Revista Literatura

Debate: La poesía cívica

Publicado el 20 septiembre 2011 por Agora
En nuestra bitácora queremos fomentar el debate sobre la literatura necesaria en nuestro tiempo.
Comenzamos con un debate sobre la poesía cívica, publicando dos artículos que aparecerán consecutivamente: uno, de Maximiliano Hernández Marcos, poeta y profesor de Filosofía en la Universidad de Salamanca, quien ha prologado el nuevo libro de Fulgencio Martínez, y otro donde Fulgencio responde y valora los análisis de Maximiliano, como en tertulia amena de las de antes.
Invitamos a los lectores a enviarnos su opinión y participar en este y en los debates que quieran proponer.

POESÍA CÍVICA, ENTRE ELEGÍA Y COMEDIA.

A propósito del libro Prueba de sabor, de Fulgencio Martínez

PorMaximiliano Hernández Marcos

Universidad de Salamanca

Con este nuevo libro Fulgencio Martínez se afianza en su compromiso humano y literario con la poesía cívica que ha venido reivindicando y poniendo en práctica en sus dos entregas anteriores, León busca gacela (2009) y El cuerpo del día (2010). Su apuesta nace ciertamente del convencimiento personal acerca de la raíz y alcance morales del hacer poético, de esa exigencia –tan machadiana- de una palabra en el tiempo que hoy se presenta ante todos nosotros, viva y saludable, con la humildad concreta, también con la esperanza de ser “la palabra con que vencer el miedo”. Se trata por eso de una apuesta que no opera en el vacío del esnobismo estético o de la afirmación individual, sino que aspira más bien a hacerse eco de una necesidad de la época y, en este sentido, cuenta con una justificación histórica innegable. Hay en ello, sin duda, una “decisión” personal, pero no se toma al azar, por mero voluntarismo autista, sino con una clara voluntad de acogida, de salir al encuentro de una demanda colectiva en un mundo tan deshumanizado como el nuestro, en el que el “pánico” y el “silencio” cómplice impulsan por sí mismos el despertar de la voz poética como una cuestión de “emergencia social”. Esta poesía cívica surge, pues, de una firme conciencia realista, anclada en el presente histórico, pero no sirve a ningún esquema ideológico cerrado ni a disciplina alguna de partido; sólo pretende –el autor lo ha dicho en varios lugares- sembrar dudas sobre la presunta plenitud de lo que hay, arrancar de su letargo hedonista al hombre autocomplaciente de hoy y expresar un anhelo de justicia y de libertad que no halla mínima satisfacción en un tiempo tan extraño como el de este incipiente siglo –o in extremis, y como terapia propia, “escupir con ganas” lo que el alma humana ya no puede digerir de su entorno malsano. En este empeño la mirada poética se proyecta en un doble frente: ha de dar visibilidad al lado oscuro y oculto del optimismo reinante, denunciar su falsedad y su mentira, y a la vez ha de sugerir rutas alternativas y veraces para el ánimo, abrir señales de esperanza. Fulgencio lo ha condensado así en un verso lapidario: “poner y oponer mi voz a la realidad”.

Implicado en semejante esfuerzo reflexivo por aquilatar el sentido ético de la palabra, no puede sorprender que en Prueba de sabor, como en los libros precedentes de Fulgencio Martínez, abunden los poemas que son poéticas, en los que a modo de variaciones aproximativas se va trazando, con sus perfiles y perspectivas diversas, el amplio contorno de la poesía cívica. A idéntica finalidad parece responder la invocación frecuente de poetas señeros, bien conocidos por su compromiso ético en diversas formas (Pablo Neruda, Miguel Hernández, José Agustín Goytisolo, Ángel González...). Y como no podía ser de otra manera en un decir poético que quiere definirse en su relación con el tiempo histórico, una de esas perspectivas, recurrente en los tres libros, es la que mediante breves antipoéticas hace valer la orientación cívica de la escritura en el presente por contraste y en un ajuste de cuentas con el pasado más reciente de la poesía española. Fulgencio se dirige sin concesiones contra el esteticismo narcisista predominante en el “estético siglo veinte”, que de espaldas a la realidad ha construido desde la distancia de su ventana autista una falsa subjetividad a base de hacer siempre del yo “la mesa” de multiformes “operaciones del poema”: el “dulce estilo” de la palabra bella o de galardón, la poesía “iluminada” del texto autorreferente, del nombre puro o del ludismo verbal, el sentimentalismo victimista del dolor “interesante”, la banalidad adolescente de la actual poesía de consumo... Por evasión, silencio o indiferencia es cómplice de la monstruosidad de nuestro mundo y contribuye al adormecimiento general de las conciencias. El poema titulado “La poesía hoy quiere saltar la tapia”, de El cuerpo del día, presenta abiertamente, en un recuento esencial de los últimos cuarenta años, la urgencia histórica de franquear ese muro ególatra del esteticismo, irresponsable y enfermizo, ya tediosamente agotado, para volver a tomar el contacto con el mundo y comprometerse con un futuro mejor que el de nuestros días. Lo provocativo de este salto reside en que tanto allí como en Prueba de sabor la consigna del nuevo quehacer poético, como antaño, sigue siendo, con fructífera ironía, “no molestar” a los “hombres en flor” mediante el griterío del canto.

