Yo ya no recordaba el calor que hace en Rosal, que es el mismo que hace en Sevilla, sin el plus que da la contaminación. Es un calor que abrasa, quemante y seco. Y, cuanto más alto está el sol, peor. Claro que la sensación de calor, cuando estás nerviosa, es todavía mayor y puede que por eso yo haya pasado tantísimo durante la pasada romería.
Hacía tres años que no acudía a mi cita anual con la gente con la que compartí mis primeros años de vida; pero este año, a pesar del calor y de "cargar" con un bebé, no podía faltar.
Mi tato, el compadre de mis padres, era el Mayordomo. Su mujer, sus hijos, sus cuñadas y mi madre, entre otros, llevaban meses preparando el evento. Han trabajado mucho y muy duro para que todo estuviera listo y no faltara ni un detalle.
Desde semanas antes, en la casa de mis tatos, los trajes nuevos colgaban en el pasillo y la insignia de la Mayordomía estaba colocada justo a la entrada, en una especie de altar romero con espigas y todo (el santo al que se le celebra la Romería es San Isidro).
Ha sido muy especial y todo ha salido muy bien. Puede que por eso, y por lo querida que me siento siempre en esa familia, todavía hoy, casi un semana después, me dure el sabor dulce del recuerdo de estos días.
Ha sido la primera cita romera con Cecilia y, aunque quedan muchas más, ésta ha sido especial. Ella ha descubierto que tiene pasión por los caballos y que no le da miedo acercarse y acariciarlos (sufrimiento materno me queda, creo) y yo he comprobado lo de sí que da dejar de beber alcohol y pasar horas de sobriedad y diversión de manera diferente, por ejemplo, con un barreño de zinc cuando más pega el lorenzo.
Con ese momento me quedo. También con las lágrimas, antes de salir, cuando escuchaban nuestras sevillanas o con el ratito, tranquilas, la noche del sábado antes de irnos a dormir. Ha sido una vivencia única por la que no tengo más que dar las gracias, como siempre.