Revista Literatura

Cuentos del Castillo

Publicado el 25 junio 2014 por Lorena
   Hoy le echamos un vistazo al comienzo de este libro, ¿les parece? 
Cuentos del CastilloPrólogo    El manuscrito fue encontrado por un grupo de exploradores.
   Nadie del pueblo se hubiera atrevido a acercarse a aquel lugar. Ese hueco en el bosque no era natural. Un claroscuro cubría la tierra quemada, rodeada por un lodazal viscoso que corría como un río. Había yacido algo allí, todavía podía sentirse su presencia ominosa, imponente, en el medio del claro. Aquella presencia detenía el aire a su alrededor.
   En el centro despejado, no quedaban ruinas, sino alguna que otra piedra quebrada, jirones de tela, trozos de vasijas, y el manuscrito. Sus hojas apenas se mantenían juntas, casi ilegibles, en un idioma ya en desuso. Tocar sus páginas dejaba la imperiosa necesidad de limpiarse las manos. Podía verse a cada uno de los hombres recibirlo con un escalofrío y fregarse las manos en el pantalón cada vez que daban vuelta una carilla. Todos decían sentir un olor en particular: quemado, rancio, agrio, punzante. Algo que se impregnaba a la nariz y la hacía picar, y dejaba un regusto en lo posterior de la lengua. Los hombres escupían cada tanto y lanzaban miradas torvas al manuscrito.
   Pero los jefes de la exploración estaban felices por el hallazgo y querían más.
   Se quedaron allí hasta el anochecer. Y hubieran permanecido aún más si no fuera porque resultó imposible encender un fuego. Los hombres decían que era por el suelo, por el aire, por lo que fuera que allí estuviera con ellos. Los jefes se cansaron de escuchar sus supersticiones, pero felices por el hallazgo, autorizaron regresar al pueblo.
   La taberna que los hospedaba mantuvo la comida caliente para ellos. Los tres jefes se sentaron en una de las mesas que estaba apartada de las demás. Uno de ellos dio vuelta una de las páginas del manuscrito que había puesto sobre la mesa y retiró la mano, agobiado.
   ―¿Qué idioma será? ―preguntó mientras alejaba la comida de sí.
   La mesera se acercó a levantar el plato y se le cayó al piso cuando vio el manuscrito. Los jefes la miraron. La joven, blanca como la luna, caminó entumecida hasta la barra. Los pedazos del plato quedaron en el piso. El tabernero apareció poco después, dio una breve mirada al documento y luego clavó sus ojos en los jefes. Los tres hombres no habían dado sus nombres y se dirigían uno a otro, en frente de los demás, como «primero, segundo y tercero» o «el viejo, el joven y el otro».
   ―No pueden traer eso aquí ―siseó el tabernero.
   ―Es solo algo que encontramos en…
   ―O se queda fuera o se van ustedes ―el tabernero se cruzó de brazos.
   Uno de los jefes, el más joven, rió. El resto de los hombres en la taberna los miró. La mesera seguía oculta detrás de la barra.
   ―Está bien, hombre ―dijo uno el que había estado leyendo el manuscrito―, no queremos problemas, lo dejaremos fuera, con el resto del equipo.
   El tabernero asintió, pero no se movió hasta que lo vio tomar el documento y salir a la noche.
   El jefe se acercó al equipo que habían dejado fuera, a un costado de los establos. Le hizo señas a uno de los trabajadores que se quedaría a echar un ojo durante la noche.
   ―Cuida que nadie se acerque.
   ―Nadie en su sano juicio lo haría, señor.
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