Ahora bien, en Fulgencio Martínez esta operación cultural de desmontaje y ruptura con nuestro pasado literario reciente discurre paralela – casi se identifica con ella-a su propia evolución personal en lo concerniente al concepto y práctica de la poesía, que él percibe ahora como un radical giro poético que cabe caracterizar de manera simple como el paso del canto juvenil al desencanto de la edad madura. Hay en Prueba de sabor dos poemas bastante indicativos de este modo de entender el cambio en la trayectoria de la poesía española del último medio siglo como un relato autobiográfico del propio poeta. Tanto en el titulado “Cuenta final” como en la última parte del que da título al libro, asistimos claramente a esta fusión del destino personal con el destino colectivo, cuya convergencia se cifra allí en el trabajo negativo de ir quitando el colorido auto-reflectante de las palabras (“descorre la pintura anterior...”) y a la par en el desafío laborioso de emprender un nuevo aprendizaje en el manejo del lenguaje:

“Se nos cayeron de las manos canciones

de juventud, y despacio

tuvimos que ir abriendo los labios de nuevo

sobre las letras y los sonidos de las palabras”.

Pues no es tarea baladí sino que requiere un meticuloso proceso de aprendizaje individual y colectivo, la de restituir o cargar a las palabras con el sentido vivo, con la voz genuina que le han robado, le roban de continuo “los dioses oscuros” de este mundo. A mi juicio, una de las claves de este libro, la que se esconde bajo su hermoso título, consiste precisamente en esta reclamación, inherente a la poesía cívica –como mostraré después-, de una nueva sensibilidad y una nueva forma de sabiduría, de un “sabor” y un gusto más afinados que constituyan al mismo tiempo un “saber” y un comprender más lúcidos e “intensos”, de los cuales el libro de Fulgencio quiere suministrar ya una “prueba”, esto es, un ensayo o intento y, simultáneamente, una muestra orientativa. A este círculo no puede escapar la poesía cívica: aspira a educar a hombres y ciudadanos, pero ella, a su vez, debe formarse a sí misma, resultar de un largo y perseverante proceso de afinación poética, a base de tentativas y errores, de variaciones y ejemplos.

Pero ¿qué nos ofrece de novedoso, en este aspecto, Prueba de sabor? Si el sentido general de la poesía cívica y su justificación histórica, tal como los acabamos de reconstruir a grandes rasgos, se hallan presentes ya en los dos libros que le precedieron, ¿qué es lo que justifica esta nueva entrega? ¿Qué aporta o descubre acerca de la poesía cívica? Fulgencio Martínez ha querido dejar nítida la novedad poética de Prueba de sabor en la estructura misma del libro, que consta de dos partes: “Los paseantes” y “Epílogo jocoso”. Con ello nos ha proporcionado una muestra de dos formas o variantes literarias de la poesía cívica: la elegía y la sátira cómica. O mejor: nos da a entender que la poesía cívica puede oscilar entre lo elegíaco (“poesía cívica en modo de elegía” reza el subtítulo de la primera parte) y lo cómico. De esta manera Fulgencio nos retrotrae hasta las raíces de la modernidad poética, tal como Friedrich Schiller –sin duda, un poeta cívico desde esta perspectiva- la caracterizara al asociarla con lo que llamó poesía sentimental y consignar como dos de sus desarrollos básicos la sátira (cómica o patética) y la elegía. Creo que el análisis teórico llevado a cabo a este respecto por el poeta y dramaturgo alemán en su célebre tratado Sobre poesía ingenua y sentimental (1795-96) es de gran ayuda para comprender cómo y por qué la elegía y la comedia pueden constituir dos formas de compromiso cívico de la poesía en nuestro tiempo, tal como parece desprenderse de Prueba de sabor.

