdobló cautelosamente yechó una ojeada por encima del hombro hasta el fondo del vagón. Todo lo quepudo ver fueron las piernas del Carnicero y la base de la puerta abierta de lacabina. ¡Maldición! Quería volver a ver la cara del monstruo.Se oyeron risas.Kaufman meditó los riesgos de su situación: la matemática del pánico.Si se quedaba donde estaba, tarde o temprano el Carnicero lo sorprendería, y élse convertiría en carne picada. Por otra parte, si salía de su escondite, searriesgaba a que lo vieran y le persiguieran. ¿Qué era peor: la inmovilidad, yencontrarse la muerte atrapado en un agujero, o la tentativa de fuga, yenfrentarse a su Hacedor en mitad del vagón?A Kaufman le sorprendió su propio arrojo: se movería.Salió infinitesimalmente despacio de debajo del asiento, arrastrándose yvigilando constantemente al hacerlo la espalda del Carnicero. Una vez fuera,empezó a reptar hacia la puerta. Cada paso que daba era un tormento, pero elCarnicero parecía demasiado absorto en la conversación para darse la vuelta.Había alcanzado la puerta. Empezó a levantarse, intentando prepararsepara lo que vería en el vagón número dos. Agarró el pomo y abrió la puerta consuavidad.El ruido de los raíles aumentó, y le llegó una ola de aire malsano, queno apestaba a nada terrestre. Seguro que el Carnicero lo oía, ¿o lo olía?Seguro que se daría la vuelta...Pero no. Kaufman se deslizó por la rendija que había abierto y seadentró en la cámara sangrienta.El alivio lo volvió imprudente. Se olvidó de echar el picaporte tras ély la puerta empezó a abrirse suavemente con el zarandeo del tren.Mahogany sacó la cabeza de la cabina y miró por el vagón hacia lapuerta.–¿Qué narices es eso? –dijo el conductor.–No cerré bien la puerta. Eso es todo.Kaufman oyó al Carnicero dirigirse hacia ella. Se agazapó, hecho unabola de consternación, contra la pared intermedia, consciente de repente decuán cargadas tenía las tripas. La puerta se cerró desde el otro lado y lospasos se volvieron a alejar.Salvado, al menos por un momento.Abrió los ojos, intentando permanecer insensible al espectáculo de lamatanza que tenía delante.No había forma de lograrlo.Embriagaba cada uno de sus sentidos: el olor de entrañas abiertas, lavista de los cuerpos, la sensación de líquido sobre el suelo, bajo sus pies, elruido de las correas crujiendo por el peso de los cadáveres, hasta el aire, quesabía salado de sangre. Estaba a solas con la muerte en ese cuchitril,precipitándose por la oscuridad,Pero ya no sentía náuseas, Sólo una repugnancia ocasional. Incluso sevio inspeccionando los cuerpos con cierta curiosidad.El cadáver más cercano a él eran los restos del joven cubierto deespinillas que había visto en el vagón número uno. El cuerpo colgaba cabezaabajo, meciéndose adelante y atrás al ritmo del tren al unísono con sus trescompañeros; una obscena danza macabra. Sus brazos se columpiaban, fláccidos, delas articulaciones de los hombros, en las que se habían practicado cuchilladasde una pulgada o dos de profundidad para que los cuerpos se balancearan con máselegancia.Todas las partes de la anatomía del muchacho oscilaban de formahipnótica. La lengua, colgando de la boca abierta. La cabeza, bailoteando delcuello rajado. Incluso el pene del joven se sacudía de lado a lado de susingles desolladas. De la herida de la cabeza y de la yugular aún manaba sangreen un cubo negro. Había cierta elegancia en el conjunto: la impronta de untrabajo bien hecho.Detrás de este cuerpo estaban los cadáveres ahorcados de dos jóvenesmujeres blancas y de un hombre de piel oscura. Inclinó la cabeza a un lado paramirarles las caras. No tenían expresión. Una de las chicas era una belleza.Decidió que el hombre era un puertorriqueño. Todos tenían la cabeza y el vellocorporal rapado. En realidad aún había un olor acre en el aire, de rapado. Kaufmanse levantó deslizándose por la pared y, al hacerlo, el cuerpo de una mujer sedio la vuelta, presentando la parte dorsal.No estaba preparado