Revista Literatura

Cuento: "Los Crímenes de la Calle Morgue" de Edgar Allan Poe.

Publicado el 14 marzo 2012 por Fesb2011 @visitantemalign

Hoy quiero compartir con ustedes un extraordinario cuento del gran Edgar Allan Poe: "Los Crímenes de la Calle Morgue"  Ojalá lo disfruten tanto como yo.
Los Crímenes de la Calle Morgue
View more documents from fesb.
LosCrímenes de la Calle Morgue
Edgar Allan Poe
La canciónque cantaban las sirenas, o el nombreque adoptóAquiles cuando se escondió entre las mujeres,soncuestiones enigmáticas, pero que no se hallanmás allá detoda conjetura.Sir ThomasBrowne
(para móvil)
Las características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticasson en sí mismas poco susceptibles de análisis. Sólo las apreciamos a través desus resultados. Entre otras cosas sabemos que, para aquel que las posee en altogrado, son fuente del más vivo goce. Así como el hombre robusto se complace ensu destreza física y se deleita con aquellos ejercicios que reclaman la acciónde sus músculos, así el analista halla su placer en esa actividad del espírituconsistente en desenredar. Goza incluso con las ocupaciones más triviales,siempre que pongan en juego su talento. Le encantan los enigmas, los acertijos,los jeroglíficos, y al solucionarlos muestra un grado de perspicacia que, parala mente ordinaria, parece sobrenatural. Sus resultados, frutos del método ensu forma más esencial y profunda, tienen todo el aire de una intuición. Lafacultad de resolución se ve posiblemente muy vigorizada por el estudio de lasmatemáticas, y en especial por su rama más alta, que, injustamente y tan sólo acausa de sus operaciones retrógradas, se denomina análisis, como si se trataradel análisis por excelencia. Calcular, sin embargo, no es en sí mismo analizar.Un jugador de ajedrez, por ejemplo, efectúa lo primero sin esforzarse en losegundo. De ahí se sigue que el ajedrez, por lo que concierne a sus efectossobre la naturaleza de la inteligencia, es apreciado erróneamente. No he deescribir aquí un tratado, sino que me limito a prologar un relato un tanto singular,con algunas observaciones pasajeras; aprovecharé por eso la oportunidad paraafirmar que el máximo grado de la reflexión se ve puesto a prueba por elmodesto juego de damas en forma más intensa y beneficiosa que por toda laestudiada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienenmovimientos diferentes y singulares, con varios y variables valores, lo quesólo resulta complejo es equivocadamente confundido (error nada insólito) conlo profundo. Aquí se trata, sobre todo, de la atención. Si ésta cede un soloinstante, se comete un descuido que da por resultado una pérdida o la derrota.Como los movimientos posibles no sólo son múltiples sino intrincados, lasposibilidades de descuido se multiplican y, en nueve casos de cada diez,triunfa el jugador concentrado y no el más penetrante. En las damas, por elcontrario, donde hay un solo movimiento y las variaciones son mínimas, lasprobabilidades de inadvertencia disminuyen, lo cual deja un tanto de lado a laatención, y las ventajas obtenidas por cada uno de los adversarios provienen deuna perspicacia superior.
Para hablar menos abstractamente, supongamos una partida de damas en la quelas piezas se reducen a cuatro y donde, como es natural, no cabe esperar elmenor descuido. Obvio resulta que (si los jugadores tienen fuerza pareja) sólopuede decidir la victoria algún movimiento sutil, resultado de un penetranteesfuerzo intelectual. Desprovisto de los recursos ordinarios, el analistapenetra en el espíritu de su oponente, se identifica con él y con frecuenciaalcanza a ver de una sola ojeada el único método (a veces absurdamentesencillo) por el cual puede provocar un error o precipitar a un falso cálculo.
Hace mucho que se ha reparado en el whist por su influencia sobre lo que daen llamarse la facultad del cálculo, y hombres del más excelso intelecto se hancomplacido en él de manera indescriptible, dejando de lado, por frívolo, alajedrez. Sin duda alguna, nada existe en ese orden que ponga de tal modo aprueba la facultad analítica. El mejor ajedrecista de la cristiandad no puedeser otra cosa que el mejor ajedrecista, pero la eficiencia en el whist implicala capacidad para triunfar en todas aquellas empresas más importantes donde lamente se enfrenta con la mente. Cuando digo eficiencia, aludo a esa perfecciónen el juego que incluye la aprehensión de todas las posibilidades mediante lascuales se puede obtener legítima ventaja. Estas últimas no sólo son múltiplessino multiformes, y con frecuencia yacen en capas tan profundas del pensar queel entendimiento ordinario es incapaz de alcanzarlas. Observar con atenciónequivale a recordar con claridad; en ese sentido, el ajedrecista concentradojugará bien al whist, en tanto que las reglas de Hoyle (basadas en el meromecanismo del juego) son comprensibles de manera general y satisfactoria. Portanto, el hecho de tener una memoria retentiva y guiarse por «el libro» son lascondiciones que por regla general se consideran como la suma del buen jugar.Pero la habilidad del analista se manifiesta en cuestiones que exceden loslímites de las meras reglas. Silencioso, procede a acumular cantidad deobservaciones y deducciones. Quizá sus compañeros hacen lo mismo, y la mayor omenor proporción de informaciones así obtenidas no reside tanto en la validezde la deducción como en la calidad de la observación. Lo necesario consiste ensaber qué se debe observar. Nuestro jugador no se encierra en sí mismo; nitampoco, dado que su objetivo es el juego, rechaza deducciones procedentes deelementos externos a éste. Examina el semblante de su compañero, comparándolocuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes. Considera el modo con quecada uno ordena las cartas en su mano; a menudo cuenta las cartas ganadoras ylas adicionales por la manera con que sus tenedores las contemplan. Adviertecada variación de fisonomía a medida que avanza el juego, reuniendo un capitalde ideas nacidas de las diferencias de expresión correspondientes a laseguridad, la sorpresa, el triunfo o la contrariedad. Por la manera de levantaruna baza juzga si la persona que la recoge será capaz de repetirla en el mismopalo. Reconoce la jugada fingida por la manera con que se arrojan las cartassobre el tapete. Una palabra casual o descuidada, la caída o vuelta accidentalde una carta, con la consiguiente ansiedad o negligencia en el acto deocultarla, la cuenta de las bazas, con el orden de su disposición, el embarazo,la vacilación, el apuro o el temor... todo ello proporciona a su percepción,aparentemente intuitiva, indicaciones sobre la realidad del juego. Jugadas doso tres manos, conoce perfectamente las cartas de cada uno, y desde ese momentoutiliza las propias con tanta precisión como si los otros jugadores hubierandado vuelta a las suyas.
El poder analítico no debe confundirse con el mero ingenio, ya que si elanalista es por necesidad ingenioso, con frecuencia el hombre ingenioso semuestra notablemente incapaz de analizar. La facultad constructiva ocombinatoria por la cual se manifiesta habitualmente el ingenio, y a la que losfrenólogos (erróneamente, a mi juicio) han asignado un órgano aparte,considerándola una facultad primordial, ha sido observada con tanta frecuenciaen personas cuyo intelecto lindaba con la idiotez, que ha provocado lasobservaciones de los estudiosos del carácter. Entre el ingenio y la aptitudanalítica existe una diferencia mucho mayor que entre la fantasía y laimaginación, pero de naturaleza estrictamente análoga. En efecto, cabe observarque los ingeniosos poseen siempre mucha fantasía mientras que el hombreverdaderamente imaginativo es siempre un analista.El relato siguiente representará para el lector algo así como un comentariode las afirmaciones que anteceden.Mientras residía en París, durante la primavera y parte del verano de18..., me relacioné con un cierto C. Auguste Dupin. Este joven caballeroprocedía de una familia excelente -y hasta ilustre-, pero una serie dedesdichadas circunstancias lo habían reducido a tal pobreza que la energía desu carácter sucumbió ante la desgracia, llevándolo a alejarse del mundo y a nopreocuparse por recuperar su fortuna. Gracias a la cortesía de sus acreedoresle quedó una pequeña parte del patrimonio, y la renta que le producía bastaba,mediante una rigurosa economía, para subvenir a sus necesidades, sinpreocuparse de lo superfluo. Los libros constituían su solo lujo, y en París esfácil procurárselos.Nuestro primer encuentro tuvo lugar en una oscura librería de la rueMontmartre, donde la casualidad de que ambos anduviéramos en busca de un mismo libro-tan raro como notable- sirvió para aproximarnos. Volvimos a encontrarnos una yotra vez. Me sentí profundamente interesado por la menuda historia de familiaque Dupin me contaba detalladamente, con todo ese candor a que se abandona unfrancés cuando se trata de su propia persona. Me quedé asombrado, al mismotiempo, por la extraordinaria amplitud de su cultura; pero, sobre todo, sentíencenderse mi alma ante el exaltado fervor y la vívida frescura de suimaginación. Dado lo que yo buscaba en ese entonces en París, sentí que lacompañía de un hombre semejante me resultaría un tesoro inestimable, y novacilé en decírselo. Quedó por fin decidido que viviríamos juntos durante mipermanencia en la ciudad, y, como mi situación financiera era algo menos comprometidaque la suya, logré que quedara a mi cargo alquilar y amueblar -en un estilo quearmonizaba con la melancolía un tanto fantástica de nuestro carácter- unadecrépita y grotesca mansión abandonada a causa de supersticiones sobre lascuales no inquirimos, y que se acercaba a su ruina en una parte aislada ysolitaria del Faubourg Saint-Germain.Si nuestra manera de vivir en esa casa hubiera llegado al conocimiento delmundo, éste nos hubiera considerado como locos -aunque probablemente como locosinofensivos-. Nuestro aislamiento era perfecto. No admitíamos visitantes. Ellugar de nuestro retiro era un secreto celosamente guardado para mis antiguosamigos; en cuanto a Dupin, hacía muchos años que había dejado de ver gentes ode ser conocido en París. Sólo vivíamos para nosotros.Una rareza de mi amigo (¿qué otro nombre darle?) consistía en amar la nochepor la noche misma; a esta “particularidad” , como a todas las otras, meabandoné a mi vez sin esfuerzo, entregándome a sus extraños caprichos conperfecto abandono. La negra divinidad no podía permanecer siempre con nosotros,pero nos era dado imitarla. A las primeras luces del alba, cerrábamos laspesadas persianas de nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías que,fuertemente perfumadas, sólo lanzaban débiles y mortecinos rayos. Con ayuda deellas ocupábamos nuestros espíritus en soñar, leyendo, escribiendo oconversando, hasta que el reloj nos advertía la llegada de la verdaderaoscuridad. Salíamos entonces a la calle tomados del brazo, continuando la conversacióndel día o vagando al azar hasta muy tarde, mientras buscábamos entre las lucesy las sombras de la populosa ciudad esa infinidad de excitantes espiritualesque puede proporcionar la observación silenciosa.En esas oportunidades, no dejaba yo de reparar y admirar (aunque dada suprofunda idealidad cabía esperarlo) una peculiar aptitud analítica de Dupin.Parecía complacerse especialmente en ejercitarla -ya que no en exhibirla- y novacilaba en confesar el placer que le producía. Se jactaba, con una risitadiscreta, de que frente a él la mayoría de los hombres tenían como una ventanapor la cual podía verse su corazón y estaba pronto a demostrar sus afirmacionescon pruebas tan directas como sorprendentes del íntimo conocimiento que de mítenía. En aquellos momentos su actitud era fría y abstraída; sus ojos mirabancomo sin ver, mientras su voz, habitualmente de un rico registro de tenor,subía a un falsete que hubiera parecido petulante de no mediar lo deliberado ylo preciso de sus palabras. Al observarlo en esos casos, me ocurría muchasveces pensar en la antigua filosofía del alma doble, y me divertía con la ideade un doble Dupin: el creador y el analista.No se suponga, por lo que llevo dicho, que estoy circunstanciando algúnmisterio o escribiendo una novela. Lo que he referido de mi amigo francés eratan sólo el producto de una inteligencia excitada o quizá enferma. Pero elcarácter de sus observaciones en el curso de esos períodos se apreciará con másclaridad mediante un ejemplo.