Como es sabido, Schiller consideraba que en la época moderna la poesía –y la literatura en general- tenía la particular misión educativa de exponer, representar y hacer sentir a los hombres el ideal de humanidad íntegra que no se hallaba realizado en un mundo corrupto y desnaturalizado. El quehacer poético quedaba así marcado por la tensión continua entre el modelo moral y su desmentido histórico, entre el ideal y la realidad, de tal manera que los diferentes tipos de poesía sentimental se distinguían sólo por el modo como plasmaban literariamente aquella tensión. Así, si lo que se pretendía poner de manifiesto era la fealdad y repugnancia del mundo existente a los ojos del ideal, su distancia abismática de este, la poesía adoptaba la forma de la sátira, que en su variante cómica o jocosa presentaba además aquella fealdad del mundo en su aspecto ridículo e insustancial. En cambio, la poesía se tornaba elegíaca cuando representaba esa distancia radical bajo la figura del doloroso lamento por la pérdida y disolución continuas del ideal en la cruda realidad.

Si nos acercamos con estas categorías al libro de Fulgencio Martínez, podemos comprobar hasta qué punto resultan iluminadoras. La experiencia vital que enciende la llama poética en Prueba de sabor es la del hiato, lejanía o extrañeza extrema entre nuestra sociedad deshumanizada y deshumanizante y la idea de un mundo mejor, poblado por hombres más libres y más dignos. Algunos poemas significativos del libro así nos lo confirman. En el tercero del grupo titulado “Prueba de sabor” se deja claro que la afinación del gusto que exige la poesía cívica ha de surgir de una “pócima” en la que se mezcle la “impaciencia de lo sublime” vindicado con su “negación”. Se trata, pues, de cantar “lo negado” de la única manera en que es posible al poeta: acompañado siempre de la tristeza, pero de una tristeza que saca precisamente a relucir, que reivindica, como su reverso irrenunciable, la esperanza alentadora de lo sublime negado. De ahí que la parte elegíaca del libro se inicie, no por casualidad, con el hermoso poema “A un granado en invierno”, en cuyo recogimiento interior ante un entorno hostil, amenazante, para renacer, sin embargo, misteriosamente después, en primavera, vislumbra el poeta la imagen de “su propia melancolía”, a saber, la de su alejamiento doloroso y sereno de la inclemencia del mundo, pero también la de la luz que se “lleva en el hombro” como “la promesa” de renacimiento que necesitan los “pobres”, los “indigentes”, los hombres que pasean (véase el poema “Los paseantes”) por esta época como por un mundo en el que ya no pueden reconocerse ni reconocer nada. Esta extrañeza e indigencia del poeta ante una realidad tan alejada del ideal genera en él la sensación de un enclaustramiento interior del que no puede salir, a pesar de desearlo con ahínco, igual que ese “príncipe encerrado en su cámara” del poema así titulado, que fabula metafóricamente la tensión insoluble del poeta elegíaco. Hay, no obstante, otra metáfora, bien conocida en la tradición poética moderna (la española inclusive), que ilustra la misma experiencia en la poesía de Fulgencio: la del exilio.

“Cuando sientes nostalgia de ti mismo...

eres un doble exiliado –como yo” (El cuerpo del día).

