Revista Literatura

Cuerdas que no atan – @EvaLopez_M

Publicado el 01 septiembre 2016 por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

“Las personas especiales llegan de puntillas, pero cuánto ruido dejan en el alma cuando se marchan”.  
Angelo De Pascalis

Recuerdo la noche, en la que mi padre le dijo a mi madre que su hermano pequeño se moría.

Jamás podré olvidarlo. Tengo su grito desgarrado grabado a fuego en lo más profundo de la conciencia.

A pesar de todo, intento acordarme siempre de mi tío Antonio antes de estar enfermo. Su porte elegante y discreto. Sus mechones de pelo casi negro mecidos por el viento. Sus ojos almendrados mirándonos siempre con dulzura y sosiego.
Cierro los ojos y aún lo veo, con la cabeza agachada escribiendo tranquilo en su cuaderno.
Daría lo que fuera por poder leerle de nuevo.

Finales de los años ochenta en Barcelona. Un hombre de negocios moderno para su época. Un joven caballero de treinta y tres años. De gestos amables y certeros. De cuna humilde pero educación distinguida. Sensible y generoso. Emprendedor y aventurero

Y no, no es idealización. Mi tío se merecía una larga vida tan inmensa como cada sonrisa que regalaba. Poder recoger todas las semillas de amor que sembró, y todo el bien que hizo en nuestro corazón. Prueba de ello son las lágrimas que tantos años después siguen lloviendo de mis ojos regando su recuerdo.

Pero un fatídico día se interpuso en su vida una puta, y desconocida aún, enfermedad sin escrúpulos llamada sida.
Se cruzó con él sin más pretextos que arrastrarle con ella hasta las últimas consecuencias. Sin pausas ni treguas.

Después, ya todo fue un descenso en picado hasta el mismísimo infierno.

Fueron tres años de una larga y dolorosa incertidumbre. Poco o nada se conocía aún del sida. Menos aún se quería hablar de ella. Parecía que la gente se iba a contagiar únicamente por nombrarla. Había un gran muro de desconocimiento y prejuicios levantándose para esconderla y que la sociedad no la escuchara ni la viera.
La medicina de aquel entonces solamente podía ofrecer tratamientos paliativos, y quizás en un futuro, alguna posible cura.

Pero mientras tanto, el sida iba ganándole terreno y él, por momentos, se iba haciendo más pequeño.
Primero fue destruyendo su cuerpo, postrándole el último año de su vida en la cama. Después diluyó su memoria. Y por último se adentró de lleno en su alma. Hasta devorársela entera.

Cuando al fin descansó, mi tío, que era hijo, hermano, pareja y amigo, pero sobre todas las cosas un ser humano inmenso, nos dejó una huella imborrable. Un hueco tan grande en nuestro espacio vital que nunca podrá ser reemplazado. Ni quiero.

Y es que, a veces, los recuerdos son cuerdas que no atan pero aprietan, muy fuerte y para siempre, en la memoria.

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