Daevid Allen, el beatnik rebelde

Publicado el 24 diciembre 2009 por Bitacorock


Si hay verdaderos abuelos del movimiento psicodélico hoy en día todavía tan creativos como activos, entonces el australiano Daevid Allen debe acariciar el tope de la lista.

Nacido en enero de 1938 en Melbourne, el hoy septuagenario genio de cabellos blancos y cara de loco -adquirida, eso sí, ya desde su juventud- habría de pagar caro su carácter díscolo y su alma de beatnik. Apaleado en sentido recto y figurado por el rígido sistema educativo de entonces, típico de las economías desarrolladas de la Commonwealth y completamente fuera de su propia horma, el aventurero que ya tocaba la guitarra y se había pegado como mosca a la poesía y el jazz, decidió poner proa hacia Europa.

Corría marzo de 1960 cuando su barco atracó en Grecia y de allí enfiló directo a Londres vía París. Sin embargo el destino lo llevaría a puerto seguro abriéndole el portal del éxito cuando al año siguiente Allen recaló en la Wellington House, una mansión de estilo georgiano dirigida por Mrs. Honor Wyatt y ubicada en Lydden, cerca de Dover, la cual cobijaba a incipientes figuras de la poesía, el arte dadaísta y el jazz de vanguardia.

Su status de veinteañero bohemio y sus búsquedas sonoras extravagantes deben haber obnubilado a un cuarteto de adolescentes que lo contemplaban como si fuera ya todo un héroe de historieta: Robert, el hijo de Mrs. Wyatt, y sus compañeros de escuela, Mike Ratledge, Hugh Hopper y Kevin Ayers. Y los debe haber obnubilado demasiado porque en 1962 Allen fue amablemente invitado a procurarse otra residencia: "Creían que yo era demasiado peligroso para los muchachos", diría después.

El distanciamiento no duraría gran cosa, sin embargo. Establecido en Londres y vinculado a la escena del jazz, Allen no sólo se daría el lujo de tocar en el Marquee, sino que en 1963 formaría su Daevid Allen Trio... junto a Robert Wyatt (batería), Hugh Hopper (bajo) y el apoyo esporádico de los teclados de Mike Ratledge. Fácil es imaginar la fría acogida del trío en pleno estallido de la parafernalia Beatle y Rolling Stone cuando sus integrantes hicieron sonar los sórdidos acordes de sus improvisaciones en neto free jazz salpicados de poesía beat.

Pivote histórico

Allen partió a París donde en el Blue Motel llegó a codearse con los americanos William S. Burroughs y Terry Riley, mientras sus compinches ingleses comenzaban a armar el ramo de las Wilde Flowers.

Mas ya era hora de sentar cabeza y Allen se casó con una adinerada compatriota con la que se fue a vivir a una casa flotante en el Sena. Poco después, huyendo de "esa loca alcohólica", en 1964 conoció a la galesa Gilli Smyth, una poetisa que le aportó una hija extra-matrimonial y le regaló un año y medio de "vida idílica con música y poesía" en Deyá, Islas Baleares.

Se dice que para Pascuas de 1966 Allen tuvo una visión profética en la que contempló su futuro artístico al detalle. Un futuro del que sus amigos ingleses, con los cuales aún mantenía contacto personal y profesional, no serían ajenos. Por ende voló nuevamente a Londres para hacer de la profecía una realidad y tuvo suerte de que Ayers & Co. ya anduvieran cultivando una idea similar cuando a las Wilde Flowers empezaron a caérsele los pétalos.

La feliz confluencia de sucesos daría origen a Soft Machine en agosto del ’66. Con el nombre prestado de la mórbida y tenebrosa novela que Burroughs publicara cinco años antes, el cuarteto Allen-Ayers-Wyatt-Ratledge saludó con honores a una incipiente corriente psicodélica que los envolvió plenamente con su manto llevándonos de gira por medio país... y más allá del Canal de la Mancha también.

En el loco frenesí Allen debe haberse olvidado de actualizar su visa porque tras el regreso de Soft Machine desde Francia la aduana británica lo paró en seco embarcándolo de vuelta en el ferry con proa al territorio galo. Hacía apenas un año que la aventura grupal había comenzado y esta vez el australiano tuvo que olvidarse de Soft Machine y proseguir con el próximo paso de su visión profética. Tarea ardua no iba a ser.

Salvado por el Gong

Nunca ausente de los escenarios plagados de acción pura, Daevid Allen fue protagonista del Mayo francés de 1968, poco después se mudó con su mujer Gilli Smyth al sur de Francia y finalmente recaló en España y sus territorios insulares, singular destino que atrajo por igual a todos los que alguna vez pasaron por Soft Machine.

