La "Imagen de la Muerte" de Stephen King
- Lotrasladamos el año pasado, y fue de lo más complicado —explicó Carlin mientrassubían la escalera—. Además tuvimos que hacerlo a mano. No había otra forma. Loaseguramos de accidentes en Lloyd’s antes incluso de sacarlo de su caja, en elsalón. Fue la única compañía que quiso asegurarlo por la cantidad que habíamosprevisto.
Spangler no dijo nada. El hombre era unimbécil. Jonson Spangler hacía tiempo que había aprendido que la única forma detratar con un imbécil era ignorarle.
- Loaseguramos por un cuarto de millón de dólares —terminó Carlin cuando llegabanal rellano del segundo piso—. Y noscostó un buen pico. —Era un hombrecillo regordete, con gafas sin montura y unacalva morena que brillaba como una pelota de voleo barnizada.
Era un corredor largo, ySpangler miró las paredes, y lo que estaba colgado en ellas, con frío ojoprofesional. Samuel Glaggert había comprado mucho, pero no había comprado bien.Como muchos de los grandes industriales, que se habían hecho a sí mismos en elpasado 1800, había resultado poco más que un amo de casa de empeños disfrazadode coleccionista, un experto en pinturas monstruosas, novelas y colecciones depoesías sin valor encuadernadas en cuero valioso, y atroces esculturas, todoello considerado por él como arte.
En aquel piso las paredesestaban recubiertas, mejor dicho festoneadas, de tapices marroquíes deimitación, innumerables (y sin duda anónimas) maddonas sosteniendo innumerablesniños nimbados, mientras innumerables ángeles revoloteaban de un lado a otro enel fondo, grotescos candelabros repletos de volutas, y una lámpara monstruosa,cursimente ornamentada y rematada por una ninfa sonriente y salaz.
Naturalmente, el viejo piratahabía conseguido algunas piezas interesantes; la ley de las probabilidades lorequiere así. Y si el Museo Particular en Memoria de Samuel Claggert("visitas acompañadas cada hora, 1 dólar los adultos, 50 centavos losniños"... ridículo) contenía un 98 por ciento de flagrante basura, el 2por ciento restante, cosas como el rifle Coombs colgado sobre la chimenea de lacocina, la curiosa y pequeña cámara oscura en el salón, y por supuesto el...
El espejo Delver fueretirado de la planta baja después de un desgraciado... incidente —informóbruscamente Carlin, motivado aparentemente por un horrendo retrato colgado enel rellano del siguiente tramo de escaleras—. Hubo otros... (Palabrasagresivas, declaraciones ofensivas), pero ése fue un intento deliberado dedestruir realmente el espejo. La mujer, una tal Sandra Bates, llegó con unapiedra en el bolsillo. Afortunadamente tenía mala puntería y sólo estropeó unaesquina del marco. El espejo no sufrió daños. Esa Bates tenía un hermano...
- No necesito que me recite el recorrido dea dólar —le cortó Spangler—. Conozco bien la historia del espejo Delver.
- Fascinante,¿no le parece? —Carlin le dirigió una extraña mirada de soslayo—. Tenemos a laduquesa inglesa de 1709, y el comerciante de alfombras de Pensilvania en 1746,por no hablar de...
- Conozco la historia —repitió Spangler sininmutarse—. Lo que a mí me interesa es el trabajo. Y luego, naturalmente, laautenticidad...
- ¡Autenticidad! — exclamó Carlin con unaseca risita que sonó como si se hubieran sacudido huesos en la alacena—. Todoha sido examinado por expertos, señor Spangler.
- Claro,también lo fue el Stradivarius de Lemlier.
- Cierto—suspiró Carlin—. Pero ningún Stradivarius tuvo jamás la... jamás causó tantosincidentes como el espejo Delver.
- En efecto —dijo Spangler con su dulce vozdespectiva. Comprendía que no había forma de cerrarle el pico a Carlin; teníauna mente perfectamente acorde con su edad—. En efecto.