Errábamos una noche por una larga y sucia calle, en la vecindad del PalaisRoyal. Sumergidos en nuestras meditaciones, no habíamos pronunciado una solasílaba durante un cuarto de hora por lo menos. Bruscamente, Dupin pronuncióestas palabras:-Sí, es un hombrecillo muy pequeño, y estaría mejor en el Théâtre desVariétés.-No cabe duda -repuse inconscientemente, sin advertir (pues tan absortohabía estado en mis reflexiones) la extraordinaria forma en que Dupin coincidíacon mis pensamientos. Pero, un instante después, me di cuenta y me sentíprofundamente asombrado.-Dupin -dije gravemente-, esto va más allá de mi comprensión. Le confiesosin rodeos que estoy atónito y que apenas puedo dar crédito a mis sentidos.¿Cómo es posible que haya sabido que yo estaba pensando en...?Aquí me detuve, para asegurarme sin lugar a dudas de si realmente sabía enquién estaba yo pensando.-En Chantilly -dijo Dupin-. ¿Por qué se interrumpe? Estaba usted diciéndoseque su pequeña estatura le veda los papeles trágicos.Tal era, exactamente, el tema de mis reflexiones. Chantilly era un exremendón de la rue Saint-Denis que, apasionado por el teatro, había encarnadoel papel de Jerjes en la tragedia homónima de Crébillon, logrando tan sólo que lagente se burlara de él.-En nombre del cielo -exclamé-, dígame cuál es el método... si es que hayun método... que le ha permitido leer en lo más profundo de mí.En realidad, me sentía aún más asombrado de lo que estaba dispuesto areconocer.-El frutero -replicó mi amigo- fue quien lo llevó a la conclusión de que elremendón de suelas no tenía estatura suficiente para Jerjes et id genus omne.-¡El frutero! ¡Me asombra usted! No conozco ningún frutero.-El hombre que tropezó con usted cuando entrábamos en esta calle... hará uncuarto de hora.Recordé entonces que un frutero, que llevaba sobre la cabeza una gran cestade manzanas, había estado a punto de derribarme accidentalmente cuandopasábamos de la rue C... a la que recorríamos ahora. Pero me era imposiblecomprender qué tenía eso que ver con Chantilly.-Se lo explicaré -me dijo Dupin, en quien no había la menor partícula decharlatanerie- y, para que pueda comprender claramente, remontaremos primero elcurso de sus reflexiones desde el momento en que le hablé hasta el de su choquecon el frutero en cuestión. Los eslabones principales de la cadena son lossiguientes: Chantilly, Orión, el doctor Nichols, Epicuro, la estereotomía, elpavimento, el frutero.Pocas personas hay que, en algún momento de su vida, no se hayanentretenido en remontar el curso de las ideas mediante las cuales han llegado aalguna conclusión. Con frecuencia, esta tarea está llena de interés, y aquelque la emprende se queda asombrado por la distancia aparentemente ilimitada einconexa entre el punto de partida y el de llegada.¡Cuál habrá sido entonces mi asombro al oír las palabras que acababa depronunciar Dupin y reconocer que correspondían a la verdad!-Si no me equivoco -continuó él-, habíamos estado hablando de caballosjustamente al abandonar la rue C... Éste fue nuestro último tema deconversación. Cuando cruzábamos hacia esta calle, un frutero que traía una grancanasta en la cabeza pasó rápidamente a nuestro lado y le empaló a usted contrauna pila de adoquines correspondiente a un pedazo de la calle en reparación.Usted pisó una de las piedras sueltas, resbaló, torciéndose ligeramente eltobillo; mostró enojo o malhumor, murmuró algunas palabras, se volvió paramirar la pila de adoquines y siguió andando en silencio. Yo no estabaespecialmente atento a sus actos, pero en los últimos tiempos la observación seha convertido para mí en una necesidad.»Mantuvo usted los ojos clavados en el suelo, observando con airequisquilloso los agujeros y los surcos del pavimento (por lo cual comprendí queseguía pensando en las piedras), hasta que llegamos al pequeño pasaje llamadoLamartine, que con fines experimentales ha sido pavimentado con bloquesensamblados y remachados. Aquí su rostro se animó y, al notar que sus labios semovían, no tuve dudas de que murmuraba la palabra “estereotomía”, término quese ha aplicado pretenciosamente a esta clase de pavimento. Sabía que para ustedsería imposible decir “estereotomía” sin verse llevado a pensar en átomos ypasar de ahí a las teorías de Epicuro; ahora bien, cuando discutimos no hacemucho este tema, recuerdo haberle hecho notar de qué curiosa manera -por lodemás desconocida- las vagas conjeturas de aquel noble griego se han vistoconfirmadas en la reciente cosmogonía de las nebulosas; comprendí, por tanto,que usted no dejaría de alzar los ojos hacia la gran nebulosa de Orión, yestaba seguro de que lo haría. Efectivamente, miró usted hacia lo alto y mesentí seguro de haber seguido correctamente sus pasos hasta ese momento. Peroen la amarga crítica a Chantilly que apareció en el Musée de ayer, el escritorsatírico hace algunas penosas alusiones al cambio de nombre del remendón antesde calzar los coturnos, y cita un verso latino sobre el cual hemos hablado muchasveces. Me refiero al verso:Perdidit antiquum litera prima sonum. »Le dije a usted que se refería a Orión, que en un tiempo se escribióUrión; y dada cierta acritud que se mezcló en aquella discusión, estaba segurode que usted no la había olvidado. Era claro, pues, que no dejaría de combinarlas dos ideas de Orión y Chantilly. Que así lo hizo, lo supe por la sonrisa quepasó por sus labios. Pensaba usted en la inmolación del pobre zapatero. Hastaese momento había caminado algo encorvado, pero de pronto le vi erguirse entoda su estatura. Me sentí seguro de que estaba pensando en la diminuta figurade Chantilly. Y en este punto interrumpí sus meditaciones para hacerle notarque, en efecto, el tal Chantilly era muy pequeño y que estaría mejor en elThéâtre des Variétés.Poco tiempo después de este episodio, leíamos una edición nocturna de laGazette des Tribunaux cuando los siguientes párrafos atrajeron nuestraatención:   «EXTRAÑOS ASESINATOS.-Estamañana, hacia las tres, los habitantes del quartier Saint-Roch fueronarrancados de su sueño por los espantosos alaridos procedentes del cuarto pisode una casa situada en la rue Morgue, ocupada por madame L’Espanaye y su hija,mademoiselle Camille L’Espanaye. Como fuera imposible lograr el acceso a lacasa, después de perder algún tiempo, se forzó finalmente la puerta con unaganzúa y ocho o diez vecinos penetraron en compañía de dos gendarmes. Por eseentonces los gritos habían cesado, pero cuando el grupo remontaba el primertramo de la escalera se oyeron dos o más voces que discutían violentamente yque parecían proceder de la parte superior de la casa. Al llegar al segundopiso, las voces callaron a su vez, reinando una profunda calma. Los vecinos sesepararon y empezaron a recorrer las habitaciones una por una. Al llegar a unagran cámara situada en la parte posterior del cuarto piso (cuya puerta, cerradapor dentro con llave, debió ser forzada), se vieron en presencia de unespectáculo que les produjo tanto horror como estupefacción.   »EL aposento se hallaba en elmayor desorden: los muebles, rotos, habían sido lanzados en todas direcciones.El colchón del único lecho aparecía tirado en mitad del piso. Sobre una sillahabía una navaja manchada de sangre. Sobre la chimenea aparecían dos o treslargos y espesos mechones de cabello humano igualmente empapados en sangre yque daban la impresión de haber sido arrancados de raíz. Se encontraron en elpiso cuatro napoleones, un aro de topacio, tres cucharas grandes de plata, tresmás pequeñas de métal d’Alger, y dos sacos que contenían casi cuatro milfrancos en oro. Los cajones de una cómoda situada en un ángulo habían sidoabiertos y aparentemente saqueados, aunque quedaban en ellos numerosas prendas.Descubrióse una pequeña caja fuerte de hierro debajo de la cama (y no delcolchón). Estaba abierta y con la llave en la cerradura. No contenía nada,aparte de unas viejas cartas y papeles igualmente sin importancia.   »No se veía huella alguna demadame L’Espanaye, pero al notarse la presencia de una insólita cantidad dehollín al pie de la chimenea se procedió a registrarla, encontrándose (¡cosahorrible de describir!) el cadáver de su hija, cabeza abajo, el cual había sidometido a la fuerza en la estrecha abertura y considerablemente empujado haciaarriba. El cuerpo estaba aún caliente. Al examinarlo se advirtieron en élnumerosas excoriaciones, producidas, sin duda, por la violencia con que fueraintroducido y por la que requirió arrancarlo de allí. Veíanse profundosarañazos en el rostro, y en la garganta aparecían contusiones negruzcas yprofundas huellas de uñas, como si la víctima hubiera sido estrangulada.   »Luego de una cuidadosa búsquedaen cada porción de la casa, sin que apareciera nada nuevo, los vecinos seintrodujeron en un pequeño patio pavimentado de la parte posterior del edificioy encontraron el cadáver de la anciana señora, la cual había sido degollada tansalvajemente que, al tratar de levantar el cuerpo, la cabeza se desprendió deltronco. Horribles mutilaciones aparecían en la cabeza y en el cuerpo, y esteúltimo apenas presentaba forma humana.   »Hasta el momento no se haencontrado la menor clave que permita solucionar tan horrible misterio.»La edición del día siguiente contenía los siguientes detalles adicionales:   «La tragedia de la rueMorgue.-Diversas personas han sido interrogadas con relación a este terrible yextraordinario suceso, pero nada ha trascendido que pueda arrojar alguna luzsobre él. Damos a continuación las declaraciones obtenidas:   »Pauline Dubourg, lavandera,manifiesta que conocía desde hacía tres años a las dos víctimas, de cuya ropase ocupaba. La anciana y su hija parecían hallarse en buenos términos y semostraban sumamente cariñosas entre sí. Pagaban muy bien. No sabía nada sobresu modo de vida y sus medios de subsistencia. Creía que madame L. decía labuenaventura. Pasaba por tener dinero guardado. Nunca encontró a otras personasen la casa cuando iba a buscar la ropa o la devolvía. Estaba segura de que notenían ningún criado o criada. Opinaba que en la casa no había ningún mueble,salvo en el cuarto piso.   »Pierre Moreau, vendedor detabaco, declara que desde hace cuatro años vendía regularmente pequeñascantidades de tabaco y de rapé a madame L’Espanaye. Nació en la vecindad y haresidido siempre en ella. La extinta y su hija ocupaban desde hacía más de seisaños la casa donde se encontraron los cadáveres. Anteriormente vivía en ella unjoyero, que alquilaba las habitaciones superiores a diversas personas. La casaera de propiedad de madame L., quien se sintió disgustada por los abusos quecometía su inquilino y ocupó personalmente la casa, negándose a alquilar partealguna. La anciana señora daba señales de senilidad. El testigo vio a su hijaunas cinco o seis veces durante esos seis años. Ambas llevaban una vida muyretirada y pasaban por tener dinero. Había oído decir a los vecinos que madameL. decía la buenaventura, pero no lo creía. Nunca vio entrar a nadie, salvo ala anciana y su hija, a un mozo de servicio que estuvo allí una o dos veces, ya un médico que hizo ocho o diez visitas.   »Muchos otros vecinos hanproporcionado testimonios coincidentes. No se ha hablado de nadie quefrecuentara la casa. Se ignora si madame L. y su hija tenían parientes vivos.Pocas veces se abrían las persianas de las ventanas delanteras. Las de la parteposterior estaban siempre cerradas, salvo las de la gran habitación en la partetrasera del cuarto piso. La casa se hallaba en excelente estado y no era muyantigua.   »Isidore Muset, gendarme, declaraque fue llamado hacia las tres de la mañana y que, al llegar a la casa,encontró a unas veinte o treinta personas reunidas que se esforzaban porentrar. Violentó finalmente la entrada (con una bayoneta y no con una ganzúa).No le costó mucho abrirla, pues se trataba de una puerta de dos batientes queno tenía pasadores ni arriba ni abajo. Los alaridos continuaron hasta que seabrió la puerta, cesando luego de golpe. Parecían gritos de persona (opersonas) que sufrieran los más agudos dolores; eran gritos agudos yprolongados, no breves y precipitados. El testigo trepó el primero lasescaleras. Al llegar al primer descanso oyó dos voces que discutían con fuerzay agriamente; una de ellas era ruda y la otra mucho más aguda y muy extraña.Pudo entender algunas palabras provenientes de la primera voz, que correspondíaa un francés. Estaba seguro de que no se trataba de una voz de mujer. Pudodistinguir las palabras sacré y diable. La voz más aguda era de un extranjero.No podría asegurar si se trataba de un hombre o una mujer. No entendió lo quedecía, pero tenía la impresión de que hablaba en español. El estado de lahabitación y de los cadáveres fue descrito por el testigo en la misma forma quelo hicimos ayer.   »Henri Duval, vecino, deprofesión platero, declara que formaba parte del primer grupo que entró en lacasa. Corrobora en general la declaración de Muset. Tan pronto forzaron lapuerta, volvieron a cerrarla para mantener alejada a la muchedumbre, que, pesea lo avanzado de la hora, se estaba reuniendo rápidamente. El testigo piensaque la voz más aguda pertenecía a un italiano. Está seguro de que no se tratabade un francés. No puede asegurar que se tratara de una voz masculina. Pudo serla de una mujer. No está familiarizado con la lengua italiana. No alcanzó adistinguir las palabras, pero por la entonación está convencido de que quienhablaba era italiano. Conocía a madame L. y a su hija. Había conversadofrecuentemente con ellas. Estaba seguro de que la voz aguda no pertenecía aninguna de las difuntas.   »Odenheimer, restaurateur. Estetestigo se ofreció voluntariamente a declarar. Como no habla francés,testimonió mediante un intérprete. Es originario de Amsterdam. Pasaba frente ala casa cuando se oyeron los gritos. Duraron varios minutos, probablementediez. Eran prolongados y agudos, tan horribles como penosos de oír. El testigofue uno de los que entraron en el edificio. Corroboró las declaracionesanteriores en todos sus detalles, salvo uno. Estaba seguro de que la voz másaguda pertenecía a un hombre y que se trataba de un francés. No pudo distinguirlas palabras pronunciadas. Eran fuertes y precipitadas, desiguales ypronunciadas aparentemente con tanto miedo como cólera. La voz era áspera; notanto aguda como áspera. El testigo no la calificaría de aguda. La voz másgruesa dijo varias veces: sacré, diable, y una vez Mon Dieu!   »Jules Mignaud, banquero, de lafirma Mignaud e hijos, en la calle Deloraine. Es el mayor de los Mignaud.Madame L’Espanaye poseía algunos bienes. Había abierto una cuenta en su bancodurante la primavera del año 18... (ocho años antes). Hacía frecuentesdepósitos de pequeñas sumas. No había retirado nada hasta tres días antes de sumuerte, en que personalmente extrajo la suma de 4.000 francos. La suma le fuepagada en oro y un empleado la llevó a su domicilio.   »Adolphe Lebon, empleado deMignaud e hijos, declara que el día en cuestión acompañó hasta su residencia amadame L’Espanaye, llevando los 4.000 francos en dos sacos. Una vez abierta lapuerta, mademoiselle L. vino a tomar uno de los sacos, mientras la ancianaseñora se encargaba del otro. Por su parte, el testigo saludó y se retiró. Novio a persona alguna en la calle en ese momento. Se trata de una calle pocoimportante, muy solitaria.   »William Bird, sastre, declaraque formaba parte del grupo que entró en la casa. Es de nacionalidad inglesa.Lleva dos años de residencia en París. Fue uno de los primeros en subir lasescaleras. Oyó voces que disputaban. La más ruda era la de un francés. Pudodistinguir varias palabras, pero ya no las recuerda todas. Oyó claramente:sacré y mon Dieu. En ese momento se oía un ruido como si varias personasestuvieran luchando, era un sonido de forcejeo, como si algo fuese arrastrado.La voz aguda era muy fuerte, mucho más que la voz ruda. Está seguro de que nose trataba de la voz de un inglés. Parecía la de un alemán. Podía ser una vozde mujer. El testigo no comprende el alemán.   »Cuatro de los testigos nombradosmás arriba fueron nuevamente interrogados, declarando que la puerta delaposento donde se encontró el cadáver de mademoiselle L. estaba cerrada pordentro cuando llegaron hasta ella. Reinaba un profundo silencio; no seescuchaban quejidos ni rumores de ninguna especie. No se vio a nadie en elmomento de forzar la puerta. Las ventanas, tanto de la habitación del frentecomo de la trasera, estaban cerradas y firmemente aseguradas por dentro. Entreambas habitaciones había una puerta cerrada, pero la llave no estaba echada. Lapuerta que comunicaba la habitación del frente con el corredor había sidocerrada con llave por dentro. Un cuarto pequeño situado en el frente del cuartopiso, al comienzo del corredor, apareció abierto, con la puerta entornada. Lahabitación estaba llena de camas viejas, cajones y objetos por el estilo. Seprocedió a revisarlos uno por uno, no se dejó sin examinar una sola pulgada dela casa. Se enviaron deshollinadores para que exploraran las chimeneas. La casatiene cuatro pisos, con mansardes. Una trampa que da al techo estaba firmementeasegurada con clavos y no parece haber sido abierta durante años. Los testigosno están de acuerdo sobre el tiempo transcurrido entre el momento en queescucharon las voces que disputaban y la apertura de la puerta de lahabitación. Algunos sostienen que transcurrieron tres minutos; otros calculancinco. Costó mucho violentar la puerta.   »Alfonso Garcio, empresario depompas fúnebres, habita en la rue Morgue. Es de nacionalidad española. Formabaparte del grupo que entró en la casa. No subió las escaleras. Tiene los nerviosdelicados y teme las consecuencias de toda agitación. Oyó las voces quedisputaban. La más ruda pertenecía a un francés. No pudo comprender lo quedecía. La voz aguda era la de un inglés; está seguro de esto. No comprende elinglés, pero juzga basándose en la entonación.   »Alberto Montani, confitero,declara que fue de los primeros en subir las escaleras. Oyó las voces encuestión. la voz ruda era la de un francés. Pudo distinguir varias palabras. Elque hablaba parecía reprochar alguna cosa. No pudo comprender las palabrasdichas por la voz más aguda, que hablaba rápida y desigualmente. Piensa que setrata de un ruso. Corrobora los testimonios restantes. Es de nacionalidaditaliana. Nunca habló con un nativo de Rusia.  »Nuevamente interrogados, variostestigos certificaron que las chimeneas de todas las habitaciones erandemasiado angostas para admitir el paso de un ser humano. Se pasaron“deshollinadores” -cepillos cilíndricos como los que usan los que limpianchimeneas- por todos los tubos existentes en la casa. No existe ningún pasajeen los fondos por el cual alguien hubiera podido descender mientras el gruposubía las escaleras. El cuerpo de mademoiselle L’Espanaye estaba tan firmementeencajado en la chimenea, que no pudo ser extraído hasta que cuatro o cinco personasunieron sus esfuerzos.   »Paul Dumas, médico, declara quefue llamado al amanecer para examinar los cadáveres de las víctimas. Los mismoshabían sido colocados sobre el colchón del lecho correspondiente a lahabitación donde se encontró a mademoiselle L. El cuerpo de la joven aparecíalleno de contusiones y excoriaciones. El hecho de que hubiese sido metido en lachimenea bastaba para explicar tales marcas. La garganta estaba enormementeexcoriada. Varios profundos arañazos aparecían debajo del mentón, conjuntamentecon una serie de manchas lívidas resultantes, con toda evidencia, de la presiónde unos dedos. El rostro estaba horriblemente pálido y los ojos se salían delas órbitas. La lengua aparecía a medias cortada. En la región del estómago sedescubrió una gran contusión, producida, aparentemente, por la presión de unarodilla. Según opinión del doctor Dumas, mademoiselle L’Espanaye había sidoestrangulada por una o varias personas.   »El cuerpo de la madre estabahorriblemente mutilado. Todos los huesos de la pierna y el brazo derechos sehallaban fracturados en mayor o menor grado. La tibia izquierda había quedadoreducida a astillas, así como todas las costillas del lado izquierdo. El cuerpoaparecía cubierto de contusiones y estaba descolorido. Resultaba imposibleprecisar el arma con que se habían inferido tales heridas. Un pesado garrote demano, o una ancha barra de hierro, quizá una silla, cualquier arma grande,pesada y contundente, en manos de un hombre sumamente robusto, podía haberproducido esos resultados. Imposible que una mujer pudiera infligir talesheridas con cualquier arma que fuese. La cabeza de la difunta aparecía separadadel cuerpo y, al igual que el resto, terriblemente contusa. Era evidente que lagarganta había sido seccionada con un instrumento muy afilado, probablementeuna navaja.   »Alexandre Etienne, cirujano, fuellamado al mismo tiempo que el doctor Dumas para examinar los cuerpos. Confirmóel testimonio y las opiniones de este último.   »No se ha obtenido ningún otrodato de importancia, a pesar de haberse interrogado a varias otras personas.Jamás se ha cometido en París un asesinato tan misterioso y tan enigmático ensus detalles... si es que en realidad se trata de un asesinato. La policía estáperpleja, lo cual no es frecuente en asuntos de esta naturaleza. Pero resultaimposible hallar la más pequeña clave del misterio.»La edición vespertina del diario declaraba que en el quartier Saint-Rochreinaba una intensa excitación, que se había practicado un nuevo y minuciosoexamen del lugar del hecho, mientras se interrogaba a nuevos testigos, pero queno se sabía nada nuevo. Un párrafo final agregaba, sin embargo, que un talAdolphe Lebon acababa de ser arrestado y encarcelado, aunque nada parecíaacusarlo, a juzgar por los hechos detallados.Dupin se mostraba singularmente interesado en el desarrollo del asunto; opor lo menos así me pareció por sus maneras, pues no hizo el menor comentario.Tan sólo después de haberse anunciado el arresto de Lebon me pidió mi pareceracerca de los asesinatos.No pude sino sumarme al de todo París y declarar que los consideraba unmisterio insoluble. No veía modo alguno de seguir el rastro al asesino.-No debemos pensar en los modos posibles que surgen de una investigacióntan rudimentaria -dijo Dupin-. La policía parisiense, tan alabada por supenetración, es muy astuta pero nada más. No procede con método, salvo el delmomento. Toma muchas disposiciones ostentosas, pero con frecuencia éstas sehallan tan mal adaptadas a su objetivo que recuerdan a Monsieur Jourdain, quepedía sa robe de chambre... pour mieux entendre la musique. Los resultadosobtenidos son con frecuencia sorprendentes, pero en su mayoría se logran porsimple diligencia y actividad. Cuando éstas son insuficientes, todos sus planesfracasan. Vidocq, por ejemplo, era hombre de excelentes conjeturas yperseverante. Pero como su pensamiento carecía de suficiente educación, errabacontinuamente por el excesivo ardor de sus investigaciones. Dañaba su visiónpor mirar el objeto desde demasiado cerca. Quizá alcanzaba a ver uno o dospuntos con singular acuidad, pero procediendo así perdía el conjunto de lacuestión. En el fondo se trataba de un exceso de profundidad, y la verdad nosiempre está dentro de un pozo. Por el contrario, creo que, en lo que se refiereal conocimiento más importante, es invariablemente superficial. La profundidadcorresponde a los valles, donde la buscamos, y no a las cimas montañosas, dondese la encuentra. Las formas y fuentes de este tipo de error se ejemplifican muybien en la contemplación de los cuerpos celestes. Si se observa una estrella deuna ojeada, oblicuamente, volviendo hacia ella la porción exterior de la retina(mucho más sensible a las impresiones luminosas débiles que la parte interior),se verá la estrella con claridad y se apreciará plenamente su brillo, el cualse empaña apenas la contemplamos de lleno. Es verdad que en este último casollegan a nuestros ojos mayor cantidad de rayos, pero la porción exterior poseeuna capacidad de recepción mucho más refinada. Por causa de una indebidaprofundidad confundimos y debilitamos el pensamiento, y Venus misma puedellegar a borrarse del firmamento si la escrutamos de manera demasiadosostenida, demasiado concentrada o directa.»En cuanto a esos asesinatos, procedamos personalmente a un examen antes deformarnos una opinión. La encuesta nos servirá de entretenimiento (me parecióque el término era extraño, aplicado al caso, pero no dije nada). Además, Lebonme prestó cierta vez un servicio por el cual le estoy agradecido. Iremos aestudiar el terreno con nuestros propios ojos. Conozco a G..., el prefecto depolicía, y no habrá dificultad en obtener el permiso necesario.
