En mi vida habré acudido a decenas de asados, churrascos, barbacoas, parrilladas, o como gusten llamar, con sazones que nunca me han impresionado más allá de lo que se torna de agradable sabor cualquier carne cocida sobre las brasas. Los historiadores aseguran que nuestros primitivos antepasados descubrieron, casi por puro azar que, asomar a la hoguera pedazos de las bestias cazadas, trinchándolos en palos, significó un cambio trascendental en la forma de alimentarse. Que el suplicio de comer carne cruda se transformase en auténtico placer, por acción del fuego, fue la primerísima revolución humana. En medio de tanto jolgorio y después de llenar el buche, era normal que los primeros hombres se fueran de putas. De ahí que algunos moteles tienen habitaciones que parecen cavernas: para rememorar tiempos inmemoriales. ¡Qué tal, eh!
Desde entonces, reina la carne en nuestras vidas. Como bien sabemos, el veganismo y otras modas son solo eso, desabridas creaciones de inadaptados o de tipos crudos, más bien. ¿Oyeron lo último?...que hay gente que se niega a practicar el fornicio con gente carnívora. Que yo soy frugívora y tú eres ovívoro, por tanto no somos compatibles. Sexo a la carta, señores, que nos estamos poniendo quisquillosamente sibaritas. ¡Miren por dónde!
Volviendo a lo nuestro, como arriba decía, en cuestión de parrilladas jamás me había portado como un sibarita y menos considerarme como tal. Por lego o porque no me daba la gana, simplemente no me nacía tiznarme los dedos. En tanto años apenas aprendí un truco para encender el carbón y dice así: se toma una botella (el envase, no el trago) y alrededor se le atan unos periódicos doblados en tiras, a continuación se la rodea de carbones en forma de montañita y ¡zas! se quita la botella con calma jalando hacia arriba; enciéndase el cerillo y en cuestión de minutos seguro que prende un buen fuego. Utilizar papel empapado en aceite o parafina de las velas para avivar la lumbre es hacer trampa, y tampoco es ecológico, ya que estamos en tiempos verdolagas.
Me había acostumbrado a ejercer seriamente el papel de invitado toda vez que tocaba asistir a estos festines. Me encantaba apoltronarme debajo de una sombrilla, en medio de un jardín a ser posible. El rito de la parrilla exige buen tiempo y mejor estado de ánimo. Acomodado en mi sitio devoraba mi pedazo de carne sin mayor obstáculo que la premura del tiempo. No hay peor disgusto culinario que el asado frio. Carne enfriada y con el interior todavía rojo, se lleva el apetito a otra parte, un verdadero desastre que sabe a cualquier cosa. Cuantas veces habré pasado por tales circunstancias, maldiciendo secretamente al cocinero por sus supuestos fallos, mientras procuraba pasar el mal rato probando los choclos, las yucas hervidas, el arroz con queso, la ensalada u otras guarniciones. Aunque para ser justos, recuerdo que en otras ocasiones la sazón estaba en su punto y, con el acompañamiento de un tinto raspando el paladar, la experiencia resultaba gratificante.
El último fin de semana, como quien no quiere la cosa tropecé con uno de esos felices acontecimientos. Habían convocado a parte de la familia a reunirse en Sipe Sipe, para celebrar el cumpleaños de una tía mayor, prima de mi padre. Más por gozar del ambiente de campiña y aire despejado me dejé llevar como un corderito, ni siquiera pregunté por el almuerzo que en su honor servirían, supuse que sería algún plato favorito de la agasajada. Fue bajar del vehículo y descubrir junto a la sombra de un espléndido molle tres parrillas a punto de ser calentadas. Aquí huele a banquete, me dije, mientras se me borraba del rostro el último rastro de pesimismo. Ahí, en una mesita baja, yacían los cacharros de un dedicado chef asador, desde cuchillos varios, trinches, pinzas y tablas de picar. En medio, maduraba ya la carne únicamente con sal gorda. Al lado estaban las tripas precocidas, los chorizos parrilleros y retazos de ubre para ser tostados. Un poco más allá, descansaba un pollo entero (para quien estuviera con dieta blanca) que en un tris fue adobado a base de mostaza y limón por las manos expertas del cocinero.
A continuación, depositó dos enormes pedazos planos de carne (corte pollerita o faldón) en una parrilla a altura considerable para que se vayan asando lentamente. Luego, de un frasco extrajo una salsa de consistencia pastosa con la que en una sartén mezcló concienzudamente las tripas previamente picadas. La puso sobre las brasas y de rato en rato revolvía el menjunje, y al final añadió trozos de pan para que se retostaran. Como casi todos los invitados estaban puertas adentro y nosotros en el patio, nos zampamos las tripitas a modo de aperitivo. Rompí otro de mis prejuicios al degustar aquella maravilla, una inesperada delicatesen que me supo a endiablado manjar. Nada que ver con las apestosas tripitas callejeras que, desde sus humos, saben a boñiga, de pasto, pero boñiga. El secreto estaba en la delicadeza de la limpieza, puntualizaron los que sabían algo del asunto, pero yo sospeché que el sabor definitivo lo ponía aquella salsa casera que, ni con mucha insistencia, el taimado chef me quiso revelar qué ingredientes contenía. Aventuro que tenía algo de mantequilla aquella fórmula ultrasecreta pero lo demás se queda en la nebulosa.
Un rato después, ya se sentían los efluvios olorosos en el aire. Era tiempo de volcar las presas. Pero antes, el chef me puso al corriente de otro detalle interesante: del dorso de las carnes salían algunas burbujas rojizas, señal inequívoca de que había que dar la vuelta. Dicho y hecho, el maestro de la parrilla sabía lo que decía. Aquel tipo amaba su faena como un consumado artista. Promediaban las trece horas cuando llegó el tiempo de servir. En bandejas se despachó la carne cortada, casi en tiras, rumbo al comedor para que los comensales se sirvieran con arroz cocido y ensalada de tomates y cebollas, aliñada con evocadoras hojas de quilquiña. Desde luego no podía faltar la enjundiosa llajua, nuestra picantosa alternativa al aburrido chimichurri argentino.
Ah, mucho me congratulo de haber sido un comensal de primera fila. A tiempo de que daba una mano de charla, era recompensado a cada rato con trozos, de cortes finos, jugosos hasta el infinito, que incurría en el vicio de chuparme los dedos. Al fin y al cabo no estaba en la formalidad de una mesa. Nadie me movía de mi sitio, de pie al borde de las brasas, apreciando los distintos cortes y sus sutiles diferencias, ya sea porque el asado era de junto al hueso o de debajo de una grasita que resaltaba el sabor. Así estuvimos un par de privilegiados (el chef, fiel a la tradición, apenas probó bocado) ejercitando la mandíbula a la manera gaucha, aunque faltaba el vino, pero bien valían unos oportunos roncolas (con mucho hielo y rodajas de limón de la huerta adjunta) que algún alma caritativa nos suministraba para sosegar las bocas saladas de tan privilegiados gorrones. Con la tenue brisa que el molle nos brindaba a manera de abanico gigante ya podía desmoronarse el mundo de su frágil equilibrio. ¡Salud!