Subieron al tercer y cuartopiso. Al acercarse a la parte alta de la vieja estructura, notaron un caloragobiante en las oscuras galerías superiores. Con el calor, se notó un olor queSpangler conocía bien porque había pasado toda su vida de adulto envuelto enél... un olor a moscas muertas en oscuros rincones, humedad, y carcoma detrásdel yeso. El olor a vejez. Era un olor común en museos y mausoleos. Imaginó queese mismo olor podía salir de la tumba de una joven virginal que llevaracuarenta años muerta.
Allí arriba, las reliquiasestaban amontonadas de cualquier modo, con la profusión típica de lasalmonedas. Carlin lo condujo por un laberinto de estatuas, retratos con marcospartidos, pajareras doradas y pomposas, piezas de una antigua bicicleta-tándem.Le guió hasta el fondo, a una pared a la que se había adosado una escaleradebajo de una trampilla en el techo. De la escotilla pendía un viejo candadopolvoriento.
A la izquierda, una imitaciónde Adonis les contemplaba con sus ojos sin pupilas. Uno de sus brazos se tendíay de la muñeca colgaba un letrero donde se leía: ABSOLUTAMENTE PROHIBIDA LAENTRADA.
Carlin sacó un llaverode su chaqueta, eligió una llave y subió por la escalera de mano. Se detuvo enel tercer peldaño con la calva brillando levemente en la sombra:
- No megusta el espejo —dijo—. Nunca me gustó. Me da miedo mirarlo. Temo mirar algúndía y ver... lo que los demás vieron.
- Novieron otra cosa que su imagen —aclaró Spangler.
Carlin mascullóalgo, movió la cabeza y tanteó en el techo, torciendo el cuello para meter lallave en el candado.
- Habríaque cambiarlo —dijo—. Es... ¡Maldición!
El candado se abrió de pronto yse soltó de las anillas. Carlin hizo un gesto brusco para recuperarlo y casicayó de la escalera. Spangler lo sujetó oportunamente y miró hacia arriba.Carlin se agachaba tembloroso al último peldaño, pálido en la oscura penumbra.
- Estánervioso, ¿verdad? —preguntó Spangler.
Carlin nocontestó. Parecía paralizado.
- Baje,por favor —dijo Spangler—. Baje, antes de que se caiga.
Carlin lo hizo despacio,agarrándose a cada peldaño como un hombre suspendido sobre un abismo. Cuandosus pies tocaron el suelo empezó a temblar, como si el suelo transmitieraalguna clase de corriente. - Uncuarto de millón —repitió—. Un cuarto de millón de dólares de seguro parasacar... esa cosa de la planta baja y subirla aquí. Esa maldita cosa. Tuvieronque montar una polea especial para subirla al desván. Y yo tenía la esperanza,casi recé, de que las manos de alguien estuvieran resbaladizas, que el cable nosería lo bastante resistente, que esa cosa se caería y se rompería en milpedazos...
- Hechos—dijo Sprangler—. Hechos, Carlin. Déjese de historias truculentas o películasde miedo serie B. Hechos. Primero: John Delver era un artesano inglés deascendencia normanda que fabricó espejos durante el período isabelino enInglaterra. Vivió y murió normalmente. Nada de palabras mágicas en el suelo quetuviera que limpiar el ama de llaves, nada de documentos con olor a azufre, omanchas de sangre junto a la firma.
- Segundo:sus espejos son joyas de coleccionista debido principalmente a su trabajoperfecto y a que empleó un tipo de cristal de aumento levemente distorsionante,algo que los distinguía de los demás. Tercero: por lo que sabemos sólo existencinco espejos Delver; dos de ellos en América. No tienen precio. Cuarto: esteDelver, y el que fue destruido durante el bombardeo de Londres, se han ganadocierta reputación dudosa debida sobre todo a exageraciones y coincidencias...
- Quinto—añadió Carlin—: es usted un cabrón, ¿verdad?
- Spanglercontemplo con una mueca al ciego Adonis.
- Yoacompañaba al grupo del que formaba parte el hermano de Sandra Bates —prosiguióCarlin—. Tenía unos quince años y formaba parte de un grupo de estudiantes deinstituto. Yo estaba contándoles la historia del espejo y había llegado a laparte que usted apreciaría (la hermosa factura, la perfección del cristal),cuando el muchacho levantó la mano. "¿Y qué me dice de esa mancha negra quehay en el ángulo superior izquierdo?", preguntó.