La autorización fue acordada, y nos encaminamos inmediatamente a la rueMorgue. Se trata de uno de esos míseros pasajes que corren entre la rueRichelieu y la rue Saint-Roch. Atardecía cuando llegamos, pues el barrio estabaconsiderablemente distanciado del de nuestra residencia. Encontramos fácilmentela casa, ya que aún había varias personas mirando las persianas cerradas desdela acera opuesta. Era una típica casa parisiense, con una puerta de entrada yuna casilla de cristales con ventana corrediza, correspondiente a la loge duconcierge. Antes de entrar recorrimos la calle, doblamos por un pasaje y, volviendoa doblar, pasamos por la parte trasera del edificio, mientras Dupin examinabala entera vecindad, así como la casa, con una atención minuciosa cuyo objeto meresultaba imposible de adivinar.Volviendo sobre nuestros pasos retornamos a la parte delantera y, luego dellamar y mostrar nuestras credenciales, fuimos admitidos por los agentes deguardia. Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde se habíaencontrado el cuerpo de mademoiselle L’Espanaye y donde aún yacían ambasvíctimas. Como es natural, el desorden del aposento había sido respetado. No vinada que no estuviese detallado en la Gazette des Tribunaux. Dupin loinspeccionaba todo, sin exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos luego alas otras habitaciones y al patio; un gendarme nos acompañaba a todas partes.El examen nos tuvo ocupados hasta que oscureció, y era de noche cuando salimos.En el camino de vuelta, mi amigo se detuvo algunos minutos en las oficinas de unode los diarios parisienses.He dicho ya que sus caprichos eran muchos y variados, y que je lesménageais (pues no hay traducción posible de la frase). En esta oportunidadDupin rehusó toda conversación vinculada con los asesinatos, hasta el díasiguiente a mediodía. Entonces, súbitamente, me preguntó si había observadoalguna cosa peculiar en el escenario de aquellas atrocidades.Algo había en su manera de acentuar la palabra, que me hizo estremecer sinque pudiera decir por qué.-No, nada peculiar -dije-. Por lo menos, nada que no hayamos encontrado yareferido en el diario.-Me temo -repuso Dupin- que la Gazette no haya penetrado en el insólitohorror de este asunto. Pero dejemos de lado las vanas opiniones de ese diario.Tengo la impresión de que se considera insoluble este misterio por lasmismísimas razones que deberían inducir a considerarlo fácilmente solucionable;me refiero a lo excesivo, a lo outré de sus características. La policía semuestra confundida por la aparente falta de móvil, y no por el asesinato en sí,sino por su atrocidad. Está asimismo perpleja por la aparente imposibilidad deconciliar las voces que se oyeron disputando, con el hecho de que en lo altosólo se encontró a la difunta mademoiselle L’Espanaye, aparte de que eraimposible escapar de la casa sin que el grupo que ascendía la escalera lonotara. El salvaje desorden del aposento; el cadáver metido, cabeza abajo, enla chimenea; la espantosa mutilación del cuerpo de la anciana, son elementosque, junto con los ya mencionados y otros que no necesito mencionar, hanbastado para paralizar la acción de los investigadores policiales y confundirpor completo su tan alabada perspicacia. Han caído en el grueso pero comúnerror de confundir lo insólito con lo abstruso. Pero, justamente a través deesas desviaciones del plano ordinario de las cosas, la razón se abrirá paso, siello es posible, en la búsqueda de la verdad. En investigaciones como la queahora efectuamos no debería preguntarse tanto «qué ha ocurrido», como «qué hayen lo ocurrido que no se parezca a nada ocurrido anteriormente». En unapalabra, la facilidad con la cual llegaré o he llegado a la solución de estemisterio se halla en razón directa de su aparente insolubilidad a ojos de lapolicía.Me quedé mirando a mi amigo con silenciosa estupefacción.-Estoy esperando ahora -continuó Dupin, mirando hacia la puerta de nuestrahabitación- a alguien que, si bien no es el perpetrador de esas carnicerías,debe de haberse visto envuelto de alguna manera en su ejecución. Es probableque sea inocente de la parte más horrible de los crímenes. Confío en que misuposición sea acertada, pues en ella se apoya toda mi esperanza de descifrarcompletamente el enigma. Espero la llegada de ese hombre en cualquiermomento... y en esta habitación. Cierto que puede no venir, pero lo másprobable es que llegue. Si así fuera, habrá que retenerlo. He ahí unaspistolas; los dos sabemos lo que se puede hacer con ellas cuando la ocasión sepresenta.Tomé las pistolas, sabiendo apenas lo que hacía y, sin poder creer lo queestaba oyendo, mientras Dupin, como si monologara, continuaba sus reflexiones.Ya he mencionado su actitud abstraída en esos momentos. Sus palabras sedirigían a mí, pero su voz, aunque no era forzada, tenía esa entonación que seemplea habitualmente para dirigirse a alguien que se halla muy lejos. Sus ojos,privados de expresión, sólo miraban la pared.-Las voces que disputaban y fueron oídas por el grupo que trepaba laescalera   -dijo- no eran las de lasdos mujeres, como ha sido bien probado por los testigos. Con esto quedaeliminada toda posibilidad de que la anciana señora haya matado a su hija,suicidándose posteriormente. Menciono esto por razones metódicas, ya que lafuerza de madame de L’Espanaye hubiera sido por completo insuficiente paraintroducir el cuerpo de su hija en la chimenea, tal como fue encontrado, aménde que la naturaleza de las heridas observadas en su cadáver excluye toda ideade suicidio. El asesinato, pues, fue cometido por terceros, y a éstospertenecían las voces que se escucharon mientras disputaban. Permítame ahorallamarle la atención, no sobre las declaraciones referentes a dichas voces,sino a algo peculiar en esas declaraciones. ¿No lo advirtió usted?Hice notar que, mientras todos los testigos coincidían en que la voz másruda debía ser la de un francés, existían grandes desacuerdos sobre la voz másaguda o -como la calificó uno de ellos- la voz áspera.-Tal es el testimonio en sí -dijo Dupin-, pero no su peculiaridad. Usted noha observado nada característico. Y, sin embargo, había algo que observar. Comobien ha dicho, los testigos coinciden sobre la voz ruda. Pero, con respecto ala voz aguda, la peculiaridad no consiste en que estén en desacuerdo, sino enque un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés han tratado dedescribirla, y cada uno de ellos se ha referido a una voz extranjera. Cada unode ellos está seguro de que no se trata de la voz de un compatriota. Cada unola vincula, no a la voz de una persona perteneciente a una nación cuyo idiomaconoce, sino a la inversa. El francés supone que es la voz de un español, yagrega que “podría haber distinguido algunas palabras sí hubiera sabidoespañol”. El holandés sostiene que se trata de un francés, pero nos enteramosde que como no habla francés, testimonió mediante un intérprete. El ingléspiensa que se trata de la voz de un alemán, pero el testigo no comprende elalemán. El español “está seguro” de que se trata de un inglés, pero “juzgabasándose en la entonación”, ya que no comprende el inglés. El italiano creeque es la voz de un ruso, pero nunca habló con un nativo de Rusia. Un segundotestigo francés difiere del primero y está seguro de que se trata de la voz deun italiano. No está familiarizado con la lengua italiana, pero al igual que elespañol, “está convencido por la entonación”. Ahora bien: ¡cuán extrañamenteinsólita tiene que haber sido esa voz para que pudieran reunirse semejantestestimonios! ¡Una voz en cuyos tonos los ciudadanos de las cinco grandesdivisiones de Europa no pudieran reconocer nada familiar! Me dirá usted quepodía tratarse de la voz de un asiático o un africano. Ni unos ni otros abundanen París, pero, sin negar esa posibilidad, me limitaré a llamarle la atenciónsobre tres puntos. Un testigo califica la voz de “áspera, más que aguda”. Otrosdos señalan que era «precipitada y desigual». Ninguno de los testigos serefirió a palabras reconocibles, a sonidos que parecieran palabras.»No sé -continuó Dupin- la impresión que pudo haber causado hasta ahora ensu entendimiento, pero no vacilo en decir que cabe extraer deduccioneslegítimas de esta parte del testimonio -la que se refiere a las voces ruda yaguda-, suficientes para crear una sospecha que debe de orientar todos lospasos futuros de la investigación del misterio. Digo «deducciones legítimas»,sin expresar plenamente lo que pienso. Quiero dar a entender que lasdeducciones son las únicas que corresponden, y que la sospecha surgeinevitablemente como resultado de las mismas. No le diré todavía cuál es estasospecha. Pero tenga presente que, por lo que a mí se refiere, bastó para darforma definida y tendencia determinada a mis investigaciones en el lugar delhecho.«Transportémonos ahora con la fantasía a esa habitación. ¿Qué buscaremos enprimer lugar? Los medios de evasión empleados por los asesinos. Supongo quebien puedo decir que ninguno de los dos cree en acontecimientos sobrenaturales.Madame y mademoiselle L’Espanaye no fueron asesinadas por espíritus. Losautores del hecho eran de carne y hueso, y escaparon por medios materiales.¿Cómo, pues? Afortunadamente, sólo hay una manera de razonar sobre este punto,y esa manera debe conducirnos a una conclusión definida. Examinemos uno por unolos posibles medios de escape. Resulta evidente que los asesinos se hallaban enel cuarto donde se encontró a mademoiselle L’Espanaye, o por lo menos en lapieza contigua, en momentos en que el grupo subía las escaleras. Vale decir quedebemos buscar las salidas en esos dos aposentos. La policía ha levantado lospisos, los techos y la mampostería de las paredes en todas direcciones. Ningunasalida secreta pudo escapar a sus observaciones. Pero como no me fío de susojos, miré el lugar con los míos. Efectivamente, no había salidas secretas. Lasdos puertas que comunican las habitaciones con el corredor estaban biencerradas, con las llaves por dentro. Veamos ahora las chimeneas. Aunque dediámetro ordinario en los primeros ocho o diez pies por encima de los hogares,los tubos no permitirían más arriba el paso del cuerpo de un gato grande.Quedando así establecida la total imposibilidad de escape por las víasmencionadas nos vemos reducidos a las ventanas. Nadie podría haber huido por ladel cuarto delantero, ya que la muchedumbre reunida lo hubiese visto. Losasesinos tienen que haber pasado, pues, por las de la pieza trasera. Llevados aesta conclusión de manera tan inequívoca, no nos corresponde, en nuestracalidad de razonadores, rechazarla por su aparente imposibilidad. Lo único quecabe hacer es probar que esas aparentes “imposibilidades” no son tales enrealidad.»Hay dos ventanas en el aposento. Contra una de ellas no hay ningún muebleque la obstruya, y es claramente visible. La porción inferior de la otra quedaoculta por la cabecera del pesado lecho, que ha sido arrimado a ella. Laprimera ventana apareció firmemente asegurada desde dentro. Resistió los másviolentos esfuerzos de quienes trataron de levantarla. En el marco, a laizquierda, había una gran perforación de barreno, y en ella un solidísimo clavohundido casi hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana se vio que había unclavo colocado en forma similar; todos los esfuerzos por levantarla fueronigualmente inútiles. La policía, pues, se sintió plenamente segura de que lahuida no se había producido por ese lado. Y, por tanto, consideró superfluoextraer los clavos y abrir las ventanas.»Mi examen fue algo más detallado, y eso por la razón que acabo de darle:allí era el caso de probar que todas las aparentes imposibilidades no erantales en realidad.