Después de varios días en Doulung, el Dr. Kovayashi retornó al barrio. Empapado de sabiduría oriental y deseoso de reconectarse con las leyendas urbanas de siempre, salió a recorrer las calles de su barrio, en la Provincia de Buenos Aires. Libreta en mano, evitó las avenidas y los empedrados.
Nada había cambiado, por suerte. Sucede que el espíritu se me arruga siempre que descubro el paso del tiempo en el cambio de los objetos que me rodean (y entre los objetos incluyo, por supuesto, a las personas). Sin embargo, también creo necesario reconocer que el caso del Dr. Wang era distinto. Su semblante resumía centurias de soles nacientes en un par comisuras verticales, en decenas de arrugas, en miles de cabellos cenicientos, y en dos ojos de arroz sin pestañas. Imaginé que en su cara vivían todos los ancianos chinos que han sido y serán, y eso me agradó.
Caminé con buen ritmo por Tres Sargentos hasta el cruce con la Avenida Roca. Había llovido durante varios días, pero esa mañana me bendecía el brillo de un cielo celeste. El recuerdo de Wang me acompañó todo el tiempo. Algo me decía que podía salir a mi encuentro desde atrás de un árbol o de un zaguán, o aparecer en la ventanilla de un automovil casual. Extraje del bolsillo una petaca con licor de leche de cabra fermentada que él me había obsequiado en Mongolia, y pensando en que aún debía escribirle para mentirle cuánto me encantaba, bebí un trago generoso. Mi aliento se enrareció.
Más allá de Roca, Tres Sargentos cambiaba de nombre a Juan D. Perón, y al ensancharse un par de metros se convertía en la calle más importante del barrio. En las mañanas de sábado, Perón era un verdadero hervidero de personas que, cual hormigas, iban de aquí para allá. “No elegí el mejor camino”, pensé, pero me reconfortó pensar en Beijing; era infinitamente peor.
El semáforo interrumpió mi regularidad. Allí parado, al filo del cordón, mientras apuraba con la vista a la luz roja, noté que a mi izquierda, algo que en principio no pude precisar se había movido de repente, o caído, o desaparecido. En pocos segundos, la calle había ganado en agitación y sorpresa. No tuve más alternativa que prestar atención. A cuatro metros de mí, una salamanca había abierto sus fauces, y en el fondo de ese increíble hoyo, hundido de punta en un torrente amarronado, un Peugeot. Escuché los gritos del conductor; sonaba desesperado.
Varios propusieron descender, pero no lo hicieron. Otros solaparon llamados al 911 y a los bomberos. Sólo algunos se animaron al salvataje. Unos muchachos rompieron el cristal trasero a piedrazos, y el encargado de un edificio arrojó la manguera por el hueco. En minutos, estimé, el conductor estaría de nuevo sobre la superficie del planeta.
Aprovechando el revuelo, crucé Roca y retomé la marcha sin remordimiento. Una cuadra después oí los vítores y aplausos de la turbamulta. Entonces me detuve nuevamente, y recostado sobre el tronco de un árbol enfermo anoté en mi libreta algo más para comentarle a Wang: “En esta ciudad siempre es necesario estar preparado para convertirse en superhéroe”.
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