para este nuevo horror.Habían abierto la carne de la espalda en canal desde el cuello hastalas nalgas y separado los músculos para exponer las vértebras relucientes. Erael triunfo final de la obra del Carnicero. Ahí colgaban esas tajadas dehumanidad, afeitadas, sangradas y rajadas, abiertas como peces y listas paraser devoradas.Estuvo a punto de sonreírse ante la perfección de ese horror. Sintió unarrebato de locura en la base del cráneo, tentándolo al olvido, prometiéndoleuna absoluta indiferencia ante el mundo.Empezó a temblar incontrolablemente. Notó cómo sus cuerdas vocalestrataban de formar un grito. Era intolerable: y sin embargo, gritar eraconvertirse en poco tiempo en una de las criaturas que tenía delante.–Joder–dijo, más alto de lo que quería, y luego, apartándose de lapared, echó a andar por el vagón entre los cadáveres oscilantes, observando loscuidadosos montones de ropas y pertenencias depositados detrás de suspropietarios, en los asientos. Bajo sus pies, el suelo estaba pegajoso de bilissecándose. Aun sin hacer caso de las rajas podía ver con demasiada claridad lasangre de los cubos: estaba espesa y embriagadora, con grumos de coágulosflotando dentro.Ya había sobrepasado al chico y veía la puerta del vagón número tresante él. Todo lo que tenía que hacer era huir de ese montón de atrocidades. Seanimó a seguir avanzando, procurando ignorar esos horrores y concentrarse en lapuerta que lo devolvería a la cordura.Había pasado a la primera mujer. Unos pocos metros más, se dijo, diezpasos como máximo, menos si andaba con tranquilidad.Entonces se apagaron las luces.–¡Dios mío! –exclamó.El tren dio un bandazo y Kaufman perdió el equilibrio.En la oscuridad más absoluta buscó un apoyo y, sacudiendo los brazos,abrazó el cuerpo que tenía al lado. Antes de que pudiera evitarlo, notó que susmanos se hundían en la tibia carne y sus dedos asían el borde de músculo quetenía la mujer abierto en la espalda, tocando con las yemas el hueso de laespina dorsal. Su mejilla rozaba la carne pelada del muslo.Gritó y, justo al gritar, las luces se volvieron a encenderparpadeando.Según volvía la luz y se apagaba su grito, oyó el ruido de los pasosdel Carnicero acercándose a lo largo del vagón número uno en dirección a lapuerta intermedia.Soltó el cuerpo al que estaba abrazado. Tenía la cara manchada por lasangre de la pierna. Podía sentirla en la mejilla; era como pintura de guerra.El grito le había despejado la cabeza, y sintió que le invadía unaespecie de fuerza. No habría persecución por el tren, lo sabía: no habríacobardía, ahora no. Éste iba a ser un enfrentamiento primitivo; dos seres humanos,cara a cara. Y utilizaría todos los trucos que se le ocurrieran –todos– paravencer a su enemigo. Era, pura y simplemente, cuestión de supervivencia.El pomo de la puerta vibró. Kaufman buscó un arma a su alrededor, conuna mirada tranquila y calculadora. Su vista recayó en la pila de ropas queestaba detrás del cuerpo del puertorriqueño. Ahí había una navaja tirada entresortijas de diamantes falsos y cadenas de oro de imitación. Un arma de filolargo, inmaculadamente limpia, probablemente motivo de orgullo de ese hombre.Pasando el cuerpo musculoso, la arrancó del montón. Le reconfortó la mano; sinduda era muy emocionante.La puerta se abría, y asomó la cara del asesino.Kaufman miró por entre el matadero a Mahogany. No era excesivamentecorpulento; sólo otro cincuentón medio calvo y demasiado gordo. Su cara era derasgos duros; los ojos, hundidos. Tenía la boca pequeña y de labios delicados.En realidad era una boca de mujer.Mahogany no conseguía imaginar de dónde había salido ese intruso, perose dio cuenta de que se trataba de un nuevo descuido, otro signo de sucreciente incompetencia. Debía despachar inmediatamente a esa criatura quehabía pasado por alto. Después de todo no podían estar más que a una milla delfinal del trayecto. Tenía que cortar al hombrecito y colgarlo por los talonesantes de que llegaran a destino.Entró en el vagón número dos.