«Seguí razonando en la siguiente forma... a posteriori. Los asesinosescaparon desde una de esas ventanas. Por tanto, no pudieron asegurarnuevamente los marcos desde el interior, tal como fueron encontrados(consideración que, dado lo obvio de su carácter, interrumpió la búsqueda de lapolicía en ese terreno). Los marcos estaban asegurados. Es necesario, pues, quetengan una manera de asegurarse por sí mismos. La conclusión no admitíaescapatoria. Me acerqué a la ventana que tenía libre acceso, extraje con algunadificultad el clavo y traté de levantar el marco. Tal como lo había anticipado,resistió a todos mis esfuerzos. Comprendí entonces que debía de haber algúnresorte oculto, y la corroboración de esta idea me convenció de que por lomenos mis premisas eran correctas, aunque el detalle referente a los clavoscontinuara siendo misterioso. Un examen detallado no tardó en revelarme elresorte secreto. Lo oprimí y, satisfecho de mi descubrimiento, me abstuve delevantar el marco.»Volví a poner el clavo en su sitio y lo observé atentamente. Una personaque escapa por la ventana podía haberla cerrado nuevamente, y el resorte habríaasegurado el marco. Pero, ¿cómo reponer el clavo? La conclusión era evidente yestrechaba una vez más el campo de mis investigaciones. Los asesinos tenían quehaber escapado por la otra ventana. Suponiendo, pues, que los resortes fueranidénticos en las dos ventanas, como parecía probable, necesariamente tenía quehaber una diferencia entre los clavos, o por lo menos en su manera de estarcolocados. Trepando al armazón de la cama, miré minuciosamente el marco desostén de la segunda ventana. Pasé la mano por la parte posterior, descubriendoen seguida el resorte que, tal como había supuesto, era idéntico a su vecino.Miré luego el clavo. Era tan sólido como el otro y aparentemente estaba fijo dela misma manera y hundido casi hasta la cabeza.»Pensará usted que me sentí perplejo, pero si así fuera no ha comprendidola naturaleza de mis inducciones. Para usar una frase deportiva, hasta entoncesno había cometido falta. No había perdido la pista un solo instante. Loseslabones de la cadena no tenían ninguna falla. Había perseguido el secretohasta su última conclusión: y esa conclusión era el clavo. Ya he dicho quetenía todas las apariencias de su vecino de la otra ventana; pero el hecho, pormás concluyente que pareciera, resultaba de una absoluta nulidad comparado conla consideración de que allí, en ese punto, se acababa el hilo conductor.“Tiene que haber algo defectuoso en el clavo”, pensé. Al tocarlo, su cabezaquedó entre mis dedos juntamente con un cuarto de pulgada de la espiga. Elresto de la espiga se hallaba dentro del agujero, donde se había roto. Lafractura era muy antigua, pues los bordes aparecían herrumbrados, y parecíahaber sido hecho de un martillazo, que había hundido parcialmente la cabeza delclavo en el marco inferior de la ventana. Volví a colocar cuidadosamente laparte de la cabeza en el lugar de donde la había sacado, y vi que el clavo dabala exacta impresión de estar entero; la fisura resultaba invisible. Apretandoel resorte, levanté ligeramente el marco; la cabeza del clavo subió con él, sinmoverse de su lecho. Cerré la ventana, y el clavo dio otra vez la impresión deestar dentro.»Hasta ahora, el enigma quedaba explicado. El asesino había huido por laventana que daba a la cabecera del lecho. Cerrándose por sí misma (o quizá exprofeso) la ventana había quedado asegurada por su resorte. Y la resistenciaofrecida por éste había inducido a la policía a suponer que se trataba delclavo, dejando así de lado toda investigación suplementaria.»La segunda cuestión consiste en el modo del descenso. Mi paseo con ustedpor la parte trasera de la casa me satisfizo al respecto. A unos cinco pies ymedio de la ventana en cuestión corre una varilla de pararrayos. Desde esavarilla hubiera resultado imposible alcanzar la ventana, y mucho menosintroducirse por ella. Observé, sin embargo, que las persianas del cuarto pisopertenecen a esa curiosa especie que los carpinteros parisienses denominanferrades; es un tipo rara vez empleado en la actualidad, pero que se ve confrecuencia en casas muy viejas de Lyon y Bordeaux. Se las fabrica como unapuerta ordinaria (de una sola hoja, y no de doble batiente), con la diferenciade que la parte inferior tiene celosías o tablillas que ofrecen excelenteasidero para las manos. En este caso las persianas alcanzan un ancho de trespies y medio. Cuando las vimos desde la parte posterior de la casa, ambasestaban entornadas, es decir, en ángulo recto con relación a la pared. Esprobable que también los policías hayan examinado los fondos del edificio;pero, si así lo hicieron, miraron las ferrades en el ángulo indicado, sin darsecuenta de su gran anchura; por lo menos no la tomaron en cuenta. Sin duda,seguros de que por esa parte era imposible toda fuga, se limitaron a un examenmuy sumario. Para mí, sin embargo, era claro que si se abría del todo lapersiana correspondiente a la ventana situada sobre el lecho, su borde quedaríaa unos dos pies de la varilla del pararrayos. También era evidente que,desplegando tanta agilidad como coraje, se podía llegar hasta la ventanatrepando por la varilla. Estirándose hasta una distancia de dos pies y medio(ya que suponemos la persiana enteramente abierta), un ladrón habría podidosujetarse firmemente de las tablillas de la celosía. Abandonando entonces susostén en la varilla, afirmando los pies en la pared y lanzándose vigorosamentehacia adelante habría podido hacer girar la persiana hasta que se cerrara; sisuponemos que la ventana estaba abierta en este momento, habría logrado entrarasí en la habitación.»Le pido que tenga especialmente en cuenta que me refiero a un insólitogrado de vigor, capaz de llevar a cabo una hazaña tan azarosa y difícil. Miintención consiste en demostrarle, primeramente, que el hecho pudo ser llevadoa cabo; pero, en segundo lugar, y muy especialmente, insisto en llamar suatención sobre el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de ese vigorcapaz de cosa semejante.»Usando términos judiciales, usted me dirá sin duda que para «redondear micaso» debería subestimar y no poner de tal modo en evidencia la agilidad que serequiere para dicha proeza. Pero la práctica de los tribunales no es la de larazón. Mi objetivo final es tan sólo la verdad. Y mi propósito inmediatoconsiste en inducirlo a que yuxtaponga la insólita agilidad que he mencionado aesa voz tan extrañamente aguda (o áspera) y desigual sobre cuya nacionalidad nopudieron ponerse de acuerdo los testigos y en cuyos acentos no se logró distinguirningún vocablo articulado.Al oír estas palabras pasó por mi mente una vaga e informe concepción de loque quería significar Dupin. Me pareció estar a punto de entender, pero sinllegar a la comprensión, así como a veces nos hallamos a punto de recordar algoque finalmente no se concreta. Pero mi amigo seguía hablando.-Habrá notado usted -dijo- que he pasado de la cuestión de la salida de lacasa a la del modo de entrar en ella. Era mi intención mostrar que ambas cosasse cumplieron en la misma forma y en el mismo lugar. Volvamos ahora al interiordel cuarto y examinemos lo que allí aparece. Se ha dicho que los cajones de lacómoda habían sido saqueados, aunque quedaron en ellos numerosas prendas. Estaconclusión es absurda. No pasa de una simple conjetura, bastante tonta por lodemás. ¿Cómo podemos asegurar que las ropas halladas en los cajones no eran lasque éstos contenían habitualmente? Madame L’Espanaye y su hija llevaban unavida muy retirada, no veían a nadie, salían raras veces, y pocas ocasiones seles presentaban de cambiar de tocado. Lo que se encontró en los cajones era detan buena calidad como cualquiera de los efectos que poseían las damas. Si unladrón se llevó una parte, ¿por qué no tomó lo mejor... por qué no se llevótodo? En una palabra: ¿por qué abandonó cuatro mil francos en oro, paracargarse con un hato de ropa? El oro fue abandonado. La suma mencionada pormonsieur Mignaud, el banquero, apareció en su casi totalidad en los sacostirados por el suelo. Le pido, por tanto, que descarte de sus pensamientos ladesatinada idea de un móvil, nacida en el cerebro de los policías por esa partedel testimonio que se refiere al dinero entregado en la puerta de la casa.Coincidencias diez veces más notables que ésta (la entrega del dinero y elasesinato de sus poseedores tres días más tarde) ocurren a cada hora denuestras vidas sin que nos preocupemos por ellas. En general, las coincidenciasson grandes obstáculos en el camino de esos pensadores que todo lo ignoran dela teoría de las probabilidades, esa teoría a la cual los objetivos máseminentes de la investigación humana deben los más altos ejemplos. En estainstancia, si el oro hubiese sido robado, el hecho de que la suma hubiese sidoentregada tres días antes habría constituido algo más que una coincidencia.Antes bien, hubiera corroborado la noción de un móvil. Pero, dadas lasverdaderas circunstancias del caso, si hemos de suponer que el oro era el móvildel crimen, tenemos entonces que admitir que su perpetrador era lo bastanteindeciso y lo bastante estúpido como para olvidar el oro y el móvil al mismotiempo.»Teniendo, pues, presentes los puntos sobre los cuales he llamado suatención -la voz singular, la insólita agilidad y la sorprendente falta demóvil en un asesinato tan atroz como éste-, echemos una ojeada a la carniceríaen sí. Estamos ante una mujer estrangulada por la presión de unas manos eintroducida en el cañón de la chimenea con la cabeza hacia abajo. Los asesinosordinarios no emplean semejantes métodos. Y mucho menos