Revista Literatura

De boda por Maniños

Publicado el 20 julio 2012 por House

¿Quién no conoce la famosa canción de Los de Río? Sevilla tiene un color especial. Contrataco. Galicia es la que tiene un color especial, máxime si estamos en verano y acudimos a los desposorios del año. Es lo que sucedió el pasado sábado en la parroquia coruñesa de Maniños que fue, sin ningún género de dudas, el epicentro de la vida social asturiana y gallega. El Pazo O’Vizoso fue el escenario perfecto para que Fran y Mini se atraparan mutuamente  ante un más que granado elenco de personalidades, venidas de diferentes partes de la geografía española, especialmente desde tierras astures.    Aunque los fastos habían comenzado ya el viernes con la llegada de los primeros invitados, la verdad es que el núcleo duro de los invitados lo hizo el propio sábado desde muy temprana hora. Así, a media mañana comenzaban a llegar al Pazo O’Vizoso. En la puerta de la residencia, el contrayente y su padre se encargaban de saludar y dar la bienvenida a los invitados. Con ellos, la madrina. Todo en orden. Ajustado. Muy digno. Protocolariamente, perfecto. Organizativamente, admirable. Antes de continuar, hay que confesar que hasta Júpiter se alió con los contrayentes, a pesar del aguacero que caía a primera hora. Afortunadamente cuando el grueso de invitados iba llegando, un sol de justicia se desplomaba sobre esta pequeña ría coruñesa. Dentro de la finca, un notable despliegue de medios logísticos voceaban sin musitar apenas una palabra que todos los presentes íbamos a ser testigos de algo grande. Poco a poco, la residencia del contrayente se poblaba de caras más que conocidas. Saludos, abrazos, felicitaciones… hasta que un grupo de gaiteros hicieron acto de presencia. Los casorios que nos ocupan resultaron lugar de encuentro de empresarios, intelectuales, ganaderos, investigadores, escritores, editores, actores, políticos, hosteleros, médicos, chigreros, diseñadores, patronos de las más prestigiosas fundaciones del país, presidentes de colectivos sociales y culturales, y hasta el showman más querido por todos que andaba ojo avizor a toda falda que se meneaba o cualesquiera escote que oteaba. Nadie cocina sin aceite. Nosotros tampoco entendemos ningún fasto sin su presencia. Le faltaba la nieta. El novio no cabía dentro y ni siquiera la corbata se le pegaba a la camisa. La presencia de los oferentes anunciaba la llegada más esperada. La novia apareció en su línea, elegante, discreta y puntual. Sin aspavientos ni grandilocuentes gestos. Ella es así. Fue en ese instante, cuando el novio, más nervioso que si tuviera que empuñar un bisturí o poner a buen recaudo unas Hamps, abrió la puerta del flamante vehículo para que descendiera la contrayente. Y sonó el Himno de Galicia. Empezaban los eventos. No hay boda sin novia. Puede haberla sin novio, pero sin novia, como el bolero, lo dudo. Hubo un microscópico error logístico, que se obvia porque en días como éste, todo es posible. La novia debe llegar con un retraso aproximado de quince minutos. Que las manillas del reloj pasen y la novia no llegue tiene su intríngulis. Genera tensión, y eso es importante máxime si andamos por tierras del Ribeiro. ¿Y si se arrepiente a última hora? No iba a ocurrir. Buena es Mini para plantar a «su» Francisco.Como mandan los cánones, la novia tiene que llegar mandando y templando. Y Mini entró por naturales, con su sonrisa característica. Al descender del vehículo y saludar al novio (por cierto, con excesiva castidad), ambos cumplieron con los presentes creyendo que delante tenían a toda la prensa gráfica del corazón. Pero se equivocaron. Tal y cómo les anoté al caer la tarde, aquel día en el Pazo O’Vizoso estábamos aquellos que les queremos de verdad. Ni más ni menos. Como todas nupcias, el cortejo inició el brevísimo recorrido hasta el lugar en donde se oficiaría la ceremonia. Novia y testigo. Contrayente y madrina, y demás miembros de la cohorte se situaron en los sitios reservados al efecto. El resto de invitados, se apiñaban alrededor protegiéndose del sol de justicia que deseaba ser testigo del casorio. Hay pocas ceremonias de este estilo que lleven aparejado un oficiante en el banquillo, como en el fútbol, por si se lesiona el primero. Pero en ésta sí. Fran y Mini se lo merecen. Eso y mucho más. Un oficiante que actuaba y el otro desde la banda iba aprobando la ceremonia y atento por si el titular fallaba, enmendarle la plana. No hubo necesidades. Todo más que ajustadísimo. Me reitero. Resultó una ceremonia tipo coctel. La oficial y la sentimental. Si la oficial estaba envuelta en la norma, la sentimental venía cimentada sobre una estructura de cariño tan franco y tan innegable que más de una tuvo que abrazarse a su cómplice, los