–Estabas durmiendo –dijo al reconocer a Kaufman–. Te vi.Kaufman no dijo nada.–Tendrías que haberte bajado del tren. ¿Qué intentabas hacer?¿Esconderte de mí?Kaufman siguió en silencio.Mahogany sacó el mango de su cuchilla del cinturón de acero desgastado.Estaba sucio de sangre, igual que su delantal de mallas, su martillo y susierra.–Tal como están las cosas –dijo– tendré que deshacerme de ti.Kaufman levantó la navaja. Parecía algo pequeña al lado de toda laparafernalia del Carnicero.–Joder –dijo.Mahogany se echó a reír ante las pretensiones de defensa delhombrecito.–No deberías haber visto esto: no es para tipos como tú –dijo, dandootro paso hacia Kaufman–. Es secreto.«O sea que es del tipo inspirado por la divinidad, ¿no?», pensóKaufman. «Eso explica algo.»–Joder –volvió a decir.El Carnicero frunció el ceño. No le gustaba la indiferencia delhombrecito ante su trabajo, ante su reputación.–Todos tenemos que dormir un día, tarde o temprano –dijo–. Tendrías queestar agradecido: no te van a quemar como a la mayoría: te puedo utilizar. Paradar de comer a los padres.La única respuesta de Kaufman fue una mueca. No le aterrorizaba nadaese energúmeno gordo y arrastrado.El Carnicero descolgó la cuchilla de su cinturón y la blandió.–Un judío de mierda como tú –dijo–, debería alegrarse sólo de ser útil:la carne es lo mejor a lo que puedes aspirar.Sin previo aviso, lanzó una estocada. La cuchilla rasgó el aire aconsiderable velocidad, pero Kaufman se echó atrás. Rajó la manga de su abrigoy se hundió en la espinilla del puertorriqueño. El golpe partió a medias lapierna y el peso del cuerpo abrió aún más la cuchillada. La carne del muslo, enexposición, era como un filete de primera, suculento y apetitoso.El Carnicero empezó a desclavar la cuchilla de la herida y en esemomento saltó Kaufman. La navaja voló hacia el ojo de Mahogany, pero por unerror de cálculo se hundió en el cuello. Atravesó la columna y asomó con unapequeña gota de sangre coagulada por el otro extremo. De lado a lado. De unsolo golpe. De lado a lado.Mahogany recibió la hoja en el cuello con una sensación de asfixia.Emitió un sonido ridículo, una especie de tos poco entusiasta. Manó sangre desus labios, pintándolos, como el lápiz de labios a una boca de mujer. Lacuchilla cayó al suelo con gran estrépito.Kaufman arrancó la navaja. De las dos heridas chorrearon dos pequeñosarcos de sangre.Mahogany se desplomó sobre sus rodillas, mirando la navaja que lo habíamatado. El hombrecito lo observaba pasivamente. Estaba diciendo algo, pero susoídos estaban sordos a los comentarios, como si se encontrara bajo el agua.De repente se quedó ciego. Supo con nostalgia por sus sentidos que novolvería a ver ni a oír. Esto era la muerte: la tenía encima, sin duda.Sin embargo todavía palpaba con las manos la tela de los pantalones ylas salpicaduras calientes sobre su piel. La vida parecía temblarle en lasyemas mientras sus dedos se aferraban al último sentido... luego se desplomó, ysus manos, su vida y su deber sagrado se doblegaron bajo el peso de una carneavejentada.El Carnicero estaba muerto.Kaufman introdujo bocanadas de aire viciado en sus pulmones y se agarróa una de las correas para serenar su cuerpo tambaleante. Las lágrimasemborronaron la carnicería ante la que se encontraba. Pasó un tiempo: no supocuánto; estaba perdido en sueños de victoria.Luego el tren empezó a reducir su velocidad. Notó y oyó cómo apretabanlos frenos. Los cuerpos colgantes se inclinaron hacia adelante al frenar lalocomotora, sus ruedas chirriaron sobre las vías, que rezumaban limo.La curiosidad se apoderó de él.¿Se desviaría el tren al matadero subterráneo del Carnicero, decoradocon las carnes que había reunido a lo largo de su carrera? ¿Y qué haría elrisueño conductor, tan indiferente a la masacre, cuando el tren se detuviera?Ahora podía ocurrir cualquier cosa. Podía enfrentarse a todo: espérate y verás.El altavoz crepitó. Se oyó la voz del conductor:–Ya estamos, colega. Es mejor que te vayas a tu sitio, ¿no?