Revista Literatura

De idas sin vueltas

Publicado el 17 noviembre 2012 por Netomancia @netomancia
A pesar de las personas que iban y venían, no podía pensar en otra cosa. Quería sin embargo que poco le importara la voz que salía de los parlantes anunciando arribos y partidas, con nombres de ciudades que jamás había escuchado.
Se había derrumbado en aquella silla de plástico, ajeno al mundo que lo rodeaba. O al menos, con ese fin. Pero aquel ajetreo de rostros desconocidos, de piernas caminantes, de voces parlantes, de historias de otros, le carcomían la cabeza. Y en medio de ese ruido, ella.
Engañaba la vista mirando el piso sucio, cementerio de envoltorios olvidados. Pero aquello lo atraía, lo invitaba a contemplar sin entender. ¿Dónde iban? ¿Qué buscaban en la prisa? ¿Cuáles eran sus secretos, sus miedos, sus sueños?
Porque en definitiva lo mismo se preguntaba de ella, sobre todo desde la noche anterior. Desde el momento que escuchó de su boca “me voy”, con tono de martillo que cae y golpea, definiendo el momento, oscureciendo el futuro. Se fue por la puerta de la casilla, minutos antes que cayeran las primeras gotas.
Aunque ahora era difuso. Quizá las gotas habían llegado después, o en realidad nunca, porque bien podían ser fruto de su imaginación procaz. De todas formas, no estaban en ese momento, mientras la veía irse, sin poder decirle “adiós”.
¿Existe palabra para un instante así? ¿Alguien en la terminal tendría la respuesta? Son eternas las respuestas a las preguntas que no se dicen. Acaso él tendría que haberle preguntado dónde iba, por qué. Acaso, quizá… ya era tarde. Cuando una puerta se cruza, no hay vuelta atrás. El destino así lo dicta. El vacío que queda lo sentencia.
La noche. Los relámpagos. Puede que gotas, puede que no. Su silueta, el descampado y más allá, el maizal. Las piernas corrieron, el corazón se aceleró. Entonces, sus hombros y su bello rostro girando con indignación. Luego el martillo, no el que golpea con la lengua, sino el que es tan fuerte como una hoz. Cayendo, magullando, lacerando hasta dormir, pesadilla de ojos desorbitados pugnando por huir.
Gotas por doquier. Viscosas, oscuras, manchas que penetran la piel. Rápida, efímera, así es la locura. Una mezcla de odio con amor. Un adiós sin palabras, a ella y a la razón.
Quiere dejar de pensar, de posar su vida en aquel vaivén de gente que parece querer escapar. Prófugos sin destino, juntos en la terminal. ¿Le preguntaría a alguien hacia dónde iba? ¿Se iría lejos de su existencia mundanal?
- Enrique ¿otra vez acá?
El sobresalto, la sorpresa. Levantó la mirada, raudo y temeroso. Allí estaba ella, sin siquiera una marca, mirándolo con la compasión de una madre, aguardando una respuesta.
- Vamos Enrique, volvamos a casa. Todos los días lo mismo vos. ¿Dónde querés ir? Si no tenés un peso y mucho menos, huevos para dejarme.
Se puso de pie tomando la mano que le extendían. Solo cuando la sintió entre sus dedos, supo que la marea humana no lo arrastraría consigo. Sintió pena una vez más. Jamás ninguno de los dos se iría. Fantasía y realidad, vertidas en la misma copa.
Caminó a ciegas con los ojos abiertos, la mente en un sueño y el sueño otra vez dormido.

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