Terco como una mula. Cuando era no, era no. Y cuando era si, era no. Así era Eduardo, el vecino de enfrente.
Primero fue el árbol, un hermoso jacarandá, que no dudó en podar aún cuando no era época ni tampoco una molestia. Poco tiempo después, fue el único en negarse a pagar la obra de cordón cuneta, demorando la puesta en marcha de la mejora.
Más adelante, las luminarias nuevas. Luego, la obra de asfaltado de la calle, que hasta entonces apenas si era un mejorado que ayudaba a que la zona se no embarrara los días de lluvia.
Más de un pibe del barrio había llorado tras mandar la pelota al patio de don Eduardo. Sabía que no tenía retorno. A veces, solían aparecer en la basura, pinchadas o con tajos de un lado a otro.
Los que habían tratado de hacerle frente, retrocedieron por miedo. Eduardo, además de terco, era medio loco y a más de uno lo atendió con una cuchilla en la mano.
Hasta una tarde, en pleno verano, que estando en ojotas, pantalón corto y camiseta regando la vereda, se descompuso y cayó al suelo, sin preámbulos ni nada.
El calor obligaba a tomar aire fresco, así que la caída de Eduardo fue vista por varios vecinos. Un par amagaron con acercarse, pero tras dudar, se metieron en sus casas. Los que miraron con indiferencia, entraron también.
De repente, el barrio era un solo espectador, ventanas adentro. Las miradas concentradas en un mismo punto, aguardando. Pero Eduardo era terco y si había caído, ahí se quedaría.
Hubo sonrisas con sorna, pocos lamentos y ningún llamado a la emergencia. A la media hora pasó un coche, el conductor se detuvo y dio aviso a la ambulancia. Pero ya era tarde. Al menos para Eduardo.
Desde entonces existe en la cuadra, cierta complicidad en las miradas. Como si ese sentimiento tácito de fría venganza se hubiese solidarizado en forma silenciosa, reptando subrepticiamente en cada uno, tiñendo de ese negro característico que ensombrece el alma y desnuda al ser humano.