¿Irse a su sitio? ¿Qué quería decir eso?El tren iba ahora a paso de caracol. Fuera de las ventanas todo estabatan oscuro como siempre. Las luces parpadearon y se apagaron. Esta vez novolvieron a encenderse.Se quedó en la oscuridad absoluta.–Llegaremos en media hora –anunció el altavoz, igual que un aviso deestación.El tren se había detenido. De repente echó a faltar el ruido de lasruedas sobre los raíles, la precipitación de su paso, a los que tanacostumbrado estaba. Todo lo que pudo oír fue el zumbido del altavoz. Aún nopodía ver nada.Y de repente, un silbido. Las puertas se estaban abriendo. Penetró enel vagón un olor tan cáustico que tuvo que apretarse las manos contra la carapara zafarse de él.Permaneció en silencio, la mano en la boca, durante lo que pareció unaeternidad.Entonces hubo un parpadeo de luz fuera de la ventana. Dibujó el perfildel marco de la puerta y se hizo progresivamente más intensa. Pronto hubo bastanteluz en el vagón para que viera a sus pies el cuerpo arrugado del Carnicero ytrozos cetrinos de carne colgando a cada lado de él.También hubo un murmullo procedente de la oscuridad, fuera del tren,una congregación de pequeñas voces parecidas a las de los escarabajos. En eltúnel, andando con los pies a rastras hacia el tren, había seres humanos.Kaufman pudo distinguir ahora su figura. Algunos llevaban antorchas quebrillaban con una mortecina luz amarronada. El ruido tal vez procedía de suandar sobre el suelo húmedo, o del chasquido de sus lenguas, o de ambos.No era tan ingenuo como lo había sido hacía una hora. ¿Podía haberalguna duda acerca de la intención de esas cosas que salían de la oscuridaddirigiéndose hacia el tren? El Carnicero había asesinado a hombres y mujerespara dar carne a esos caníbales; se acercaban, como comensales al oír lacampana de la cena, a comer en este vagón restaurante.Se agachó y recogió la cuchilla que Mahogany había dejado caer. Elruido de criaturas acercándose era cada vez mayor. Fue hacia el final delvagón, tratando de alejarse de las puertas abiertas, sólo para descubrir quelas de detrás también lo estaban, y también allí se oía el rumor de pasosacercándose.Se volvió a encoger detrás de uno de los asientos, y estaba a punto derefugiarse debajo de ellos cuando una mano, delgada y frágil hasta el punto detransparentarse, apareció junto a la puerta.No pudo apartar la vista. No porque el terror lo helara, como habíaocurrido junto a la ventana. Simplemente quería observar.La criatura entró en el vagón. Las antorchas que iban detrás de elladejaron su cara en la sombra, pero se podía ver claramente su figura.No había nada demasiado especial en ella.Como él, tenía dos brazos y dos piernas. Su cabeza no tenía formaanormal. El cuerpo era pequeño, y el esfuerzo de trepar al tren habíaenronquecido su respiración. Tenía más de geriátrico que de psicótico;generaciones de ficticios devoradores de hombres no habían preparado a Kaufmanpara una vulnerabilidad tan angustiosa.Detrás de aquello surgían criaturas similares de la oscuridad, entrandotorpemente en el tren. Entraban por todas las puertas.Kaufman estaba atrapado. Sopesó la cuchilla en sus manos, buscando suequilibrio, preparado para una batalla con esos monstruos antiguos. Habíanmetido una antorcha en el vagón que iluminaba las caras de los líderes.Eran completamente calvos. La carne cansada de sus rostros estabaestirada fuertemente sobre sus cráneos, de forma que brillaba por la tirantez.Había manchas de descomposición y enfermedad sobre su piel, y en algunas zonasel músculo se había podrido con un pus negro, por el que sobresalía el huesodel pómulo o de la sien. Algunos estaban desnudos como bebés, con los cuerpospastosos y sifilíticos casi asexuados. Lo que una vez fueron pechos eran comobolsas de cuero colgando del torso, los genitales habían encogido.Más desagradables que los que iban desnudos eran los que se cubrían conropas. Pronto