Si naces para martillo no necesitas comprar clavos, del cielo te caen empaquetados por libras. O la cabra tira al monte. Aforismos implacables y reiterativos, en un bucle envenenado, inexorable, irredento y nada cristiano. Aunque ya no se estile el piadoso epíteto. Con ellos negamos a los demás la capacidad de redención, tan tranquilamente como exigimos que a nosotros no nos la quiten. Esa humana capacidad de aplicar a cualquier idea o concepto la celebrada ley del embudo.
El párrafo antecedente, fiel lector, era la premisa, el punto de partida y la idea de la redacción de esta entrada, pero las musas, como bien sabrás, llevan su hilo y la concepción inicial zozobra y muda el rumbo a vericuetos menos existenciales. Ya sabes, todo depende del color del cristal, o del estado de ánimo, o de no perder la perspectiva; las historias mínimas nos subyugan ¿dónde vamos nosotros por sendas abisales y grandes palabras?
Vázquez era un mediano agricultor que vivía en un calle de las que dan a la plaza. En la plaza de Tomelloso desembocan cinco calles, radiálmente. A pesar de su relativamente cercana fundación, la ciudad no se trazó en higiénicas retículas, sino en amontonados «rayos». Supongo que ocurrirá igual en todas las poblaciones, pero en Tomelloso la cantidad de fanegas de tierra es directamente proporcional a la cercanía de la morada a la Plaza de España.
Éste Vázquez, hijo de familia con haberes, tras recibir la agreste herencia familiar, cayó en la molicie. Fue abandonando sus labores agropecuarias y quedándose más tiempo en el pueblo. Salia tarde al corte y volvía pronto al pueblo, con el sol fuera en las dos ocasiones. La gente lo veía. Menuda es la gente en las ciudades de menos de un millón de habitantes. Fue corriendo de boca en boca y de mano en mano, como la recurrente en este blog falsa moneda, la idea de que era un «bribón», que es cómo aquí se califica a los relajados laborales.
Se apunto en uno de los incipientes y eufemísticos sindicatos agrarios, llegando a ser un importante dirigente, regional incluso. En los actos de su agrupación subía al estrado y en ocasiones tomaba la palabra. Su fama crecía y crecía y él no hacía nada para pararla. Optó por la tranquilidad como forma de vida, sublevando a los inquisitoriales y oscuros viejos del mentidero.
Tenía un lindero forastero, casado y morando aquí, también con gavillera alta, cómo dicen en su pueblo. Alto y siempre con sombrero, fumaba puros, conducía un Peugeot y se resguardaba del frío con uno de esos gabanes con el cuello de pelo que en las películas de los años cincuenta —del siglo pasado, todo hay que decirlo— portaban los agricultores pudientes. Torrente, creo que se llamaba, o cualquier otra acepción de río. No estoy seguro del todo.
Torrente estando en la finca se quedó sin tabaco. Casualmente Vázquez se encontraba aquella tarde en el majuelo y cómo el vecino sabía que nuestro protagonista también fumaba puros, se acercó a que le diera uno. Dar de fumar al fumiento.
—Hombre Torrente, buenas tardes.
—Dame un farias, Vázquez, que no tengo ni hoja.
—Toma.
Se encendieron cada uno una tagarnina y se sentaron en un poyo que había en el hastial de la casa. Torrente observaba la viña. Se veían las cepas entre las malas hierbas. Tenía todas: cenizos, malosvecinos, rabogatos, pelonderas, pajitos, lenguazas, cañota, amapoles, panigüevo… No faltaba ni una del herbario de malezas del país. Echándose el sombrero para tras y rascándose la frente, Torrente le dijo al propietario:
—Coño Vázquez, tienes las viña muy abandonada. Árala que está comida de hierba.
—Está así por una razón técnica. —dijo el sindicalista.
—¿No me digas? Cuenta, cuenta. —solicitó el crédulo forastero.
—Es un proyecto piloto —informó, conteniendo la risa y el tono de sorna— se trata de permitir que la hierba crezca libre, dejarla que se seque y ese residuo sirve de abono. De abono foliar. —remarcó, volviendo la cabeza para que el otro no notase el choteo.
Torrente rascándose nuevamente el testuz y tras darle una larga calada al veguero, sentenció:
—Hay que joderse, cuanto sabéis los que habláis en las tarimas.
Cómo decíamos al principio, la cabra tira al monte.