- "Pareceuna tara". Y uno de sus amigos le preguntó a qué se refería, así que elchico Bates empezó a explicárselo pero calló de pronto. Miró el espejofijamente, acercándose al cordón de terciopelo rojo que lo protegía, luego miróhacia atrás, como si lo que había visto fuera el reflejo de alguien..., dealguien vestido de negro, de pie detrás de él. "Parecía un hombre"dijo. "Pero no le pude ver la cara. Ya no está". Y no dijo más.
- Siga—pidió Spangler—. Se relame por decirme que era la Muerte... creo que esto eslo que se dice, ¿verdad? Que algunas personas ven la imagen de la muerte en elespejo. Venga, suéltelo de una vez. ¡Al National Enquirer le encantará lahistoria! Cuénteme las horrorosas consecuencias y desafíeme a que puedaexplicarlo. ¿Qué pasó, le atropelló un coche? ¿Se tiró por una ventana? ¿O qué?
Carlin rió contristeza. - Deberíasaberlo mejor, Spangler. ¿No me ha dicho por dos veces que usted es... que estáperfectamente al corriente de la historia del espejo Delver? No huboconsecuencias horribles. No las ha habido nunca. Por esa razón el espejo Delverno figura en las ediciones domingueras como el diamante Koh-i-noor o lamaldición de Tutankhamón. Es manso comparado a esos dos.
- Creeque soy un imbécil, ¿verdad?
- Sí.¿Podemos subir ahora?
- Muybien —dijo Carlin.
Subió por la escalera de mano y empujó latrampilla. Se oyó un chirrido quejumbroso al levantar el peso en la oscuridad yCarlin se perdió en las sombras. Spangler le siguió. El Adonis ciego se quedómirándolos mudamente.
El desván estaba caliente,iluminado sólo por una ventana llena de telarañas, e un ángulo, que filtraba laluz exterior con un resplandor lechoso y sucio. El espejo estaba apoyado contrauna esquina, de cara a la luz, reflejándola como una mancha blanquecina en lapared opuesta. Había sido atornillado para mayor seguridad a un armazón demadera.
Carlin no lomiró. Se esforzó todo lo que pudo por no mirar.
- Nisiquiera lo ha cubierto con un trapo —protestó Spangler, repentinamenteindignado.
- Yo loveo como un ojo —dijo Carlin; su voz sonaba vacía—. Si se le deja abierto,siempre abierto, a lo mejor se queda ciego.
Spangler no le prestó atención.Se quitó la chaqueta, la dobló cuidadosamente con los botones hacia dentro, ycon infinita ternura limpió el polvo de la superficie convexa del espejo. Luegodio un paso atrás y lo contempló.
Era genuino. Nocabía la menor duda. Era un ejemplo perfecto del genio de Delver. La habitaciónllena de trastos, detrás de él, su imagen reflejada, la silueta medio vuelta deCarlin... todo estaba claro, bien definido, casi tridimensional. El leveaumento del cristal daba a todas las cosas un efecto ligeramente curvo queañadía una distorsión inquietante. Era...
La idea se lefue y de pronto sintió otro arranque de ira:
- Carlin.
Carlin no dijonada.
- ¡Carlin,maldito sea, pensé que me había dicho que la muchacha no había dañado elespejo! No obtuvo respuesta. Spangler lo mirófríamente por el espejo.
- Hayun trozo de esparadrapo en la parte de arriba, en el ángulo izquierdo. ¿Llegó apartirlo? ¡Por el amor de Dios, diga algo!
- Estáviendo a la Muerte —contestó Carlin inexpresivamente—. No hay esparadrapo en elespejo. ¡Pase la mano por encima!
Spangler se envolvió la mano con la manga de su chaqueta, y la apoyóblandamente sobre el espejo. - ¿Love? No hay nada de sobrenatural. Se ha ido. Mi mano lo cubre.
- ¿Locubre? ¿Nota el esparadrapo? ¿Por qué no lo arranca?