kleenex, para evitar estropicios en su maquillaje. Al terminar, firmas, abrazos, besos, parabienes y felicitaciones por doquier. ¡Qué empiece la fiesta! Una eterna presencia de camareros ofrecían, bajo un sol de justicia, un más que bien dispuesto coctel: bebidas y aperitivos por doquier, y las fotografías de rigor con los contrayentes. Al sol y a la sombra. Sobre un tupido césped, pero también sobre piedra. Cualquier lugar era bueno para obtener una instantánea para el recuerdo, porque la boda de unos amigos (así, en mayúsculas) es para recordarla siempre. Los grupos eran homogéneos y de diseño: investigadores charlando con investigadores; médicos con otros galenos y procurando meter la cuchara en las conversaciones de los científicos; los patronos de las fundaciones procuraban hacer causa común; la familia con la familia; los chigreros intentando animar la fiesta; los novios, atendiendo a sus invitados. Todos, unos y otros, alegres y contentos en una fiesta épica y natural como la vida misma porque no hay casamiento que no sirva para que corra el vino de forma natural. Y ello siempre produce alegría y felicidad. El tiempo transcurría más veloz de lo que se pensaba, y las primeras viandas terminaban porque llegaba el momento del almuerzo. La carpa habilitada para estas lindes era majestuosa, y estaba perfectamente dispuesta. Poco a poco, todo el mundo ocupaba su posición. Como no podía ser de otra manera, médicos, investigadores y científicos en una esquina. Me cuentan que no hablaron de trabajo. ¿Alguien se lo cree o simplemente es una escusa de cierto profesor compostelano para no ofrecernos unos percebes? Todo se sabrá. Es cuestión de tiempo. Lo cierto es que una innegable investigadora parisina y refugiada en tierras astures desapareció con las tinieblas nocturnas, y no se volvió a tener noticias suyas a lo largo de los fastos. Espero coincidir con ella en alguna otra cita y que me cuente qué aconteció. Los chigreros, algunos hosteleros, y el fotógrafo oficial, entre otros, compartían mesa y mantel. Probablemente debatirían la fórmula para adquirir una buena empanada en pocas horas. Los patronos de las fundaciones, en unión y compañía, es probable que comentaran que, con la que está atizando otro compostelano que juega a Presidente, lo tienen chungo para conseguir un chavo. Habrá que estrujarse la mollera para obtener caudal con el mínimo esfuerzo. Entre ellos, el hombre de gris, hoy convertido en el Manco de Lepanto. Otra mesa era variopinta. Todos eran amigos, a la vez que todos representaban a distintas asociaciones: unas de pacientes, otras de escritores. Nuestro showman favorito vigilaba que nadie bebiera más de la cuenta y que ninguna se contorneará más allá de dónde alcanzaba su visión. Un más que inminente padre atento a su blackberry y a cuánto podía acontecer en la villa jovellanista por antonomasia. No en vano, ser un concejal multiusos tiene su mérito, máxime si queremos ser padre y regidor a la vez. Pero hacer las cosas bien tiene su recompensa. Los medios te miman. Y eso siempre es importante, es una evidencia de que se gestiona bien. Él lo afirma. Yo lo suscribo. El frente de juventudes se arremolinaba alrededor de su mesa pidiendo a voces, y con cánticos, que los novios se desmelenarán en público. Hubo algún que otro beso un poco más apasionado, pero nada intrascendente. Todo excesivamente recargado de pudor y decencia. Se casaban Fran y Mini, no lo olvidemos. Un lugar destacado también lo ocuparon un grupo de incondicionales del novio (perdón, de los novios), y de su familia. Sus amigos de siempre, esos que han permanecido estáticos a su lado, en los momentos de alegrías y celebraciones, pero también cuando la vida te muestra sus fauces más rabiosas. Sus amigos de siempre. La amistad es noble cuando se gestiona con nobleza, y éste es el caso. Para «los Vizoso» referirse  a «los Badiola» es sinónimo de lealtad, sinceridad, compromiso, y fidelidad.  Con los postres llegó la parte más genuina que cualquier fasto de estas características lleva implícita. Eso que algunos no quieren contar, pero que otros tenemos la obligación de narrar. ¿Para qué se inventaron, entonces, eso de las redes sociales? Nuestro showman favorito se despachó a gusto con su habitual salsa y salero: un chiste, otro, y un tercero. Y hasta un cuarto. Nos deleitó con alguna canción también, como no podía ser de otra manera ni tampoco podíamos esperar menos de él.  