Alaska, 7 de febrero de 2011,Julio Cortazar y Carol Dunlop iban parando en las áreas de servicio de las autopistas, tramo París- Marsella. A paso lento. Tan lento como tardar treintaytres dias en recorrer lo que se hace en unas horas. Escribieron luego un libro, Los cosmonautas de la autoestopista, dando cuenta de los detalles de las áreas y dando cuenta de sus cuentos. En realidad el libro siempre fue previo al viaje. Todos lo son. Delicioso. Creo que con ese libro, el último que leí de Cortazar, porque era el último que me quedaba por leer, descubrí un par de cosas. Una: me gustaban los libros de viajes y los reportajes. Una epopeya o un paseo por una ciudad, no importa, a condición de que haya detrás un buen escritor. Es decir, Atrapados en el hielo, la expedición a la Antártida de Shackleton, poderosamente escrita por Caroline Alexander, o, Els pagesos, de Josep Pla. La chanza de ese bon vivant que es Bill Brysson recorriendo Australia en En las Antipodas, o el increíble mosaico de mafia y cocina que compone Peter Robb en Medianoche en Sicilia. El reto personal de Steinbeck,Viajes con Charley.En busca de América, o el definitivo reportaje sobre la URSS que es El Imperio, de Kapuscinski. Dos: del libro de Cortazar me interesaban más el relato de las cosas que les pasaban a él y a su mujer en las áreas de servicio que los cuentos que se inventaban en ellas. Después de veinte años como hambriento lector de novelas, la ficción comenzaba a dejar de interesarme. Todavía no sé si eso es bueno o malo.Desde entonces -entonces es esos libros- siempre he pensado que hay un doble placer en el viaje. El placer del viaje en si, que diría Kant, y el placer de narrarlo, que es a la vez epílogo y prólogo del siguiente. Cualquier viajero sabe que no hay viaje sin narración. Narración oral, escrita o visual. Lo que antes explicábamos a los amigos y ahora se cuelga en facebook es la necesidad de contar, mucho más que la vanidad o la pedantería. Se viaja para poder contarlo. La primera vez que fui a Santiago de Compostela en una bicicleta de montaña fue a lomos de un libro escrito por Juanjo Alonso, el Kapitán Pedales. Juanjo no es un gran escritor pero es entusiasta y su libro era una buena compañía antes del sueño en los albergues del camino. Veni, vedi, vici. Tumbarse en el suelo de la Plaza del Obradoiro, con la cabeza apoyada en la mochila y la bici al lado, observando las torres de la catedral de Santiago es, además de un clásico, un gesto de viajero. Una de las mejores cosas de la vida. Se miran las torres mientras se piensa en el camino recorrido y el que queda por recorrer. O simplemente no se piensa nada, se descansa y se contempla, que es otro de los buenos motivos para salir de casa. Este jueves Rafa y yo volamos hacía Santiago, veinteaba ciudad de nuestra gira. El viernes por la mañana, organizado por el CEESG (Colegio de educadoras/es sociales de Galicia) tendremos un encuentro con los estudiantes de educación social de la universidad y por la noche actuaremos en el Teatro Arteria Noroeste de la capital. El vuelo es el jueves pero el viaje empezó hace unos días. Tengo tantas ganas de estar allí como de contarlo. Enviar quizás, por sus calles empedradas y húmedas, un tweet nervioso: hemos triunfado chaval, un albariño para celebrarlo. Antes por la conquista y la gloria, ahora por compartirlo, viajar es ahora más viajar que nunca. Estoy seguro de que Cortazar y Dunlop cambiarían su libro por un blog y colgarían en youtube sus batallas con los monstruos de la autopista. Tan seguro como que el gran Kapu enviaría una crónica/twitter desde la plaza de Tahrir, cuando ya todo hubiera pasado y los grandes medios se hubieran llevado sus focos. Cuando la atención estuviera en otra parte. Preguntando a la gente sencilla cómo fue lo de la caída de Mubarak y qué tal se vive. Sin hacer ruido, como le gustaba hacer al maestro.
Ilustración: Stefano Bonazzihttp://factorialossanchez.blogspot.com