esconde al asesinado enesa forma. En el hecho de introducir el cadáver en la chimenea admitirá ustedque hay algo excesivamente inmoderado, algo por completo inconciliable connuestras nociones sobre los actos humanos, incluso si suponemos que su autor esel más depravado de los hombres. Piense, asimismo, en la fuerza prodigiosa quehizo falta para introducir el cuerpo hacia arriba, cuando para hacerlodescender fue necesario el concurso de varias personas.»Volvámonos ahora a las restantes señales que pudo dejar ese maravillosovigor. En el hogar de la chimenea se hallaron espesos (muy espesos) mechones decabello humano canoso. Habían sido arrancados de raíz. Bien sabe usted lafuerza que se requiere para arrancar en esa forma veinte o treinta cabellos. Yademás vio los mechones en cuestión tan bien como yo. Sus raíces (cosahorrible) mostraban pedazos del cuero cabelludo, prueba evidente de laprodigiosa fuerza ejercida para arrancar quizá medio millón de cabellos de untirón. La garganta de la anciana señora no solamente estaba cortada, sino quela cabeza había quedado completamente separada del cuerpo; el instrumento erauna simple navaja. Lo invito a considerar la brutal ferocidad de estasacciones. No diré nada de las contusiones que presentaba el cuerpo de MadameL’Espanaye. Monsieur Dumas y su valioso ayudante, monsieur Etienne, handecidido que fueron producidas por un instrumento contundente, y hasta ahí laopinión de dichos caballeros es muy correcta. El instrumento contundente fueevidentemente el pavimento de piedra del patio, sobre el cual cayó la víctimadesde la ventana que da sobre la cama. Por simple que sea, esto escapó a lapolicía por la misma razón que se les escapó el ancho de las persianas: frentea la presencia de clavos se quedaron ciegos ante la posibilidad de que lasventanas hubieran sido abiertas alguna vez.»Si ahora, en adición a estas cosas, ha reflexionado usted adecuadamentesobre el extraño desorden del aposento, hemos llegado al punto de podercombinar las nociones de una asombrosa agilidad, una fuerza sobrehumana, unaferocidad brutal, una carnicería sin motivo, una grotesquerie en el horror porcompleto ajeno a lo humano, y una voz de tono extranjero para los oídos dehombres de distintas nacionalidades y privada de todo silabeo inteligible. ¿Quéresultado obtenemos? ¿Qué impresión he producido en su imaginación?Al escuchar las preguntas de Dupin sentí que un estremecimiento recorría micuerpo.-Un maníaco es el autor del crimen -dije-. Un loco furioso escapado dealguna maison de santé de la vecindad.-En cierto sentido -dijo Dupin-, su idea no es inaplicable. Pero, aun ensus más salvajes paroxismos, las voces de los locos jamás coinciden con esaextraña voz escuchada en lo alto. Los locos pertenecen a alguna nación, y, pormás incoherentes que sean sus palabras, tienen, sin embargo, la coherencia delsilabeo. Además, el cabello de un loco no es como el que ahora tengo en lamano. Arranqué este pequeño mechón de entre los dedos rígidamente apretados demadame L’Espanaye. ¿Puede decirme qué piensa de ellos?-¡Dupin... este cabello es absolutamente extraordinario...! ¡No es cabellohumano!   -grité, trastornado porcompleto.-No he dicho que lo fuera -repuso mi amigo-. Pero antes de que resolvamoseste punto, le ruego que mire el bosquejo que he trazado en este papel. Es unfacsímil de lo que en una parte de las declaraciones de los testigos sedescribió como «contusiones negruzcas, y profundas huellas de uñas» en lagarganta de mademoiselle L’Espanaye, y en otra (declaración de los señoresDumas y Etienne) como «una serie de manchas lívidas que, evidentemente,resultaban de la presión de unos dedos».«Notará usted -continuó mi amigo, mientras desplegaba el papel- que estediseño indica una presión firme y fija. No hay señal alguna de deslizamiento.Cada dedo mantuvo (probablemente hasta la muerte de la víctima) su terriblepresión en el sitio donde se hundió primero. Le ruego ahora que trate decolocar todos sus dedos a la vez en las respectivas impresiones, tal comoaparecen en el dibujo.Lo intenté sin el menor resultado.-Quizá no estemos procediendo debidamente -dijo Dupin-. El papel es unasuperficie plana, mientras que la garganta humana es cilíndrica. He aquí unrodillo de madera, cuya circunferencia es aproximadamente la de una garganta.Envuélvala con el dibujo y repita el experimento.Así lo hice, pero las dificultades eran aún mayores.-Esta marca -dije- no es la de una mano humana.-Lea ahora -replicó Dupin- este pasaje de Cuvier.Era una minuciosa descripción anatómica y descriptiva del gran orangutánleonado de las islas de la India oriental. La gigantesca estatura, laprodigiosa fuerza y agilidad, la terrible ferocidad y las tendencias imitativasde estos mamíferos son bien conocidas. Instantáneamente comprendí todo elhorror del asesinato.-La descripción de los dedos -dije al terminar la lectura-concuerdaexactamente con este dibujo. Sólo un orangután, entre todos los animalesexistentes, es capaz de producir las marcas que aparecen en su diseño. Y elmechón de pelo coincide en un todo con el pelaje de la bestia descrita porCuvier. De todas maneras, no alcanzo a comprender los detalles de esteaterrador misterio. Además, se escucharon dos voces que disputaban y una deellas era, sin duda, la de un francés.-Cierto, Y recordará usted que, casi unánimemente, los testigos declararonhaber oído decir a esa voz las palabras: Mon Dieu! Dadas las circunstancias, unode los testigos (Montani, el confitero) acertó al sostener que la exclamacióntenía un tono de reproche o reconvención. Sobre esas dos palabras, pues, heapoyado todas mis esperanzas de una solución total del enigma. Un francésestuvo al tanto del asesinato. Es posible -e incluso muy probable- que fuerainocente de toda participación en el sangriento episodio. El orangután pudohabérsele escapado. Quizá siguió sus huellas hasta la habitación; pero, dadaslas terribles circunstancias que se sucedieron, le fue imposible capturarlootra vez. El animal anda todavía suelto. No continuaré con estas conjeturas(pues no tengo derecho a darles otro nombre), ya que las sombras de reflexiónque les sirven de base poseen apenas suficiente profundidad para ser alcanzadaspor mi intelecto, y no pretenderé mostrarlas con claridad a la inteligencia deotra persona. Las llamaremos conjeturas, pues, y nos referiremos a ellas comotales. Si el francés en cuestión es, como lo supongo, inocente de talatrocidad, este aviso que deje anoche cuando volvíamos a casa en las oficinasde Le Monde (un diario consagrado a cuestiones marítimas y muy leído por losnavegantes) lo hará acudir a nuestra casa.Me alcanzó un papel, donde leí:   Capturado.-En el Bois deBoulogne, en la mañana del... (la mañana del asesinato), se ha capturado ungran orangután leonado de la especie de Borneo. Su dueño (de quien se sabe quees un marinero perteneciente a un barco maltés) puede reclamarlo, previaidentificación satisfactoria y pago de los gastos resultantes de su captura ycuidado. Presentarse al número... calle... Faubourg Saint-Germain... tercerpiso.-Pero, ¿cómo es posible -pregunté- que sepa usted que el hombre es unmarinero y que pertenece a un barco maltes?-No lo sé -dijo Dupin- y no estoy seguro de ello. Pero he aquí un trocitode cinta que, a juzgar por su forma y su grasienta condición, debió de serusado para atar el pelo en una de esas largas queues de que tan orgullosos semuestran los marineros. Además, el nudo pertenece a esa clase que pocaspersonas son capaces de hacer, salvo los marinos, y es característico de losmalteses. Encontré esta cinta al pie de la varilla del pararrayos. Imposibleque perteneciera a una de las víctimas. De todos modos, si me equivoco aldeducir de la cinta que el francés era un marinero perteneciente a un barcomaltes, no he causado ningún daño al estamparlo en el aviso. Si me equivoco, elhombre pensará que me he confundido por alguna razón que no se tomará eltrabajo de averiguar. Pero si estoy en lo cierto, hay mucho de ganado.Conocedor, aunque inocente de los asesinatos, el francés vacilará, como esnatural, antes de responder al aviso y reclamar el orangután. He aquí cómorazonará: «Soy inocente y pobre; mi orangután es muy valioso y para un hombrecomo yo representa una verdadera fortuna. ¿Por qué perderlo a causa de unatonta aprensión? Está ahí, a mi alcance. Lo han encontrado en el Bois deBoulogne, a mucha distancia de la escena del crimen. ¿Cómo podría sospechar alguienque ese animal es el culpable? La policía está desorientada y no ha podidoencontrar la más pequeña huella. Si llegaran a seguir la pista del mono, lesserá imposible probar que supe algo de los crímenes o echarme alguna culpa comotestigo de ellos. Además, soy conocido. El redactor del aviso me designa comodueño del animal. Ignoro hasta dónde llega su conocimiento. Si renuncio areclamar algo de tanto valor, que se sabe de mi pertenencia, las sospechasrecaerán, por lo menos, sobre el animal. Contestaré al aviso, recobraré elorangután y lo tendré encerrado hasta que no se hable más del asunto.»En ese momento oímos pasos en la escalera.-Prepare las pistolas -dijo Dupin-, pero no las use ni las exhiba hasta quele haga una seña.La puerta de entrada de la casa había quedado abierta y el visitante habíaentrado sin llamar, subiendo algunos peldaños de la escalera. Pero, de pronto,pareció vacilar y lo oímos bajar. Dupin corría ya a la puerta cuando advertimosque volvía a subir. Esta vez no vaciló, sino que, luego de trepar decididamentela escalera, golpeó en nuestra puerta.-¡Adelante! -dijo Dupin con voz cordial y alegre.El hombre que entró era, con toda evidencia, un marino, alto, robusto ymusculoso, con un semblante en el que cierta expresión audaz no resultabadesagradable. Su rostro, muy atezado, aparecía en gran parte oculto por laspatillas y los bigotes. Traía consigo un grueso bastón de roble, pero alparecer ésa era su única arma. Inclinóse torpemente, dándonos las buenas nochesen francés; a pesar de un cierto acento suizo de Neufchatel, se veía que era deorigen parisiense.-Siéntese usted, amigo mío -dijo Dupin-. Supongo que viene en busca delorangután. Palabra, se lo envidio un poco; es un magnífico animal, que presumodebe de tener gran valor. ¿Qué edad le calcula usted?El marinero respiró profundamente, con el aire de quien se siente aliviadode un peso intolerable, y contestó con tono reposado:-No podría decirlo, pero no tiene más de cuatro o cinco años. ¿Lo guardausted aquí?-¡Oh, no! Carecemos de lugar adecuado. Está en una caballeriza de la rueDubourg, cerca de aquí. Podría usted llevárselo mañana por la mañana. Supongoque estará en condiciones de probar su derecho de propiedad.