En el poema “Los paseantes”, de Prueba de sabor, Fulgencio repite esta imagen del poeta elegíaco como “doble exiliado”. ¿Por qué doblemente exilado? ¿Cuál es ese doble exilio? En mi opinión, hay que interpretar esta duplicidad del destierro a la luz de la ya mencionada unidad inseparable, en Fulgencio Martínez, entre el yo y el nosotros, entre su historia personal y la historia colectiva, como no podía ser de otro modo en un poeta cívico. Quizás aquí resida uno de los aspectos originales de su tratamiento de la elegía como forma de poesía cívica: el exilio del poeta en la realidad social que le ha tocado vivir no es ajeno al exilio del hombre en la edad adulta que le aleja de la juventud ya perdida. Y ello porque los ideales humanos incumplidos en la sociedad actual no pueden ser del todo distintos de los sueños e ilusiones que el joven hizo suyos antaño, en su proceso de socialización dentro de un período histórico concreto y que, en este aspecto, hereda de generaciones anteriores. De ahí que también ahora, avanzados los años, la percepción del fracaso en las expectativas o de la irreversibilidad de aquellas experiencias plenas de la primera juventud vaya unida e incluso se afiance con el fiasco suscitado por un tiempo y un mundo que se ha vuelto más inhumano e insoportable de lo esperado. Es así como el poeta se siente exiliado de sí, del joven soñador, y a la vez exiliado de un mundo mejor; se siente roto en su trayectoria biográfica y, al mismo tiempo, escindido de la sociedad y de sus coetáneos, con los que no logra comunicarse ni entenderse, como tampoco lo consigue consigo mismo (véase esta ambivalencia, entre otros, en los poemas “El color blanco roto de los sueños”, “Las ciudades soñadas”, “Cementerio de palomas” o en el segundo poema de “Ante las tres puertas”). Tal es aquí la doble faz de la elegía, la unidad que anuda el doble rostro del lamento: el del hombre –el de cualquier hombre- que afronta las derrotas de la edad y el de este ciudadano concreto del siglo XXI que habita en una pólis global donde ya no hay “seres ingenuos”.

Pero detengámonos un poco en los dos polos estructurales de la elegía, el de la fealdad del mundo real y el del ideal anhelado, ya que hay en muchos poemas de Prueba de sabor suficientes elementos para identificarlos con cierta precisión. Empezando por aquel polo negativo, habría que preguntarse lo siguiente: ¿Qué razones tiene el poeta para percibir su tiempo –nuestro tiempo- como enteramente extraño, “sin lugar en lo humano”? El análisis que se nos ofrece de la sociedad del presente es tan realista como desolador, y el diagnóstico de mundo deshumanizado que en él se hace, se basa en una doble mirada: la que contempla la experiencia exterior, objetiva y reglada del entramado social, y la que penetra en la experiencia interior, subjetiva de los individuos y de sus relaciones entre sí. Lo que se desprende de ese diagnóstico es una contradicción que traspasa el espíritu humano de nuestra época, entre la condición realmente fantasmal de los hombres en el engranaje político y socioeconómico, en el mundo objetivo y público, y su percepción de individuos soberanos en la diversidad de sus relaciones sociales, en su mundo privado.

Fulgencio denuncia, en efecto, cómo una sociedad absorbida exclusivamente por el afán de poseer y consumir hasta el extremo de poner en peligro la supervivencia del planeta (véase, por ejemplo, esa elegía profética desde el futuro que es el poema “Oíd el rayo”) se ha convertido en una especie de casa sin dueño o de “barca” que “se balancea sin remero” y sin norte, a merced de poderes extraños y oscuros (v. “Mundo jardín”). Ahí no habitan ni pasan, en realidad, hombres libres sino espectros, cuerpos “en hábito y forma de fantasma”. Vivimos en una “oficina de sueños” –así reza el título de un elocuente poema-, no porque nuestro mundo de mercado total sea en sí –en el sentido de Calderón- un sueño, sino porque lo somos sus pobladores, seres inconsistentes, sin rostro, meramente “ortopédicos”, que se hallan además atrapados en él, como ese “hombre del apartamento 34” (en otro poema, lleno de ironía), que lleva, kafkianamente, una vida de plenitud claustrofóbica.

