Hay una soledad en esta ventana. Hay vidrios que reportan cuerpos caminando y camas vacías. Luces en las paredes de televisores prendidos que nadie ve. Un cuerpo que gira intentando atrapar el sueño sobre una alfombra rota y que ahora mira por su ventana. Hace el sol de las cuatro y la ciudad que está viva parece muerta. Entre estas paredes, metido en este cubículo con una puerta bloqueda por mis propias manos y la nevera vacía. Días en que el agua corre tonta y sola mientras me baño y entreveo mi propio reflejo en las baldosas. Percibo más las grietas que a mí mismo. Aveces canto. Aveces creo que cantar se asemeja a volar. Aveces bailo y camino y cuento los pasos entre cada cuarto y brillo descalzo el piso de madera esperando abrir un túnel invisible entre cada vivienda y hundirme bajo las vigas que sostienen este edificio viejo y gritar y gritar sumergido todo con la boca llena de tierra. Creo que la historia lo resuelve todo. Que recorrer con mi propia sangre la Reforma o los Templarios, quizás Al-Ándalus, la sombra de eso que llaman Lucy, el acero y la espada, el vapor que empuja, el aceite negro que apaga, creo que lamer todo lo escrito y tallado me pondrá en el camino de vuelta al tiempo y la entropía. Que me devolveré olvidando que soy y existo y me soy en esta hora en que me tocó vivir y vivirte. Empujar a Juana de su hoguera y dejar mi cuerpo abandonado entre esas llamas. Que sea ella quien se haga Santa y yo sólo cenizas. Me curo, cumplo la expiación de mis propias imágenes de cuando duermo o cuando te toco y nos tocamos y quiero que las rocas converjan en mí y ropan mis huesos, de cuando debo introducirme en vagones irrespirables sin luz y con el destino repetible de siempre, de todos los años, de todos los días, con la maldita e imparable rutina, con la carga de todos esos que se hayan a sí mismos fabulosos y sienten el deber de compartir su fabulosidad a gritos y empujones y de esos miedosos que quisieran no estar ahí y no tener que reunir siempre monedas y todos los días pensar que o esto o comer. Me sufro. Me desgarro desnudo frente al único espejo que puedo ver. No tengo esa piel que quiero vestir ni son esos ojos los que he deseado para ver. Pero me queda el equilibrio, el máximo desorden, el fin o cuando menos ese fin.
De reojo.
Publicado el 15 diciembre 2012 por AlephoricHay una soledad en esta ventana. Hay vidrios que reportan cuerpos caminando y camas vacías. Luces en las paredes de televisores prendidos que nadie ve. Un cuerpo que gira intentando atrapar el sueño sobre una alfombra rota y que ahora mira por su ventana. Hace el sol de las cuatro y la ciudad que está viva parece muerta. Entre estas paredes, metido en este cubículo con una puerta bloqueda por mis propias manos y la nevera vacía. Días en que el agua corre tonta y sola mientras me baño y entreveo mi propio reflejo en las baldosas. Percibo más las grietas que a mí mismo. Aveces canto. Aveces creo que cantar se asemeja a volar. Aveces bailo y camino y cuento los pasos entre cada cuarto y brillo descalzo el piso de madera esperando abrir un túnel invisible entre cada vivienda y hundirme bajo las vigas que sostienen este edificio viejo y gritar y gritar sumergido todo con la boca llena de tierra. Creo que la historia lo resuelve todo. Que recorrer con mi propia sangre la Reforma o los Templarios, quizás Al-Ándalus, la sombra de eso que llaman Lucy, el acero y la espada, el vapor que empuja, el aceite negro que apaga, creo que lamer todo lo escrito y tallado me pondrá en el camino de vuelta al tiempo y la entropía. Que me devolveré olvidando que soy y existo y me soy en esta hora en que me tocó vivir y vivirte. Empujar a Juana de su hoguera y dejar mi cuerpo abandonado entre esas llamas. Que sea ella quien se haga Santa y yo sólo cenizas. Me curo, cumplo la expiación de mis propias imágenes de cuando duermo o cuando te toco y nos tocamos y quiero que las rocas converjan en mí y ropan mis huesos, de cuando debo introducirme en vagones irrespirables sin luz y con el destino repetible de siempre, de todos los años, de todos los días, con la maldita e imparable rutina, con la carga de todos esos que se hayan a sí mismos fabulosos y sienten el deber de compartir su fabulosidad a gritos y empujones y de esos miedosos que quisieran no estar ahí y no tener que reunir siempre monedas y todos los días pensar que o esto o comer. Me sufro. Me desgarro desnudo frente al único espejo que puedo ver. No tengo esa piel que quiero vestir ni son esos ojos los que he deseado para ver. Pero me queda el equilibrio, el máximo desorden, el fin o cuando menos ese fin.