“Argentina se enfrenta a la barbarie” titulaba hace una semana un diario español a raíz de la ola de linchamientos que estaba sacudiendo al vecino país. Y no solamente en el norte empobrecido, sino también con algunos incidentes que se habían producido en barrios adinerados como Palermo y La Recoleta de Buenos Aires. Especialmente macabro fue el caso de un joven ladrón atrapado en plena calle de Rosario que fue golpeado, por arrebatar el bolso a una mujer, inmisericordemente hasta dejarlo inconsciente y posteriormente falleció en el hospital. Hasta el papa Francisco se rasgó las vestiduras y se puso ceniza en la calva al conocer esta noticia, evocando a Fuenteovejuna.
Resulta difícil creer la situación, otro mito que se me viene abajo. Cuántas veces habré oído de parientes y amigos que habían residido en Argentina, que era otro país, muy distinto al nuestro, “como en Europa” me decían. De chico, tenía yo la percepción de que Argentina era un país de fábula, desarrollado y civilizado. Por dios, esas postales del gran Buenos Aires, con anchas avenidas, enormes teatros, bellísimos parques y edificios al estilo de cualquier capital europea, contrastaban abismalmente con nuestras casonas coloniales y con los minúsculos paseos y plazas, tan insignificantes como nuestras ciudades.
La Argentina industrializada que nos llenaba la panza con dulce de leche y chocolates Nucita. Los quesos amarillos para sándwich, salami, mortadelas y otras finuras exquisitas que traía una tía de vez en cuando. La que fabricaba los fiables buses Chanchitos Mercedes 11/14, ideales para nuestros serpenteados caminos. Los duraznos en almíbar, las aceitunas de San Juan o Mendoza. Todo nos llegaba desde la Argentina, hasta la manteca en lata para el pan (vean sino la imagen del joven en moto con su lata bajo el brazo como preciado botín, bien reconozco esa marca comercial, ¡para no creer!). Caramba, hasta se nos decía que la mejor facultad sudamericana de Arquitectura estaba en Córdoba, donde acudió uno de mis primos, que antes que nada se graduó en técnicas de preparar mate, al parecer. En fin, que esa Argentina cuna de la cultura y de futbolistas rubicundos y melenudos que venían a lucirse en nuestro país pata de palo ya no existe más. O nunca existió.
Saqueos en Tucumán (Getty)
Los distintos episodios de violencia (huelga policial y saqueos) que vivieron Córdoba y otras ciudades en diciembre del año pasado nos dicen mucho del deterioro de la sociedad o de un reflotamientos de los instintos más primarios. Con los casos de justicia por mano propia ya se desbordó el espíritu de convivencia de acuerdo a las leyes. La ausencia de Estado, como supuesto motor de las movilizaciones es solo una excusa más, utilizada por políticos oportunistas. A pesar de que la inseguridad, junto a la inflación, es el problema más acuciante de los argentinos, eso no es pretexto para imponer la barbarie como método de salida. Una sociedad que se precie de ser mínimamente educada no puede estar solucionando sus conflictos a las patadas o a saqueo limpio de artefactos electrónicos.Si en Argentina se vive una suerte de horror por los actos de pillaje y violencia, aquí hace años que vivimos en pleno salvajismo. Desde que Evito Morales y sus secuaces se encaramaron en el poder, los casos de linchamiento se han disparado a las nubes, casi siempre consumados porque resulta que la policía llega tarde por falta de gasolina u otros motivos. Ya resulta cotidiano oír en las noticias que en alguna parte de la república han ajusticiado recientemente a algún supuesto ladrón. Siempre por minucias: por robo de una vaca, una garrafa o un celular. Desde que el Gobierno aprobó irresponsablemente -o maquiavélicamente- la vigencia de la mal llamada “justicia comunitaria” a título de costumbre ancestral, actualmente numerosos crímenes se ocultan bajo su manto pernicioso. Es hasta el salvoconducto perfecto para deshacerse físicamente de enemigos políticos que estorban los planes de algún corrupto. Bajo la justicia comunitaria fue desaparecido un agente de aduanas en una población altiplánica sometida por el contrabando. Con el mismo argumento, cuatro policías fueron linchados hasta la muerte por una turba por andar husmeando en asuntos de narcotráfico en un pueblito cochabambino. En el feudo cocalero de Su Majestad, los ajusticiamientos son constantes, a simple sospecha, por una cara extraña o tener la mala fortuna de pasar por ahí.
Lamentablemente las ciudades principales se han contagiado de estos procedimientos y comportamientos aberrantes, especialmente en los barrios periféricos. Es difícil de admitir que unos vecinos, en manada se conviertan en los peores salvajes, moliendo a palos o patadas a un delincuente atrapado. Se ha utilizado alambre de púas para amarrar a un poste y seguir golpeando a mansalva. Se han dado casos en los que se no tiene lástima ni de mujeres supuestamente ladronas o cómplices a quienes se propinan innumerables vejámenes, amén de desnudarlas. En grupo no hay horror ante la muerte. Qué sencillo es envalentonarse y perder todo rasgo de humanidad. Qué fácil resulta rociarle gasolina y prenderle fuego a un pobre diablo. Ni los gritos de dolor parecen conmover a estos justicieros improvisados. Me pregunto si podrán dormir después de mancharse las manos de sangre.
Advertencia a los ladrones en una calle cochabambina