Spangler apartó su mano y miróel espejo. Todo en él parecía algo más distorsionado; las esquinas del desvánmás inclinadas, como si fueran a resbalar hacia una ignota eternidad. No habíala menor mancha oscura en el espejo. Estaba impecable. Sintió despertar en suinterior un terror inexplicable.
- Parecíaél, ¿no cree? —preguntó Carlin. Su rostro estaba muy pálido y sus ojos mirabanal suelo. En su cuello palpitaba un músculo—. Admítalo, Spangler. Parecía unafigura embozada, de pie detrás de usted, ¿verdad?
- Parecíauna cinta adhesiva cubriendo una pequeña rotura —repuso Spangler con firmeza—.Ni más ni menos...
- Eljoven Bates era muy fuerte —dijo Carlin. Sus palabras parecían resquebrajar laatmósfera agobiante y quieta—. Era como un jugador de fútbol. Llevaba unacamiseta con una gran letra y pantalones verde oscuro. Nos encontrábamos amitad de camino de la exposición de arriba cuando...
- Elcalor me está mareando —dijo Spangler. Había sacado un pañuelo y se secaba elcuello. Sus ojos recorrieron la superficie convexa del espejo.
- ...cuando dijo que necesitaba ir a beber agua. Un vaso de agua, ¡por el amor deDios!
Carlin se volvióa mirar a Spangler, con expresión de poseso, y prosiguió.
- ¿Cómoiba a saberlo yo? ¿Cómo podía saberlo?
- ¿Hayun lavabo por aquí? Creo que voy a...
- Sucamiseta... vi fugazmente su camiseta mientras iba bajando la escalera...Después...
... vomitar.
Carlin sacudióla cabeza y volvió a mirar al suelo.
- Naturalmente.Segundo piso, tercera puerta a la izquierda, en dirección a la escalera.—Levantó la cabeza, suplicante—. ¿Cómo iba a saberlo?
Pero Spangler ya estaba bajandopor la escalera de mano. Se movió bajo su peso y por un momento Carlin pensó—deseó— que se cayera. No ocurrió así. Por el recuadro abierto en el suelo,Carlin le vio bajar tapándose la boca con la mano.
- ¿Spangler?
Pero ya se había ido. Carlin escuchó sus pasos, el ecode sus pasos, y luego nada. Cuando ya se hubieron apagado, se estremeció. Tratóde llevar sus pies hacia la trampilla, pero los tenía helados. Sólo aquellaúltima mirada, fugaz, a la camiseta del muchacho...
¡Dios...!
Era como si unas enormesmanos invisibles tiraran de su cabeza, obligándole a levantarla. Aunque noquería mirar, Carlin fijó la vista en la brillante profundidad del espejoDelver.
No había nada.
La habitación se reflejaba contoda fidelidad, sus polvorientos confines transformados en brillante infinitud.Unas líneas de un poema de Tensión, casi olvidado, acudieron a su mente depronto y recitó en voz alta: "Estoy medio mareada por las sombras, dijo laDama de Shalott..."
Y seguía sin poderapartar la mirada, y la quietud palpitante le retenía. Junto a una esquina delespejo, una cabeza de búfalo, comida por las polillas le miró con sus ojos deobsidiana, planos.
El muchacho había querido beber agua y la fuente estaba en el vestíbulo delprimer piso. Había bajado y...Y nunca máshabía vuelto. Jamás. Nunca habíavuelto jamás. A ninguna parte.
Lo mismo que la duquesa inglesaque se había detenido a admirarse en su espejo, antes de una soirée, y decidióvolver al gabinete en busca de sus perlas. Como el vendedor de alfombras quehabía salido a pasear en coche y había dejado tras él sólo un coche vacío y doscaballos mudos.
Y el espejo Delver habíaestado en Nueva York desde 1897 hasta 1920, precisamente cuando el juezCrater...
Carlin miró comohipnotizado a lo más profundo del espejo. Abajo, el Adonis ciego vigilaba.
Estuvo esperando aSpangler, casi como la familia Bates debió de haber estado esperando a su hijo,como el marido de la duquesa esperaría a que su esposa volviera del gabinete. Miró al espejo y esperó.
Y esperó.
Y esperó.