se dio cuenta de que la tela pútrida que les rodeaba los hombroso que llevaban atada en mitad del diafragma estaba hecha de pieles humanas. Nouna, sino una docena o más, amontonadas a la buena de Dios, como patéticostrofeos.Los líderes de esta grotesca cola para comer ya habían llegado a loscuerpos y posaron las manos gráciles sobre los pedazos de carne, acariciando dearriba abajo la piel afeitada, de una forma que sugería placer sensual. Laslenguas bailoteaban fuera de las bocas, salpicando de baba la carne. Los ojosde los monstruos se abrían y cerraban con hambre y excitación.Por fin uno de ellos lo vio.Sus ojos dejaron de pestañear un momento y se clavaron en él. Unamirada inquisitiva le asomó a la cara, era como una parodia del desconcierto.–Tú –dijo. Su voz estaba tan consumida como los labios de donde salía.Kaufman levantó un poco la cuchilla, calculando sus posibilidades.Habría cerca de unos treinta en el vagón, y muchos más afuera. Pero parecíanmuy débiles y no tenían más armas que sus pieles y huesos.El monstruo volvió a hablar con una voz bastante bien modulada cuandola recuperó; era el gorjeo de un hombre antaño cultivado, antaño encantador.–Viniste después del otro, ¿no es verdad?Miró de reojo el cuerpo de Kaufman. Estaba claro que había comprendidomuy rápidamente la situación.–Viejo, en cualquier caso –dijo, con sus húmedos ojos posados otra vezsobre Kaufman, estudiándolo cuidadosamente.–Que te jodan –dijo éste.La criatura esbozó una sonrisa forzada, pero casi había olvidado latécnica y el resultado fue una mueca que descubrió una boca con los dientescolocados sistemáticamente en fila.–Ahora tienes que hacer esto para nosotros –dijo, con una sonrisabestial–. No podemos sobrevivir sin comida.La mano dio unas palmaditas al trasero de carne humana. Kaufman no supoqué replicar ante esa idea. Se limitó a observar con repugnancia cómo las uñasse deslizaban por la hendidura de las nalgas, valorando la curvatura del tiernomúsculo.–Nos repugna tanto como a ti –dijo la criatura–. Pero estamos obligadosa comer esta carne o si no moriremos. Dios sabe que no tengo ganas de hacerlo.Sin embargo, esa cosa estaba babeando.Kaufman recuperó la voz. Era débil, más por confusión de sentimientosque por miedo.–¿Qué sois vosotros? –Recordó al hombre de la barba en la cafetería–.¿Sois accidentes de algún tipo?–Somos los padres de la ciudad –dijo la cosa–. Y las madres, hijas ehijos. Los constructores, los legisladores. Hicimos esta ciudad.–¿Nueva York? –dijo Kaufman–. ¿El Palacio de los Placeres?–Antes de que nacieras tú, antes de que naciera cualquier ser vivo.Mientras hablaba, las uñas de la criatura acariciaban por debajo de lapiel el cuerpo destrozado y arrancaba la fina tira elástica del apetitosomúsculo. Detrás de Kaufman las otras criaturas habían empezado a descolgar loscuerpos de las correas, posando las manos con la misma satisfacción sobre lossuaves pechos y los costados de carne. También la habían empezado adespellejar.–Nos traerás más –dijo el padre–, más carne para nosotros. El otro eradébil.Kaufman lo miró con reticencia.–¿Yo? –dijo–. ¿Daros de comer? ¿Por quién me tomas?–Lo tienes que hacer por nosotros y por otros más viejos que nosotros.Para los que nacieron antes de que se planeara la ciudad, cuando América era unbosque y un desierto.La frágil mano señaló el exterior del tren.La mirada de Kaufman siguió el dedo extendido en dirección a lapenumbra. Fuera del tren había algo que no descubrió antes; más grande que nadahumano.El montón de criaturas se apartó para permitirle examinar más de cercalo que estaba ahí fuera, pero sus pies no se movieron.