Vivimos subyugados a los datos. Esos mamonazos que se gastan a la velocidad con la que se escapa el agua entre nuestros dedos, nos hacen despotricar cuando está lejano el día de la recarga de megas. Vivimos pegados a la tableta, al ordenador y al móvil, con la mirada baja y tropezando con los viandantes que caminan zombis como nosotros. Vivimos amores de cristal, amistades de cristal, fingimos vidas de cristal, soñamos en gigas.
Nos da vergüenza reconocerlo, pero ya vemos cercano el día en que un chip en nuestro brazo contenga todos nuestros datos y vayamos al médico, a la farmacia, al cine, contratemos un viaje, compremos un coche o alquilemos una casa a golpe de brazo sobre un escáner que digitalice hasta nuestra respiración. Algunos, de lo que en realidad se avergüenzan, es de que la idea les parezca seductora. Amaremos a través de una máquina, sin tocarnos; controlaremos nuestra medicación con ese chip e incluso hablaremos sin móvil, pues nuestro propio cuerpo será transmisor y receptor. Olvidaremos que un día fuimos libres y creeremos que lo que vivimos es libertad, que no perdimos nada, sino que ganamos.
Nos encadenaremos definitivamente a la digitalización del pensamiento y perderemos la humanidad en pro del confort, la comodidad y el engañoso lujo de no sentir. Pero no nos importará porque, a fin de cuentas, ese chip subcutáneo habrá matado la última célula de humanidad que quedase en nuestro cuerpo. No recordaremos aquellas mantas en el sofá ni los paseos de la mano, ni qué sentíamos haciéndole el amor a nuestra pareja a la luz de las velas. Y, tristemente, no pasará nada, pues un chip se encargará de crear nuevos recuerdos y borrar todo atisbo de alma que nos quede. Y los insurreptos, aquellos disidentes que prefieran leer un libro en papel, besar unos labios reales o amar con velas y una copa de vino, serán tachados de locos. Bendita marginalidad que llevará pareja el olor a sexo, libro y el calor acariciador de una manta sobre la piel desnuda.