Se mesa el mentón por rasurar, y se rasca la mejilla. En sus ojos, tras las gafas opacas de un sueño que mutila entre los hielos de un whisky que siempre prefirió seco, se forma una patita de gallo risueña mientras se llena la mañana de paseos frente a un océano que derrite sus olas al compás de arenas de años que se le escurren por entre las manos. Ha visto llover, ha olvidado en los recuerdos el proyecto de recorrer sombras y atardeceres de octubres en plazas con nombres, y juega a hacerse el duro cuando el calor derrite las membranas de unas venas que le dan pereza aun cuando laten.
¿Y tú, cómo andas?
Lo veo escribir desde la habitación de al lado, y le retiro la botella con la mirada y juego a recordar su boca difuminada en mi piel la noche pasada, el perfume de las líneas torcidas en los renglones de esas páginas en blanco que garabateamos, en el tiempo absurdo que compartimos, en los desencuentros por los que a menudo anduvimos. Los poemas inacabados, los libros por terminar, el artículo compartido, las viejas fotos que sacamos del álbum y que no acabó arañando el viejo gato del olvido.
Y después el mar, siempre el mar.
fotografía, E.M.
Las hojas de platino reverberan en las olas escarpadas. Me llevas en silla de ruedas por un paseo interminable de amaneceres inciertos. El sol ya no mece las pupilas, el viento arrecia con las penas que incrustamos inútilmente en la piel como una astilla que se amorata con el paso del tiempo.Hubiese sido tan fácil decírtelo, o que tú lo pronunciases. Pero a ti, tanto como a mí, si hay algo que ya no nos sobran son los te quieros.