–Adelante –dijo el padre.Kaufman pensó en la ciudad que había amado. ¿Eran éstos sus padres, susfilósofos, sus creadores? Tuvo que creer que así era. A lo mejor había gente enla superficie –burócratas, políticos y autoridades de todo tipo– que conocíaneste horrible secreto y cuyas vidas estaban consagradas a proteger a estasabominaciones dándoles de comer, como los salvajes ofrecen corderos a susdioses. Había algo terriblemente familiar en este ritual. Pulsó una tecla, noen la inteligencia consciente de Kaufman, sino en su personalidad másrecóndita, más antigua.Sus pies, que ya no obedecían a su cerebro, sino a su instinto deadoración, se movieron. Atravesó el pasillo entre los cuerpos y bajó del tren.La luz de las antorchas empezaba a iluminar débilmente la ilimitadaoscuridad exterior. El aire parecía sólido, se espesaba con el olor de tierraantigua. Pero Kaufman no olía nada. Inclinó la cabeza, fue todo lo que pudohacer para evitar tropezar de nuevo.Ahí estaba el precursor del hombre. El americano primigenio, cuyatierra natal era ésta, y no Passamaquody o Cheyenne. Sus ojos, si los tenía,estaban mirándolo.Su cuerpo se estremeció. Le castañetearon los dientes.Podía oír los ruidos de esa anatomía: latidos, crujidos y sollozos.Se movió un poco en medio de la oscuridad.El ruido de su movimiento fue doloroso. Como el de una montaña allevantarse.Kaufman levantaba la mirada en dirección a él y, sin pensar qué estabahaciendo o por qué, se postró de rodillas, sobre la mierda, ante el padre delos padres.Todos los días de su vida estaban encaminados a éste, todos losmomentos apresuraban este momento imprevisible de terror sagrado.Si hubiera habido bastante luz en este infierno para verlo entero, talvez su tibio corazón habría estallado. Con la que había, notó que su pecho seestremecía al ver lo que vio.Era un gigante. Sin cabeza ni miembros. Sin un rasgo que fuera análogoal de un hombre, sin un órgano que tuviera sentido, o sentidos. Era como unbanco de peces, si es que se podía comparar con algo. Miles de hocicosmoviéndose al unísono, echando brotes, floreciendo y marchitándoserítmicamente. Era iridiscente, como el nácar, pero más oscuro a veces quecualquier color que Kaufman conociera o pudiera nombrar.Eso fue todo lo que pudo ver; era más de lo que quería. Había mucho másen la oscuridad, parpadeando, boqueando y aleteando.Pero no pudo seguir mirando. Se dio la vuelta y, mientras lo hacía,tiraron desde el tren una pelota que rodó hasta pararse delante del padre.Por lo menos creyó que era un balón, hasta que se fijó con más atencióny reconoció en él a una cabeza humana, la cabeza del Carnicero. Le habíanpelado la cara a tiras. Tirada delante de su señor, relucía de sangre.Kaufman apartó la mirada y volvió andando al tren. Todas las partes desu cuerpo parecían llorar, menos sus ojos. Estaban demasiado calientes por loque habían visto; hicieron que sus lágrimas se evaporaran.Dentro, las criaturas ya habían empezado a cenar. Vio a uno arrancar desu órbita el dulce bocado azul de un ojo de mujer. Otro tenía una mano en laboca. A los pies de Kaufman yacía el cadáver descabezado del Carnicero, que aúnsangraba profusamente de las heridas del cuello.El pequeño padre que había hablado antes se puso delante de Kaufman.–¿Nos servirás? –le preguntó suavemente, como se pide a una vaca quenos siga.Él miraba fijamente la cuchilla, el símbolo del trabajo del Carnicero.Las criaturas ya abandonaban el vagón arrastrando tras ellos cuerpos a mediocomer. A medida que se retiraban las antorchas del vagón volvía la oscuridad.Pero, antes de que desaparecieran todas las luces, el padre alargó lamano y cogió por la cabeza a Kaufman, y le hizo volverse para que secontemplara en el mugriento espejo de la ventana del vagón.Fue un reflejo rápido, pero pudo ver perfectamente lo cambiado queestaba. Más blanco que cualquier ser vivo, cubierto de mugre y de sangre.La mano del padre aún aferraba la cara de Kaufman; le metió el dedoíndice en la boca y se lo hundió en la garganta, agarrando con la uña la raízde la lengua. La intromisión le dio náuseas, pero no le quedaba voluntad pararepeler el ataque.