No confundir con el síndrome Peter Pan, ese que se extiende como la pólvora y que consiste básicamente en no crecer para evitar asumir compromisos o responsabilidades. Esto no tiene nada que ver con la cirugía estética, las cremas rejuvenecedoras ni con el culto a la juventud, sino con las ganas de tomarse la vida –y, sobre todo, a uno mismo– un poco menos en serio. Jugar más y preocuparse menos. El poco espacio para el juego que nos permitimos los mayores suele darse en las vacaciones, que para muchos tocan hoy a su fin. Llega el momento de volver al tajo, a lo serio. El juego, que permite soltar lastre, aprender y observar la vida desde otra perspectiva, con frecuencia más liberadora, comienza a estar mal visto hasta entre los niños, que podrían estar en clase de inglés en lugar de perdiendo el tiempo detrás de una pelota.
Yo recuerdo bien el momento en que mis amigas de infancia y yo pasamos de saltar a la cuerda y jugar al rescate a, simplemente, hablar. Desde el punto de vista de un niño, hablar es un aburrimiento. Mi hija de siete años me lo recuerda constantemente. Los mayores, bla bla bla, qué rollo. Y no sólo eso: el cuerpo de los mayores pierde agilidad, se deforma y, con frecuencia, se infla como un globo. Mientras los pequeños suben y bajan, corretean y saltan, nosotros nos sentamos en una mesa frente a una lata de cerveza, o en el ordenador. Que lo hagamos prácticamente todos no significa que sea sano. No es más que la patología de la normalidad: cada vez que se encuentre del lado de la mayoría, es tiempo de hacer una pausa y reflexionar, decía Mark Twain.
Merece la pena mencionar que Google, San Google, utiliza el juego en su empresa de forma constante como un elemento importante para estimular la creatividad y la innovación. Cuentan que a Dalí con frecuencia le entraban ataques de risa cuando se imaginaba a su interlocutor transformado en gallo de corral o en conejo, o comenzaba a inventarse parecidos entre su ama de llaves y una cabra (un truco muy bueno, dicho sea de paso, cuando te sientes intimidado por alguien).
Yo solía padecer ataques de risa en los lugares más inverosímiles, como la biblioteca pública o la pescadería, pero en las tierras castellanas de donde procedo lo que se lleva es la seriedad. La inhibición. No desentones, no preguntes de más, no te estires en la mesa, no hagas el tonto, no dejes los platos sin fregar. Caray, que no es para tanto. Si estamos aquí sólo un rato.