Aquellos que conocieron a mi yaya sabían que fue una persona extremadamente coqueta...le encantaba pintarse, ir a la peluquería y ponerse joyas. De hecho, era prácticamente imposible encontrarla desmaquillada ..aunque no fuera a salir de casa, era lo primero que hacía al levantarse.
Tuvieron que pasar muchos años y que el tiempo y sus estragos hicieran mella en su cabecita para que dejara de darle importancia a algo que había marcado su vida y su día a día. Cuando llegó la demencia, desaparecieron las pinturas, los tintes y los zapatos de tacón. La demencia, esa gran enemiga que destruye a personas y recuerdos, quitó la máscara a mi yaya y nos la mostró tal cual, sin mentiras, sin adornos.
En su velatorio, no fueron pocos los que al verla, dijeron aquello de "Pobre Angelita, con lo que ella había sido...", refiriendose al gran cambio que había sufrido su aspecto. Sé que cuando la miraban, veían el fantasma de lo que un día fué, sintiendo pena ya no solo por su muerte, sino por los estragos que los últimos años habían hecho en ella.
Pobres ilusos, que miraban con ojos de frío observador lo que solo se pude apreciar con los ojos del alma.
El último año de mi yaya, en el que la demencia había barrido todo rastro de presunción y de apariencia, pude disfrutar de ella sin máscaras, con la cara lavada y el alma expuesta, sin temor al que dirán o al que pensarán, que tanto le había importado siempre. Se nos ofrecía desnuda y pura, llamando a las cosas por su nombre y sin guardarse nada dentro. La muñequita rubia se rompió en mil pedazos, dejandonos ver a la mujer que se escondía tras ella...y me enamoré de lo que ví.
Agradezco a la enfermedad que le hizo perder la cabeza que nos permitiera verla como era, con bata, con zapatillas, viejita, arrugada y con el pelo gris. Agradezco a la demencia que borrara de su mente la amargura y la falsedad que le acompañó a lo largo de gran parte de su vida y que nos dejara ver a la verdadera Angelita...Agradezco tambien que le devolviera la inocencia y las ganas de vivir necesarias para disfrutar y reirse a carcajadas viendo bailar y jugar a mi hijo, sabiendo que la felicidad no era más que eso: vivir la vida desde los ojos de un niño.
Lo que yo ví en el velatorio fue a mi yaya tal y como era. Hermosa sin necesidad de adornos, serena y plácidamente dormida. Ví a la abuelita entrañable y cercana en la que se había convertido y lamenté profundamente el que no se nos hubiera mostrado así antes, que solo tuvieramos el privilegio de verla de verdad en el último año de su vida.
De su vida me quedo con los momentos compartidos, de todas las noches que dormí en su cama, de todas las mañanas que me levanté a su lado mientras fui una niña. Me quedo con todo el cariño que me dió.
De sus últimos momentos y de su muerte me quedo con la belleza de sus arrugas, con la profundidad de su mirada difusa y azul, con la calidez de su abrazo y la franqueza de su rostro. Me quedo con el recuerdo de mi yaya, que tanto me quiso y a la que tanto voy a echar de menos.
Y en su memoria no me quedo ninguna joya, de las que tenía a montones...me quedo con su batita, que le acompañó en este último año y con la que tan preciosa estaba. Me quedo con la imagen de mi yaya que me llegó al corazón y que espero no olvidar mientras viva.