Revista Literatura

De lado a lado

Publicado el 04 noviembre 2014 por Netomancia @netomancia
Con el carro a cuestas cruzó la autopista. Las voces de los conductores llegaban clara a sus oídos, pero había aprendido a ignorarlas mucho tiempo atrás.
Avanzaba lento, en parte por el peso de aquel armatoste, con las ruedas desvencijadas, y otro poco culpa del dolor en los huesos que acometía desde el último invierno. Sobre todo en las piernas, que sentía siempre duras y ateridas.
- ¡No ves que vas a hacer matar a alguien, viejo de mierda! - exclamó una voz a través de una ventanilla baja, al tiempo que el coche aceleraba y lo dejaba atrás.
Si, era cierto. Estaba viejo. Lo otro no le importaba. Se lo decían cada vez que cruzaba de un lado a otro de la autopista. Lo sentía no solo en el dolor corporal, sino en que notaba cada día más distantes los recuerdos. Y la escasa gente que lo quería, familiares y amigos, gente de la villa con la que había compartido tantos días y noches, se le había ido muriendo de a poco. Se sentía rodeado por extraños, por rostros que desconocía. El sentirse solo, estaba seguro, era parte de ese proceso inevitable de seguir vivo cuando los demás se empecinaban en no hacerlo.
Llegó al otro lado. Los coches eran ahora exhalaciones a su espalda. Debía cruzar de lado al menos dos veces al día. Su casilla estaba en el este. La ciudad, en el oeste. Aquella arteria criminal trazaba una división perfecta. Con su carro, que él mismo había construido más de treinta años antes, sorteaba esa suerte de ruleta rusa bien temprano por la mañana y volvía a repetir el rito antes que cayera la noche.
Lo hacía con un solo objetivo. Comer. Aunque no iba a ningún lugar en especial. Solo a recorrer las calles, a juntar las botellas y cartones de las veredas. El estómago vacío le recordaba en la tarde que era momento de volver, porque ni siquiera sabía leer la hora. Entonces, pegaba la vuelta a sabiendas que trescientos metros antes del cruce, quedaba el lugar donde vendía el vidrio y el cartón.
Recién entonces, con los pocos billetes en mano que le daban, empujaba el carro hacia la autopista. Volvía sintiendo el sonido de las monedas en el único bolsillo sano, que era el de la camisa raída. Volvía pensando en un poco de pan, una sopa, o lo que pudieran darle a cambio en el almacén que estaba cerca de la casilla.
Las voces, los gritos, los insultos, las bocinas. Disparos a su cabeza, a su andar. Y finalmente, el otro lado. El carro, con lentitud, lo seguía. A pesar que cada día las fuerzas eran menos, que las piernas se movían con menos prisa, que la memoria se iba desdibujando como el sol en un día nublado, el hombre (ya viejo) mantenía la frente erguida. Las manos sucias, las vestimentas casi en harapos, pero los ojos firmes, hacia delante. Un paso, luego el otro. Matar el hambre, el cansancio, las voces. ¿Qué más? Su misión en el mundo era, simplemente, sobrevivir.

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