-Por supuesto que sí, señor.-Lamentaré separarme de él -dijo Dupin.-No quisiera que usted se hubiese molestado por nada -declaró el marinero-.Estoy dispuesto a pagar una recompensa por el hallazgo del animal. Una sumarazonable, se entiende.-Pues bien -repuso mi amigo-, eso me parece muy justo. Déjeme pensar: ¿quéle pediré? ¡Ah, ya sé! He aquí cuál será mi recompensa: me contará usted todolo que sabe sobre esos crímenes en la rue Morgue.Dupin pronunció las últimas palabras en voz muy baja y con grantranquilidad. Después, con igual calma, fue hacia la puerta, la cerró y guardóla llave en el bolsillo. Sacando luego una pistola, la puso sin la menor prisasobre la mesa.El rostro del marinero enrojeció como si un acceso de sofocación se hubieraapoderado de él. Levantándose, aferró su bastón, pero un segundo después sedejó caer de nuevo en el asiento, temblando violentamente y pálido como lamuerte. No dijo una palabra. Lo compadecí desde lo más profundo de mi corazón.-Amigo mío, se está usted alarmando sin necesidad -dijo cordialmenteDupin-. Le aseguro que no tenemos intención de causarle el menor daño. Lejos denosotros querer perjudicarlo: le doy mi palabra de caballero y de francés.Estoy perfectamente enterado de que es usted inocente de las atrocidades de larue Morgue. Pero sería inútil negar que, en cierto modo, se halla implicado enellas. Fundándose en lo que le he dicho, supondrá que poseo medios deinformación sobre este asunto, medios que le sería imposible imaginar. El casose plantea de la siguiente manera: usted no ha cometido nada que no debierahaber cometido, nada que lo haga culpable. Ni siquiera se le puede acusar derobo, cosa que pudo llevar a cabo impunemente. No tiene nada que ocultar nirazón para hacerlo. Por otra parte, el honor más elemental lo obliga a confesartodo lo que sabe. Hay un hombre inocente en la cárcel, acusado de un crimencuyo perpetrador puede usted denunciar.Mientras Dupin pronunciaba estas palabras, el marinero había recobrado enbuena parte su compostura, aunque su aire decidido del comienzo habíasedesvanecido por completo.-¡Dios venga en mi ayuda! -dijo, después de una pausa-. Sí, le diré todo loque sé sobre este asunto, aunque no espero que crea ni la mitad de lo que voy acontarle... ¡Estaría loco si pensara que van a creerme! Y, sin embargo, soyinocente, y lo confesaré todo aunque me cueste la vida.En sustancia, lo que nos dijo fue lo siguiente: Poco tiempo atrás, habíahecho un viaje al archipiélago índico. Un grupo del que formaba partedesembarcó en Borneo y penetró en el interior a fin de hacer una excursiónplacentera. Entre él y un compañero capturaron al orangután. Como su compañerofalleciera, quedó dueño único del animal. Después de considerablesdificultades, ocasionadas por la indomable ferocidad de su cautivo durante elviaje de vuelta, logró finalmente encerrarlo en su casa de París, donde, paraaislarlo de la incómoda curiosidad de sus vecinos, lo mantenía cuidadosamenterecluido, mientras el animal curaba de una herida en la pata que se había hechocon una astilla a bordo del buque. Una vez curado, el marinero estaba dispuestoa venderlo.Una noche, o más bien una madrugada, en que volvía de una pequeña juerga demarineros, nuestro hombre se encontró con que el orangután había penetrado ensu dormitorio, luego de escaparse de la habitación contigua donde su captorhabía creído tenerlo sólidamente encerrado. Navaja en mano y embadurnado dejabón, habíase sentado frente a un espejo y trataba de afeitarse, tal como, sinduda, había visto hacer a su amo espiándolo por el ojo de la cerradura.Aterrado al ver arma tan peligrosa en manos de un animal que, en su ferocidad,era harto capaz de utilizarla, el marinero se quedó un instante sin saber quéhacer. Por lo regular, lograba contener al animal, aun en sus arrebatos másterribles, con ayuda de un látigo, y pensó acudir otra vez a ese recurso. Peroal verlo, el orangután se lanzó de un salto a la puerta, bajó las escaleras y, desdeellas, saltando por una ventana que desgraciadamente estaba abierta, se dejócaer a la calle.Desesperado, el francés se precipitó en su seguimiento. Navaja en mano, elmono se detenía para mirar y hacer muecas a su perseguidor, dejándolo acercarsecasi hasta su lado. Entonces echaba a correr otra vez. Siguió así la cazadurante largo tiempo. Las calles estaban profundamente tranquilas, pues erancasi las tres de la madrugada. Al atravesar el pasaje de los fondos de la rueMorgue, la atención del fugitivo se vio atraída por la luz que salía de laventana abierta del aposento de madame L’Espanaye, en el cuarto piso de sucasa. Precipitándose hacia el edificio, descubrió la varilla del pararrayos,trepó por ella con inconcebible agilidad, aferró la persiana que se hallabacompletamente abierta y pegada a la pared, y en esta forma se lanzó haciaadelante hasta caer sobre la cabecera de la cama. Todo esto había ocurrido enmenos de un minuto. Al saltar en la habitación, las patas del orangutánrechazaron nuevamente la persiana, la cual quedó abierta.El marinero, a todo esto, se sentía tranquilo y preocupado al mismo tiempo.Renacían sus esperanzas de volver a capturar a la bestia, ya que le seríadifícil escapar de la trampa en que acababa de meterse, salvo que bajara otravez por el pararrayos, ocasión en que sería posible atraparlo. Por otra parte,se sentía ansioso al pensar en lo que podría estar haciendo en la casa. Estaúltima reflexión indujo al hombre a seguir al fugitivo. Para un marinero no haydificultad en trepar por una varilla de pararrayos; pero, cuando hubo llegado ala altura de la ventana, que quedaba muy alejada a su izquierda, no pudo seguiradelante; lo más que alcanzó fue a echarse a un lado para observar el interiordel aposento. Apenas hubo mirado, estuvo a punto de caer a causa del horror quelo sobrecogió. Fue en ese momento cuando empezaron los espantosos alaridos quearrancaron de su sueño a los vecinos de la rue Morgue. Madame L’Espanaye y suhija, vestidas con sus camisones de dormir, habían estado aparentementeocupadas en arreglar algunos papeles en la caja fuerte ya mencionada, la cualhabía sido corrida al centro del cuarto. Hallábase abierta, y a su lado, en elsuelo, los papeles que contenía. Las víctimas debían de haber estado sentadasdando la espalda a la ventana, y, a juzgar por el tiempo transcurrido entre laentrada de la bestia y los gritos, parecía probable que en un primer momento nohubieran advertido su presencia. El golpear de la persiana pudo ser atribuidopor ellas al viento.En el momento en que el marinero miró hacia el interior del cuarto, elgigantesco animal había aferrado a madame L’Espanaye por el cabello (que ladama tenía suelto, como si se hubiera estado peinando) y agitaba la navajacerca de su cara imitando los movimientos de un barbero. La hija yacía postradae inmóvil, víctima de un desmayo. Los gritos y los esfuerzos de la ancianaseñora, durante los cuales le fueron arrancados los mechones de la cabeza,tuvieron por efecto convertir los propósitos probablemente pacíficos delorangután en otros llenos de furor. Con un solo golpe de su musculoso brazoseparó casi completamente la cabeza del cuerpo de la víctima. La vista de lasangre transformó su cólera en frenesí. Rechinando los dientes y echando fuegopor los ojos, saltó sobre el cuerpo de la joven y, hundiéndole las terriblesgarras en la garganta, las mantuvo así hasta que hubo expirado. Las furiosasmiradas de la bestia cayeron entonces sobre la cabecera del lecho, sobre elcual el rostro de su amo, paralizado por el horror, alcanzaba apenas adivisarse. La furia del orangután, que, sin duda, no olvidaba el temido látigo,se cambió instantáneamente en miedo. Seguro de haber merecido un castigo,pareció deseoso de ocultar sus sangrientas acciones, y se lanzó por el cuartolleno de nerviosa agitación, echando abajo y rompiendo los muebles a cada saltoy arrancando el lecho de su bastidor. Finalmente se apoderó del cadáver demademoiselle L’Espanaye y lo metió en el cañón de la chimenea, tal como fueencontrado luego, tomó luego el de la anciana y lo tiró de cabeza por laventana.En momentos en que el mono se acercaba a la ventana con su mutilada carga,el marinero se echó aterrorizado hacia atrás y, deslizándose sin precauciónalguna hasta el suelo, corrió inmediatamente a su casa, temeroso de lasconsecuencias de semejante atrocidad y olvidando en su terror toda preocupaciónpor la suerte del orangután. Las palabras que los testigos oyeron en laescalera fueron las exclamaciones de espanto del francés, mezcladas con losdiabólicos sonidos que profería la bestia.Poco me queda por agregar. El orangután debió de escapar por la varilla delpararrayos un segundo antes de que la puerta fuera forzada. Sin duda, cerró laventana a su paso. Más tarde fue capturado por su mismo dueño, quien lo vendióal Jardin des Plantes en una elevada suma.Lebon fue puesto en libertad inmediatamente después que hubimos narradotodas las circunstancias del caso -con algunos comentarios por parte de Dupin-en el bureau del prefecto de policía. Este funcionario, aunque muy biendispuesto hacia mi amigo, no pudo ocultar del todo el fastidio que le producíael giro que había tomado el asunto, y deslizó uno o dos sarcasmos sobre laconveniencia de que cada uno se ocupara de sus propios asuntos.-Déjelo usted hablar -me dijo Dupin, que no se había molestado enreplicarle-. Deje que se desahogue; eso aliviará su conciencia. Me doy porsatisfecho con haberlo derrotado en su propio terreno. De todos modos, el hechode que haya fracasado en la solución del misterio no es ninguna razón paraasombrarse; en verdad, nuestro amigo el prefecto es demasiado astuto para serprofundo. No hay fibra en su ciencia: mucha cabeza y nada de cuerpo, como lasimágenes de la diosa Laverna, o, a lo sumo, mucha cabeza y lomos, como unbacalao. Pero después de todo es un buen hombre. Lo estimo especialmente porcierta forma maestra de gazmoñería, a la cual debe su reputación. Me refiero ala manera que tiene de nier ce qui est, et d’ expliquer ce qui n’est pas.
FIN

Volver a la Portada de Logo Paperblog