Discutíamos acerca de tener hijos, de cuándo, de con quién. De por qué los tendríamos y por qué no, si es que acaso pudiéramos decir no y esa categorización tuviera un sentido en el porvenir. De cuándo es el momento, ¿lo más inteligente es esperar a amar? ¿O hay que elegir simplemente a un buen padre? ¿Acaso importa la inteligencia si consideramos el constante desconocimiento del devenir? De si el sueño por el sueño en sí es capricho, o si la única válida es la opción que soñamos. Del pragmatismo como atributo o pecado. Discutimos durante cuatro termos de mate. Por momentos nos enojamos y burlamos y pedimos perdón. Llegamos a considerar que como punto en común, en definitiva, todas queríamos un ideal, que no es otra cosa que exigirle a nuestras ideas. Y ahí radican las benditas distancias. Es que cada cual piensa desde su propia decodificación. También estuvimos de acuerdo en que la opinión de los hombres –que tomaban Fernet y jugaban PlayStation- no cuenta en nuestra feminidad y maternidad. Ellos son espectadores. Espectadores culpables. Espectadores en fin.
Somos mujeres solteras (digo sin marido), no tenemos treinta pero casi, sí belleza y aprehensión hacia nuestra independencia y eso nos agrupa en una tipología. De nuestro tipo hablo y el problema con nosotras, ahora, no son los treinta sino que queremos tantas cosas que: ¡hagámonos cargo! Pensar en consecuencia, dije, y ser pragmáticas. Eso es una idea. El amor es algo y el amor es otra cosa: el amor es uno y el amor es otro. Y hay un amor posible de ser ejercido. Y un amor arreador de destrucción, que no se ejerce, se padece. Y en tanto esto, esto de ser madres, dar vida no fecunda con la parálisis.
Entonces aparece la pregunta de lo que conviene, con su consecuente: hay que elegir. Con quién y algo más: ¿qué hacer con la demora? Si acaso el hecho de tener un hijo es un deseo –cosa que solo podemos intuir, porque ya entendimos que todo está en movimiento, minuto a hora- tenemos que decidir (en la medida de las posibilidades, no hablaremos ahora de salvedades al pie), cuándo hacerlo si es que acaso, además de ser madres, queremos seguir siendo mujeres, excitarnos con la imagen de nuestro cuerpo, expandir nuestras capacidades y quedarnos lo más lejos posible de la sensación –promulgada históricamente por los espectadores- de tener nuestra vida acabada inmediatamente después de haber creado una nueva vida.
Porque ok, estamos atemorizadas. La idea de perder nuestra belleza nos devora. Y entonces postergamos. ¿Pero no es acaso peor si tenemos en cuenta que cuanto más grandes quedemos embarazadas, el cuerpo tardará más en reconstruirse y si lo hiciéramos hoy, entonces estaríamos entrando en una reaparición al universo de féminas, cercanas a los 35 años, con una todavía posible belleza? Y si en cambio demoramos el hecho de la trascendencia, el escenario puramente femenino se extiende de momento, pero llegado el suceso estaremos frente a un final prácticamente evidente, y lo que es un anexo no menor: ¿cómo atravesaremos la mirada de los espectadores, que van colocando a la mujer en distintas categorías según el paso de su edad y su sí o no condición de madres? ¿Dónde estará puesto entonces nuestro lugar de belleza del etc. maternal? Lejos, más lejos de la juventud y nosotras ya lo sabemos: a menos que la sabiduría baje de la bolsa amniótica, eso significa la catástrofe.
Discutíamos entonces acerca de la posibilidad de seguir siendo mujeres, después de haber sido madres o de ser mujeres lo máximo posible, hasta ser madres. De qué hombre debe ser elegido, y disculpen la mercantilización de sus pelotas. Y mientras algunas dicen que tienen esperanza de volver a sentir el amor sobre natural para dar el paso, otras, tal vez y aunque a simple vista parezca paradójico, con más amor hacia la vida lunga, señalan el espejo, abren sus piernas y hacen el trabajo de aprovechar el momento productivo, para extender exactamente la misma ilusión, durante el mayor tiempo posible.