Conforme a los preceptos dictados durante su visión de ribetes místicos, la trama del futuro Gong fue tejiéndose de a poco. Una nueva experiencia sonora tripartita de la mano del grupo Bananamoon empujaría a Allen a una nueva aventura mitad loca y mitad psicodélica que en 1969 asomó su propuesta discográfica por primera vez con el álbum "Magick Brother".

Gong fue algo más que un exponente canterburiano. Fue un crisol de músicos de distintas nacionalidades -alguna vez hasta el argentino Jorge Pinchevsky pasó por sus filas- con epicentro en Francia, que sin perder su carácter underground resonó fuerte en la mente de todo melómano selecto del mundo entero. En un principio su sonido mucho le pidió prestado a la psicodelia, pero pronto evolucionó hacia formas más complejas lindantes con el terreno experimental y finalmente dio un giro orientado hacia el jazz con evidente predominancia percusiva.

Cinco álbumes después y tras la colosal trilogía "Radio Gnome Invisible", el Gong de Allen y Smyth iría a sonar en otra parte desde los albores del ’75 al tiempo que las palabras de Allen quedaban flotando entre sus ondas vibratorias: "Siempre tuve un particular concepto acerca de la música. Desde mi punto de vista no hay razón para hacer la mal llamada ’música popular’ por motivos financieros o de brillo personal. Eso no es motivación suficiente para mí; yo necesito mayores aspiraciones". Dejando pues el Gong en manos de Steve Hillage, que a su vez lo patearía hacia la batería del hoy finado Pierre Moerlen, el australiano plantó bandera para abocarse de lleno hacia el tipo de música que le dictaban sus convicciones.

Vuelta a la bohemia

No enfrentaría sin embargo, tiempos necesariamente productivos. Tras un desfile de proyectos breves como Euterpe, Planet Gong y Divided Alien Playback, entre medio de los cuales fue cambiando sucesivamente de esposa (siendo Gilli Smyth la primera en acogerse a los beneficios del divorcio) Mr. Allen recaló por fin en su Australia natal en 1981, tras 21 años de ausencia.

De poeta callejero a chofer de taxi, pasó también por la experiencia de su propio programa radial de música alternativa y hasta llegó a acariciar la idea del suicidio antes de que su nueva pareja le diera su tercer hijo y antes de embarcarse en el arte de la meditación.

Seis años en Australia le hicieron saber que ya era hora de retornar al público con su música, de modo que tras adquirir una nueva partenaire volvió a Inglaterra donde encaró una serie de recitales acústicos de plausible reputación.

Fue en el ’89 cuando Allen y remanentes del viejo Gong, entre ellos el francés Didier Malherbe dieron origen a Gong Maison, "una referencia a la música house, al jazz house y demás -afirmaría Allen-, pero principalmente al tipo de hogares en los que vivimos, una especie de lunáticos asilos de ermitaños que intentan convivir. En otras palabras, hogares en los que en cada habitación hay una travesía diferente: la casa de Gong".

Nuevas vibraciones

Y de un tiempo a esta parte el beatnik australiano ha seguido en lo suyo. El reciclado de Gong en su vida continúa a buen paso y más de una vez la formación original de la legendaria banda ha pisado los escenarios del norte para congregar un público ávido por recorrer el túnel del tiempo en las teteras voladoras y a un nuevo público joven que brega por desentrañar la magia gongolera.

Allen no obstante sigue sumergiéndose en otras experiencias, de The Magick Brothers a Acid Mothers Gong y de Planet Gong a University of Errors, no sin dejar de lado colaboraciones y asociaciones transitorias con otros músicos. Debe ser mucho lo que Allen cobija bajo los blancos mechones de su largo cabello, porque en los ’90 arremetió con su autobiografía en tres volúmenes!

¿Retirarse? Qué esperanza! A un tris de cumplir los 72 años de vida Daevid Allen representa la más acabada estirpe del rockero viejo que seguramente continuará zambulléndose en los escenarios hasta que la parca se lo lleve cantando y tocando la guitarra.

Su aura es tan densa que es muy posible que el rótulo canterburiano le quede un talle más chico. Pero una cosa es cierta: sin Daevid Allen el Canterbury Sound no hubiera alcanzado la dimensión a la que supo llegar, ni los quilates que supo ostentar ni los innumerables spin-offs que supo desparramar por el vasto terreno del rock de estos últimos 45 años.