Desde que comenzaron las Fiestas estoy escuchando y leyendo -más que en cualquier otra época del año- sobre la falsedad. Sobre la hipocresía. Sobre la impostura de quienes te sonríen por un lado y te ponen a parir por otro.
En mi caso tengo que discrepar totalmente. Y lo hago por una sencilla razón: jamás deseo felicidad a alguien sin sentirlo. Jamás pronuncio un cumplido sin pensarlo realmente. En algún tiempo pasado, ya no lo recuerdo, puede que así fuera. Que mi voluntad por quedar bien o ser amiga de todos me forzara a demostraciones ajenas a mis sentimientos. Eso es pasado.
Ahora mismo y concretamente en estas Fiestas Navideñas de 2010, todas mis (meditadas) felicitaciones, mis mensajes, mis tarjetas y mis llamadas han sido realizadas con la sincera voluntad de que a esa persona le vaya realmente bien; tenga paz, salud, amor y -por qué no- dinero en el bolsillo. Que la falta de recursos destruye cualquier armonía existente. Y, como ya he dicho, no me tengo por hipócrita. Cada vez menos...
Puede que quien así describe la Navidad sea porque él/ella practique esa falsedad de cartón piedra con los otros. Puede que quien sienta que el mundo es un desastre y las personas unos monstruitos, esté colaborando -sin percatarse- a ello mismo. Puede que quien siembra tristeza, melancolía, pesadumbre y recelo únicamente se esté reflejando en un espejo y de ahí el disgusto. Mírese por dentro, pues. Regálese unos minutos de autocrítica...
Y luego hablamos.