Revista Diario
De cómo mi ansiedad empezó a desenmascarar una depresión
Publicado el 07 agosto 2012 por EncantadaComo ya expliqué en otra ocasión, las crisis de ansiedad no coinciden con el acontecimiento que las origina, sino que ambos están separados por un lapso de tiempo que, en ocasiones, hace que sea difícil establecer una relación entre ellos. Además, tampoco suelen tener relación con un único acontecimiento; por el contrario, tienden a ser el resultado de una acumulación de pequeños sucesos, tal vez rematados por una situación especialmente angustiosa.
En mi caso concreto, después de padecer el estrés del reencuentro familiar durante varios meses, sufrí una última situación límite antes de que mi cuerpo decidiera desertar de aquella militancia suicida.
Ocurrió durante un puente. Ciertos familiares de mi pueblo se animaron a venir a Madrid y así poder disfrutar de la nueva situación. Mis padres, anfitriones del evento, se esforzaron porque todo saliera perfecto; y, en ese anhelo de perfección, me incluyeron a mí.
Tenían todo planificado: cenas, excursiones, visitas a museos... Y esperaban que yo colaborase para que todo saliera como ellos pretendían: que sonriera, que me mostrase calmada, que animase la conversación... En fin, precisamente aquello que, en esos momentos de mi vida, me sentía incapaz de hacer.
A pesar de ello, lo intenté. Intenté pasar una tarde con mis familiares y disfrutarla, olvidándome de todo lo que me ocurría, involucrada en conversaciones tan amables como banales, con la única intención de pasarlo bien. Pero no pude hacerlo. No lo conseguí. Aquella fue una de las peores tardes de mi vida, atenazada por el miedo, eludiendo cualquier conversación que no versara sobre el frío o el calor, sin poder mirar a los ojos de las personas a las que tanto quería y de las que, muy a mi pesar, me mantenía alejada.
Al día siguiente, tuve que llorar durante horas antes de atreverme a llamar a mi madre para decirle que no me sentía con fuerzas para acudir a la cena. Traté de explicarle que aquella situación era muy estresante para mí. Que no podía actuar con naturalidad y que aquello me paralizaba y me hacía sufrir.
Lo único que se dignó a decir entonces fue que era una pena, que todo el mundo me esperaba, que todos preguntaban por mí. Que no entendían cómo, viviendo tan cerca, no me acercaba a pasar un rato, para una vez que venían y nos podíamos volver a juntar. Yo insistí en que ese era precisamente el problema, que estando todos juntos no podía mostrarme abiertamente. Y mi madre, en un alarde de comprensión y empatía, me pasó a una de mis tías para que me intentase convencer.
Por supuesto, no asistí a aquella cena. Y una semana después, sufrí una crisis de ansiedad.
Tardé varios días en decirles a mis padres que me había visto obligada a acudir a urgencias porque creía que se me iba la vida, que mi doctora me había dado una baja laboral de un mes, y que estaba medicada hasta las cejas. Por aquel entonces, llevaba varios meses en terapia, y trabajaba con mi psicóloga diversas estrategias para mejorar la relación con mis padres.
Porque yo creía que, para salir del armario con el resto de mi familia, era necesario que la situación con mis padres estuviera normalizada. Y como mi padre me había dado grandes esperanzas, procuraba poner todo de mi parte para alcanzar esa normalidad. Así, durante aquellos meses les dejé caer varias veces que estaban invitados a nuestra casa, o que podíamos ir a comer a no sé qué restaurante, o que sería genial que en la próxima escapada familiar acudiéramos todos, sin excepción. Ellos, utilizando su querida estrategia de la avestruz, no se habían pronunciado sobre ninguna de mis sugerencias, limitándose a cambiar de tema drásticamente, y si te he visto no me acuerdo.
Así que, antes de explicarles lo sucedido, preferí hablar con mi psicóloga para poder hacerlo de la mejor manera posible. Ella me recomendó que les explicara claramente lo que me ocurría y que les exigiera algún tipo de posicionamiento explícito. Y yo seguí su consejo. Me preparé la conversación por escrito y, temblando de miedo y de sobredosis de lexatín, les expliqué que llevaba muchos meses sintiendo ansiedad por la situación familiar, que había llegado a mi límite después de la crisis, y que les necesitaba. Que necesitaba que quedásemos un día para tomar un café, que viniera mi novia, que hablásemos del tiempo durante apenas una hora y que así, poco a poco, fuéramos construyendo una relación más normal. Porque ya no podía soportar más aquel limbo donde nunca pasa nada pero todo ocurre, que me había llevado a enfermar.
La respuesta de mis padres fue que no. Que no, y un montón de comentarios insultantes y vejatorios al máximo, que retrotrajeron nuestra relación a las primeras semanas después de que saliera del armario con ellos, como si no se hubiera producido ningún avance durante más de cinco años de esfuerzo e ilusión.
Su hija enferma, medicada y de baja les rogó por un café, y su respuesta fue que no.
Y ahí fue cuando mi ansiedad empezó a desenmascarar una depresión.