a la memoria de mi abuelo Segundo
Se conocieron un jueves a las doce del mediodía, justo a mitad de semana. “En el momento adecuado: ni demasiado pronto, ni demasiado tarde”, decía mi abuelo. María sonreía y callaba, sabía que se habían cruzado antes y, además, esa mañana lo había visto rondando junto a la huerta desde primera hora, cuando salió a echar de comer a las gallinas. Llovía y hacía un frío de mil demonios. “Aquel día tu abuela era el único sol”.
Segundo llamó a la puerta a la hora exacta, se encontraba completamente empapado y tiritaba. Había ido a entregar una carta con las nuevas ordenanzas de la zona. Mi abuela le hizo pasar y lo sentó a la lumbre. Estaba preparando la comida: unas sopas de ajo con bollitos. Él la observó atentamente mientras ella batía los huevos mezclándolos con pan rallado, ajo y perejil, hasta formar una pasta densa que dividía en pequeñas porciones con una cuchara y luego doraba en aceite caliente. Al lado, en un fogón, bullía un caldo de tocino, puerro y ajo machado. María añadió los bollitos y los dejó cocer un poco. Después apartó una ración con el cazo y se la sirvió a mi abuelo. Jamás había probado nada tan sabroso. En ese momento, a Segundo se le quitó todo el frío de golpe y, a partir de aquel instante, sólo le regresaba en las raras ocasiones que debía separarse de mi abuela. Si alguna vez ella le hubiese faltado, él se habría ido congelando poco a poco.
Hasta el día en que se conocieron, mi abuelo esperó todo lo que tenía que esperar en su vida y, desde entonces, se volvió un hombre impaciente. Pero a María no le importaba: ya guardaba ella suficiente calma por los dos. Y aunque a veces se quejaba: “Es que no puedes estar a gusto más de veinte minutos seguidos en el mismo sitio”, no lo hacía porque de verdad le molestase. A ella no la enoja nada, sólo rezonga un poco de vez en cuando para que la vida no piense que le sobran cosas y empiece a quitarle alguna.
Mis abuelos se casaron en 1949, en Ciudad Rodrigo, y se fueron a vivir a Salamanca donde, 30 años después, nacería yo, heredando la sonrisa de mi abuela, el calor de mi abuelo, y la paciencia e impaciencia de ambos.NiñoCactus