Hoy, 12 de agosto, cumplo cincuenta años; es, sin duda alguna, un día para la celebración, pero en esta ocasión me invade un sentimiento de nostalgia, que no logró sacudirme. Mi hija Itxaso partió ayer rumbo a Estados Unidos donde cursará primero de bachiller en un instituto público de una pequeña ciudad del Estado de Idaho. Por primera vez, no pasaremos este día juntos y su ausencia nos marca a toda la familia. Sabemos que ha sido una elección personal suya, motivada por su deseo de viajar, perfeccionar el inglés y conocer nuevas personas y costumbres; sabemos también que será una gran experiencia para ella y vivirá con intensidad estos doce meses, llenos de oportunidades, que compensarán los sinsabores que también conocerá porque así debe ser. Sin embargo, siendo consciente de todo lo anterior ya añoro su presencia; tendremos que adaptarnos al día a día, con ella a más de 10.000 kilómetros de distancia, sin poder abrazarla en fechas especiales como, por ejemplo, haber llegado a los cincuenta.
Confío en internet y en la webcam, y también por qué no en alguna escapada a Estados Unidos, para hacer más corta la separación. Un estudiante de Alemania vendrá el próximo mes de septiembre a nuestra casa y ocupará la habitación de Itxaso. Seremos otra vez cuatro y tendremos que aprender a compartir nuestra rutina con un joven de 16 años, que traerá en su maleta la misma ilusión y expectativas, ansiedades y temores, con los que Itxaso salió ayer hacia su nuevo hogar en Idaho. Una generación muy diferente a la nuestra, que a su edad sólo conocía el pueblo de nuestros padres y el avión nos era tan extraño y lejano como imaginar hoy un vuelo en nave espacial a la Luna. Hemos cambiado mucho, y probablemente a mejor, pero un padre o una madre siempre sienten, sentimos, la misma desazón cuando un hijo o una hija abandona el nido, aunque sólo sea por un año.