–Sirve –dijo la criatura–. En silencio.Se dio cuenta demasiado tarde de la intención de los dedos.Aprisionaron repentinamente su lengua y la voltearon en la raíz.Conmocionado, dejó caer la cuchilla. Intentó chillar, pero no emitió ningúnsonido. Tenía sangre en la garganta, oyó cómo le rasgaban la carne y secontorsionó de dolor.Luego salió la mano de su boca, y los dedos escarlatas, cubiertos debaba, tenían su lengua cogida entre el índice y el pulgar delante de su cara.Kaufman estaba mudo.–Sirve –dijo el padre, y se metió la lengua en la boca, mascándola conmanifiesta satisfacción. Kaufman cayó de rodillas, vomitando el bocadillo.El padre ya se iba, arrastrándose, hacia las tinieblas; el resto de losancianos se habían escondido una noche más en su madriguera.El altavoz crujió.–A casa –dijo el conductor.Las puertas silbaron al cerrarse, el tren vibró al volver a circularpor él la corriente. Las luces se encendieron parpadeando, se apagaron y sevolvieron a encender.El tren se puso en marcha.Kaufman estaba en el suelo; le rodaban lágrimas por el rostro, lágrimasde desconsuelo y resignación. Sangraría hasta morir –decidió–, donde yacía. Noimportaba que muriera. Al fin y al cabo era un mundo loco.
El conductor lo despertó. Abrió los ojos. La cara que lo miraba eranegra, y no hostil. Sonreía. Kaufman intentó decir algo, pero su boca estabasellada con sangre seca. Sacudió la cabeza como un idiota tratando de escupiruna palabra. No emitió más que gruñidos.No estaba muerto. No se había desangrado.El conductor lo puso de rodillas, hablándole como si tuviera tres años.–Tienes trabajo que hacer, colega: están muy contentos contigo. Se había chupado los dedos y le frotaba los labios inflamados,intentando separarlos.–Tienes mucho que aprender antes de mañana por la noche...Mucho que aprender. Mucho que aprender.Sacó a Kaufman del tren. Nunca había visto antes esta estación. Teníaazulejos blancos y era absolutamente prístina; el nirvana de un jefe de laestación. Ninguna pintada ensuciaba las paredes. No había máquinas de billetes,pero tampoco puertas, ni pasajeros. Ésta era una línea que sólo ofrecía un servicio:el Tren de la Carne.Los limpiadores del turno de mañana ya estaban atareados eliminando lasangre de los asientos y del suelo del tren. Alguien desnudaba el cuerpo delCarnicero, preparándolo para despacharlo a Nueva Jersey. Alrededor de Kaufman todoel mundo trabajaba. Por una reja del techo la luz del alba entraba a raudales.De las vigas caían motas de polvo dando vueltas y vueltas. Las observó,absorto. No había visto nada tan bonito desde que era niño. Precioso polvo.Vueltas y vueltas, vueltas y más vueltas.El conductor había conseguido separarle los labios. Tenía la bocademasiado herida para poder moverla, pero por lo menos podía respirarfácilmente. Y el dolor ya empezaba a calmarse.El conductor le sonrió, y luego se volvió al resto de los trabajadoresde la estación.–Me gustaría presentaros al sustituto de Mahogany. Nuestro nuevocarnicero –anunció.Los encargados de la limpieza miraron a Kaufman. Había cierto respetoen sus rostros, cosa que a él le pareció conmovedora.Levantó la vista a la luz del sol, que ahora caía a su alrededor. Agitóla cabeza, queriendo decir que quería subir al aire libre. El conductor asintióy lo condujo a un conjunto de escaleras y, a través de un pasadizo, hasta lacalle.Hacía un día precioso. El brillante cielo de Nueva York estaba rayadode filamentos de nubes rosa pálido, y el aire olía a mañana.Las calles y avenidas estaban prácticamente vacías. A lo lejos un taxiatravesaba de vez en cuando un cruce, y su motor era un murmullo; un corredorpasaba sudando por el otro lado de la calle.Muy pronto aquellas aceras desiertas estarían atestadas de gente. Laciudad se dedicaría a sus negocios en la ignorancia: sin conocer jamás suscimientos ni saber a qué debía su vida. Sin dudarlo, Kaufman se postró de rodillasy besó el sucio asfalto con los labios ensangrentados, jurando en silencioeterna lealtad a su causa.El Palacio de los Placeres acogió esta muestra de adoración sin uncomentario.

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