Caminar con zapatos de tacón con soltura y desparpajo es un arte. La mujer que ha acostumbrado a sus pies a soportar el dolor, que lo acaba asimilando y que incluso llega a no sentirlo es, en mi opinión, una mujer racional y fuerte en todos los sentidos. Admiro sobremanera a esas mujeres que trabajan de pie durante ocho horas montadas en tacones de 12 centímetros sin inmutarse, sin perder la sonrisa y sin querer morir de manera rápida e indolora. Se me antoja pensar que esa mujer reaccionará de manera similar con sus problemas y preocupaciones: hay algo que le hace daño y ella sabe soportar el dolor, seguir adelante con ello, sobrevivir. No se quita los zapatos porque sabe que la vida está llena de situaciones que nos harán sufrir hagamos lo que hagamos, así que simplemente se resigna a lucir taconazos a modo de sonrisa y a hacerse notar allá por donde pasa. Los tacones nos hacen atractivas, aunque duelan, y si hay que encarar el dolor ellas lo hacen luciendo fantásticas.
Caminar con zapatos de tacón de manera torpe y con cara de estreñimiento es lo común. Mujeres que quieren estar guapas pero que no consiguen encontrar taconazos soportables. Señoritas que no saben caminar desde tan arriba, y que a pesar de intentarlo una y otra vez tan sólo resultan ridículas con sus andares de pato borracho. Chicas que, cuando se enfrentan a un problema, lloran. Se quejan. Se lamentan. Sufren, pero no hacen nada para cambiar la situación. Tan sólo siguen adelante empecinadas con los ojos cerrados y el corazón en carne viva, sin comprender jamás que ponerse tiritas en las heridas del meñique y usar Compeed en los talones no hará que esos zapatos terminen siendo más cómodos, sino que tu pie acabe pareciéndose al pie de un alien. Que aunque al mirarse al espejo se vean guapísimas, dejan de parecerlo en cuanto echan a caminar. Esa realidad que ellas mantienen con alfileres es falsa y terminará por pasarles factura tarde o temprano, así como esa relación que mantienen por miedo o ese trabajo que soportan por inercia y que terminará por desplomarse sobre sus cabezas, al igual que el dolor les hace maldecir en voz alta cuando llegan a casa por la noche y se quitan los tacones.
Caminar con zapatos planos y cómodos caracteriza a aquellas mujeres prácticas que cortan por lo sano cuando algo va mal. Demasiado radicales a veces, quizá, ellas prefieren anteponer su bienestar a todo lo demás. Porque tan sólo se sienten atractivas cuando sonríen, y tan sólo sonríen cuando están bien. Ellas no fingen, no asumen, no pretenden, no se empeñan. Prefieren prevenir que curar. Saben que jamás serán mujeres-tacón porque no los soportan y mucho menos quieren parecer patos borrachos, así que prefieren sacrificar parte de su atractivo para ganar bienestar. Las mujeres que usan zapatos planos son sensibles y emocionales, y tienden a evitar situaciones dolorosas ante la posibilidad de no ser capaces de soportarlo.
Y luego están los híbridos, esos zapatos con un pelín de tacón pero que sujetan el pie tan maravillosamente bien y tienen la suela tan mullidita que te hacen ir volando sobre el suelo. Esos zapatos casi imposibles, tan difíciles de encontrar que, cuando aparecen en nuestras vidas, los guardamos con tanto mimo y los cuidamos tan bien como si fuesen nuestro más preciado tesoro. Los usamos por un tiempo que llega a ser estupendo, porque nos los pongamos con la ropa que nos los pongamos quedan bien y además son soportables. Esos zapatos nos dan la estabilidad, nos hacen estar en paz con nosotras mismas y nos recuerdan que no todo lo que nos hace atractivas duele; que no todo lo bueno engorda; que no todos los hombres son iguales, aunque nuestra experiencia nos diga lo contrario. Que se puede mirar por una misma con equilibrio y cabeza sin necesidad de caminar dentro de una burbuja que nos aísle del mundo. Y que, por supuesto, esa actitud es la más difícil de adquirir, de aprender y de aplicar a nuestra vida... pero que no es inalcanzable, al igual que los zapatos.