De libros, trastornos y disfrute

Publicado el 04 noviembre 2015 por Fer @Ferabocadejarro

"Nunca sentí que la literatura fuera algo que debía estudiarse, sino más bien algo que debe disfrutarse."

                                     Aldous Huxley


     Siempre tuve la manía obsesivo-compulsiva de tener mis libros organizados temáticamente, y hasta hubo una época en la que los tenía agrupados por editorial, respondiendo al diseño de los lomos: todos los de Penguin, según su color, en un sector alto, las colecciones de cuero, coronando, en el centro de la biblioteca, y los diccionarios - monolingües por un lado y bilingües por otro- , abajo, por lo pesados y porque deben estar siempre a mano. Estaban ordenados, además, por lengua y por autor, y los autores de una misma lengua dormían siempre juntos sobre los mismos estantes, para no ser condenados al exilio o desterrados de algún modo entre otros, como a varios les sucedió en vida y fuera de sus libros. 

Así, los ingleses como Jane Austen, Emily Brontë, Graham Greene, E.M. Forster, Thomas Hardy, Henry James, D.H. Lawrence y Mary Shelley se encontrarían todos juntos a la hora del té en el sector de literatura inglesa en inglés. Hay autores, sin embargo, que a pesar de ser de lengua inglesa, no encajan en esos compartimentos estancos, debido a su singularidad o a su significación para mí. Es el caso de Charles Dickens, cuyos trabajos dormitan antepuestos a todos los de los demás, como paternando al resto, y sus colecciones preciosas de novelas en ediciones especiales - que adquirí en tiempos de importación abierta y accesible - están alojados junto a los libros de ediciones de lujo, como la de Facundo, El Quijote, El Decamerón, Selected Tales de Poe, Sherlock Holmes, The Complete and Illustrated Short Stories, las obras de Unamuno, en cuero rojo y detalles dorados, y Maquiavelo, en marrón y oro. Lo mismo sucede con las obras de William Shakespeare, que además están forradas en plástico transparente en su edición Signet Classic y llenas de notitas y papelitos amarillos ad hoc, fetiches de la estudiante que supe ser. Las obras completas de Shakespeare son un lujo de libraco precioso, y soy afortunada de tenerlas tanto en inglés como en español, aunque la verdad es que prefiero consultarlas sueltas, ya que resulta odioso y tremendamente incómodo hacerlo de semejantes armatostes decorativos. Y digo "consultarlas" porque es eso precisamente lo que hago: buscar alguna que otra cita que se me viene de Liar o de Hamlet, o de algún soneto del cual he olvidado el número. Hace años ya que no me permito leer teatro, salvo que vaya a ver la obra y desee refrescarla de antemano. Así lo hice antes de ver puestas de Miller o Beckett, pero el teatro, en mi vida adulta y fuera de los claustros de estudio, es para ser disfrutado en el teatro. Y los libros son para ser disfrutados y no disectados como objeto de estudio.Otros autores que parecen escapar compañía en mi biblioteca son Chaucer, Marlowe, Dahl y Wilde, que nunca sé muy bien dónde poner, así como Huxley, Golding y Orwell, a quienes acopio juntos. Con los norteamericanos sucede más o menos lo mismo. El Gatsby se hospeda próximo a la obra de Salinger, que he releído varias veces, pero Hemingway, en su despojada y robusta simpleza, y Steinbeck, en el esplendor de sus novelas largas así como las más breves, se ganaron el podio de los favoritos y arrasan con números de ejemplares. Paul Auster llegó más tarde a las trincheras americanas de mis desvencijados estantes y comparte departamento con Harper Lee y Capote. Hubo que hacer lugar del lado "British" para la Rowling y sus ocho maravillosas entregas, pero los libros se las arreglaron para caber todos.  Los poetas viven en su mundo aparte, como corresponde, y sólo los Románticos ingleses conviven.


Este año llegaron varios Borges, Bioy, Octavio Paz, Pizarnik y antologías de cuentos nuevas, además de un par de preciosuras ilustradas que son libros arte, entonces los más senior y adustos tuvieron que hacerles espacio. Ahora mi TOC se ha desplazado alegremente y sin culpa alguna de la biblioteca a mi mesa de luz y el escritorio en el que escribo, y hace que sienta el impulso de rodearme de libros bellos para encontrar inspiración a la hora del inmenso disfrute de escribir. Allá por junio, cuando empezó a calar el frío, tuve una remisión de mi trastorno de hoarding literario. Fue entonces cuando incurrí en el sacrilegio de desprenderme de unos ochenta ejemplares de literatura española y argentina de mis años de secundaria en sus versiones Kapeluz, que estaban totalmente desguazadas y pasadas de amarillo. Todavía no me perdono por haber desalojado de mi biblioteca a aquellos libros ancianos en su agonía. Aunque debo admitir que de semejante pecado mortal brotó una vena laissez faire inusitada y más que bienvenida que trajo aires frescos a mi trastornos y a mi vida: se acabó la era del orden en mis estantes. Los libros son ahora quienes deciden el lugar que ocupan y se acomodan solitos, susurrándome al oído, en noches como esta, cuál será el próximo que se vendrá a la cama conmigo junto a una buena taza de té cortadita apenas con leche dulce y whisky para mi propio disfrute.

A boca de jarro