Esta falta de sujeto y de soberanía de los hombres con respecto a su vida en el mundo mercantilizado de hoy tiene su expresión más cotidiana en la experiencia del tiempo como prisa y aceleración, que –como Blumenberg ha mostrado- responde al desajuste creciente entre el tiempo del mundo (el del progreso social), voraz en la multiplicación tecnológica de sus demandas, y el tiempo de la vida (el del individuo biológico), breve y finito en su capacidad de respuesta. Prueba de sabor –donde hay también una meditación amplia sobre el tiempo, como cabe esperar de toda poesía elegíaca- se hace eco de la voracidad aniquiladora de aquel tiempo objetivo de la sociedad a través de su funesto rostro laboral, las “horas trabajo de cementerio”, que se presentan precisamente como la negación frustrante de la posibilidad de realizar “proyectos”, “viajes”, sueños humanos en el limitado tiempo biológico de cada individuo (“antes de ser libres nos dan la boleta” –dice un verso). Pues la presión asfixiante y multiforme del tiempo social del –así llamado- progreso sobre la finitud biológica de cada hombre lleva consigo nuestra característica falta de tiempo (tiempo de la vida) no ya sólo para otros oficios y menesteres del mundo objetivo, sino sobre todo para las cosas importantes: nuestra libertad, nuestros afectos, nuestros ideales... Jugando a este respecto con el cambio de sentido que desde estas dos diferentes perspectivas de la temporalidad adquieren las expresiones coloquiales “perder” y “ganar tiempo”, Fulgencio dedica un poema bellísimo, muy logrado “A las cosas para las que siempre nos falta tiempo”.Y puesto que la escasez de tiempo “en la gran ciudad” saca a relucir -de manera conflictiva en este caso- la inseparable conexión entre el individuo y la sociedad, el yo y el nosotros, es lógico que sirva también para evocar, por el lado autobiográfico que la elegía tiene ineludiblemente en Fulgencio, la realidad sombría de la edad adulta, en la que el tiempo de la vida se percibe cada vez más como vertiginoso descuento de posibilidades e ilusiones ante el acercamiento de la muerte, en contraste con la vivencia juvenil de la detención del tiempo, en la que “no tenían cabida los muertos” y nunca se pensaba “morir, ni envejecer”. Quizás sea en ese poema titulado “Las ciudades soñadas” donde mejor se plasme, en su indisoluble nexo, el doble desencanto y extrañeza de la realidad, cifrándose allíademás en esa doble experiencia (y su conjunción) de la temporalidad (la del mundo objetivo y la del individuo biológico), con lo que retornamos de manera evidente a lo que ha sido siempre la entraña dolorosa de lo elegíaco: la fugacidad frustrante, aniquiladora del tiempo.

Frente a esta nulidad del hombre como sujeto de la historia social y personal que el poeta detecta –y denuncia- como la verdad velada y desoída del eufórico y “delicioso” presente mundano, se despliega en la autoconciencia y actitud práctica de los particulares ante su entorno y en las relaciones privadas con los demás seres humanos un contrapeso sublimatorio: la personalidad del individuo soberano, narcisista, cerrado sobre sí, forma peraltada de su propia “inmadurez”, de su vacío moral (“viajeros con los bolsillos rotos”). Fulgencio dedica bastantes versos y poemas en sus últimos libros a criticar este ensimismamiento provinciano y mezquino (contundente es, por ejemplo, el poema “Provincia”, de El cuerpo del día) que alimenta el consumismo, la “avaricia del capital” o la banalidad del éxito mediático, y su carácter patológico. En Prueba de sabor se subraya, como signo del adormecimiento e indiferencia egocéntricas, la incapacidad de escuchar a los otros o de oír la voz de la naturaleza, el afán de seguridades por miedo a afrontar la vida como aventura real, y sobre todo, la indolencia ante el sufrimiento ajeno y el victimismo, convertidos ya en “técnica de supervivencia”, con la que hacemos gala de nuestra soberanía a través del amor y el reconocimiento que los demás siempre nos deben por nuestra existencia miserable. El poema “Deber gustoso” pone de relieve este amor débito o debido como el “truco” inmaduro, inestable y enfermizo de la condición perpetua de “víctima”, y con ello nos recuerda hasta qué punto el derecho, como deber de los otros (no el amor, como donación personal), ha podido erigirse en la forma constitutiva –y única- de relación social entre individuos estúpidos, exclusivamente egoístas, ignorantes de que “ser hombre es construir / cada día una ventana a otro hombre” (El cuerpo del día).

