Después de que Eduardo Galeano definiera que un gol es un orgasmo del fútbol, después de esa jugada catártica, capaz de emocionar a las almas mas frías, debe ser especialmente frustrante no poder ser partícipes del espectáculo, estando tan cerca del cielo o del infierno según el desenlace. Dios mío, qué solos se ven los guardias entre tamaño gentío, tan huérfanos en su trabajo, tan cerca de la tentación como un niño suelto en una tienda de dulces o juguetes. Porque no es otro trabajo cualquiera, yo no lo soportaría.
Porque a diferencia de estas latitudes -donde los guardianes son otros espectadores más, a menos que se presenten incidentes-, estos tristes profesionales, sí hacen su trabajo, loable pero insoportablemente doloroso para el espíritu futbolero… Los veo, aparentemente inconmovibles, de espaldas al juego, murmurando para sí: “Mierda, cómo lo celebran los cabrones y yo aquí con cara de piedra, pero no puedo darme la vuelta porque las cámaras me delatarán y no habrá paga”.
Hay que estar loco, muy necesitado de dinero o definitivamente hay que odiar el fútbol para aceptar este trabajo.