Pero antes, lo protocolariamente obligado, un vals que deben inaugurar los consortes. La parte oficial había terminado. Empezaba la fiesta en su más pura esencia. La gente repostaba combustible etílico sin remilgos porque la tarde prometía, y la noche aún estaba lejos. La retahíla de intervenciones fue notable. Hasta los novios salieron a escena para agradecer la presencia de los presentes. Novios, por cierto, que empezaban a desmelenarse; ella, descalza, él en mangas de camisa y sudando. Sólo quedaba que se arrancarán con una muñeira. Hubo canciones de denominación de origen gijonudas y asturianas. Se rindió homenaje a la patria chica del novio con el Gijón del alma en el que una dama salió a escena cortejada por los niños cantores de Xixón. Hubo también un intento de rendir homenaje a los hombres de la mina. Cierto chigrero, de nombre latino, salió a escena. Leyó un diploma acreditativo que llevaba para los novios, y arrancó risas y carcajadas. Aunque nuestro showman mantenía su antigüedad y experiencia en el cargo. Y la música y la bebida corrían sin piedad. La gente se balanceaba al compás de diferentes y variadas canciones. ¿Dónde estaban esos dolores de algunas y algunos? ¿Y los problemas de otros? Los primeros efectos de la bebida comenzaban a perfilarse en el rostro de algún más que inminente padre y de algún que otro chigrero. También de algún ex banquero. Poco a poco el sol iba difuminándose en un ocaso transparente y eminentemente mágico. Como las noches gallegas. Y no hay noche gallega que se precie de tal sin una queimada. Mouchos, coruxas, sapos e bruxas hicieron acto de presencia, aunque cierto es también que alguna brujita que otra llevaba ya muchas horas por los terrenos de O’Vizoso. Todo el mundo pudo degustar tan maravillosa bebida alcohólica de la tradición gallega. Y dado que ésta tiene unas notables facultades curativas más de uno la degustó con firmeza en la confianza de que sanara sus dolencias. Pero no. Antes bien, se hicieron con otro producto gastronómico eminentemente gallego: la empanada. Más de uno llevaba ya, a primeras horas de la noche, una exquisita empanada que le acompañó hasta alborear. Es la vida misma. Entre empanada y empanada, la verdad que haberlas haylas de muchas clases, el personal comenzaba a cansarse de tanto festin, y los primeros comenzaron a llamar a retirada. Pero faltaba lo más importante. No hay crónica nupcial que se precie sin un fedatario que levante acta de cuánto acontece la noche de bodas. Y para lograr este objetivo, infiltramos a un compostelano que en sus ratos de ocio, entre viaje y viaje a Marsella, se dedica al marisqueo. Pero nos falló estrepitosamente. Ni oyó ni vio nada. En consecuencia, nada podemos contar de lo que aconteció pero se pueden imaginar el resto al contemplar a unos novios desmadrados… pero poco. Paulatinamente el personal iba abandonando el Pazo O’Vizoso. Algunos, en sus vehículos; otros en autobuses. Y los más rezagados, empanada y tostada entre pecho y espalda, tenían especiales dificultades para acceder al autobús, más todavía para entrar en los ascensores. Pero no pasaba nada. Eran los desposorios de Fran y Mini, y estábamos en tierras peperas. Tela. Al final, cada mochuelo a su olivo. A la mañana siguiente, la fiesta continuaría. Más íntimamente. Muy temprano, algunos regresaron a la villa marinera por excelencia. Otros, sin embargo, continuaron comiendo, bebiendo, tramando y bautizando. Si ayer los protagonistas eran unos novios, él nervioso y ella discreta, hoy lo era el Zorro de Maniños, que dentro de varias semanas en tierras de Jovellanos tendrá su reconocimiento. Se insistió en el interrogatorio a nuestro agente infiltrado pero seguía en sus treces. Respondía con su limpia ironía, mientras en su boca se dibujaba una sonrisa de complicidad hacía los novios, fruto indiscutible de más de un ribeiro matutino: «No oí nada. No ví nada. Tenía tapones en los oídos», se carcajeaba socarronamente. ¿Alguien se lo cree? Entonces, ¿para qué te infiltramos? «Teníamos que haber llamado a Jorge Javier Vázquez», me comenta cierta decoradora que, en sus ratos de ocio, se dedica al yoga. «Seguro que tendríamos una exclusiva, y conseguiríamos pasta para la fundación», apostilló copa de gin tonic en mano. Al final, Braulio nos obsequió con unos trucos de magia; magia similar a la que tendrán que hacer funcionarios y dependientes si quieren llegar a fin de mes.Y ya no digamos los mineros o los pensionistas. La fiesta termina. Basta de comida y bebida. Detengamos el alboroto, y disfrutemos de lo vivido en O’Vizoso. Sea como fuere, lo cierto es que el largo fin de semana que disfrutamos todos juntos, bajo la excusa argumentada de la boda de Fran y Mini, sirvió para algo importante: más allá de cualquier otro componente, la amistad que reinó en el Pazo O’Vizoso se notaba y traspasaba. Al contrario que el anuncio de Evax.

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LOS COMENTARIOS (1)

Por  Uno
publicado el 09 septiembre a las 23:50
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Me parece una crónica cursi y fuera de lugar.