Le desagradaba el tono de su voz, excesivamente agudo para una hora tan temprana. Pero pese a estar al límite de su capacidad de aguante, apretó los dientes y trató de sonreír, en un infructuoso ejercicio de diplomacia. Era su jefe.
Faltaban diecisiete minutos para las diez de la mañana, y aunque llevaba casi dos horas y media trabajando aún le quedaban algunas de las tareas establecidas en su rutina laboral. Sabía que a su hora podría completarlas sin problema, siempre y cuando no la interrumpiesen... Y hoy la interumpía todo el mundo: la secretaria del director, contándole su accidentada noche limpiando las vomitonas de su gato gastroenterítico y mareándola con ese tufo penetrante y dulzón que despedía su perfume. La becaria avisándola por teléfono de que llegaría tarde y dándole más explicaciones de las solicitadas, algo que siempre le hacía dudar de la veracidad de la excusa. Fingió creerla. No le apetecían broncas.
Notaba como la bilis se le iba acumulando en la boca del estómago, la sensación de náusea creciente, la aspereza de su piel, la irritabilidad de sus párpados y de sus tímpanos en aumento... Tenía sueño, calor, hambre, dolor de espalda... Sabía, porque conocía el proceso de otras veces, que su frágil humor no iba a tolerar ni un sólo imprevisto más. Ni una sola injerencia extra en las horas que le restaban para salir.
Llegó el momento, a escasos metros de la puerta, al sol, le esperaba el coche, su refugio de soledad irreal. Rompió a sudar nada más entrar en el cubículo y se abrasó las manos con el volante y la palanca de cambios. Pero no le importó. A los pocos minutos enfilaba a buena velocidad la autovía, con el aire entrando a raudales por las ventanillas bajadas, alborotandole el pelo, y la música, su música, saliendo a borbotones de los altavoces, mezclandose con su voz que, desinihibida, le desgañitaba la garganta.
Alcanzó su destino poco antes del atardecer. Todo estaba tal y como lo recordaba desde la última vez. Abrió las ventanas de par en par dejando que la brisa marina recorriese hasta el último rincón de la casa y salió a la terraza. Se apoyó en la barandilla, mirando hacia la playa, dispuesta a contemplar el ocaso del sol naranja sobre el agua sin perder un detalle, pero antes cerró los ojos, respiró con fuerza y sonrió. Por fin.
Estas vacaciones se habían convertido en una cuestión de necesidad.