Prueba de sabor sería, no obstante, sólo un libro de denuncia y crítica sociales si se limitase a desmontar el soporte oscuro e inhumano de nuestra época. Pero no es así. El primer plano de la fealdad del mundo se dibuja sobre el fondo del ideal humano que se anhela, y desde el cual aparece aquel únicamente como su negación, no como el destino fatal, irremediable ante el que cabe solamente la resignación y el silencio pasividad. El alcance educativo y cívico de la elegía reside en que, muy al contrario, no nos deja desamparados ante lo inevitable, sino que nos abre la luz de un horizonte alternativo precisamente a través del lamento por su ausencia (“Son las cosas / ausentes lo que llama a las palabras” – se lee en El cuerpo del día), poniendo en juego con el color negativo de la pérdida justamente los valores por los que hay que luchar en el presente. El poeta elegíaco no se cierra, en este aspecto, como una “perla” en la concha solitaria de su melancolía, consciente de la inutilidad y condena resignada de ese gesto; más bien extiende una invitación a la indignación moral y a la rebelión contra la “esclavitud silenciosa de nuestros días”. “No tengamos miedo de ser mejores” –nos exhorta el poeta-, porque el próximo siglo no “nos dará / la libertad / por la que no luchemos hoy”. Fulgencio convierte así la elegía en un arma cargada de futuro.

Pero ¿cuál es exactamente el ideal que el poeta convierte en arma de esperanza? En Prueba de sabor no hay un diseño programático preciso – no es esa la función de la poesía-, ni una invocación metafísica de la utopía o de lo absolutamente otro (véase el descreimiento al respecto en el poema “El otro”), sino un manojo disperso de rutas indicativas que apuntan hacia una humanidad más plena. Está presente, sin duda, la añoranza de la naturaleza física (el pájaro, el río, el granado...) como modelo de calma y sosiego frente al torbellino agotador del tiempo del progreso; también el recuerdo de la imaginería fabulosa de la infancia(“Las aves de fastuoso e interminable nombre, / los graciosos dragones que atendían por vocablos latinos...”) o la nostalgia de lugares y hechos concretos que colmaron con su familiaridad el alma (el zureo de las palomas en la plaza de la catedral de Murcia, las ciudades soñadas en la juventud, etc.). Sólo que estos motivos de evocación no parece que se reclamen tanto por sí mismos – un retorno fáctico es imposible, anacrónico- cuanto por los valores, sentimientos y experiencias con las que gracias a ellos se conformaron espíritus genuinamente humanos, actualmente en peligro de extinción. Pues en esta reivindicación de nuevos valores y el recuerdo de los ya conocidos (libertad, dignidad, solidaridad, escucha...), y, más en general, en la exigencia de una sensibilidad nueva o al menos distinta de la vigente í radica, a mi juicio, la propuesta moral de educación cívica que late en el corazón elegíaco del libro de Fulgencio Martínez. “Necesitamos” –escribe el poeta- “poner todo a escala y medida de nuevo / de nuestra desnudez”. Dar nuevas medidas a las cosas: he aquí la consigna para un ideal al alcance de todos, pues se trata únicamente de que “lo posible / siga siendo, sólo, posible”. Y entre esas medidas nuevas resaltan en Prueba de sabor las que suponen una inversión de los actuales valores de las cosas. Así, se propugna, por ejemplo, una dignificación del trabajo humano, en su valor de esfuerzo, en su sentido terrenal y en su carácter de genuino soporte de la historia frente al orgullo del sedentarismo “salvaje” y especulativo (véase el poema “Adoración de los pies del hombre que trabaja”); igualmente se pide, como “deber gustoso” en las relaciones humanas, sustituir el amor débito por el amor crédito, por el genuino amor, el amor a los demás, el que hace madurar al hombre mediante la donación y la entrega, el que lo colma con lo dionisíaco, lo fructífero y lo redentor de la vida. Esta es la “verdad sencilla”,

“la verdad solamente que pudiera

transformar el paso y cambiar nuestro interior

preguntándonos cuánto les debemos

y cuánto amor tenemos para darles”.

No se piense, sin embargo, que todos los poemas de la primera parte de Prueba de sabor responden al género elegíaco; la elegía marca allí ciertamente el sentido general de la palabra poética, pero no el estilo y el tono literario de cada uno de los poemas, aun cuando predominen los formalmente elegíacos. Como suele ser habitual en los libros de Fulgencio Martínez, también aquí comparece su polifonía estilística, de manera que podemos encontrar coexistiendo con el lamento nostálgico, o con independencia de él, la ironía, el sarcasmo, la burla, el humor y hasta el ingenio lúdico de una greguería erótica (el poema “Bajo la camisa”). Y todo ello con un lenguaje cercano al habla de la tribu, como corresponde a una poesía cívica, que se aparta de la mentira elitista del hermetismo estético y reclama “la vieja oralidad” para llegar al pueblo, al ciudadano y darle voz, pero también –cabría añadir- para disputar el dominio de la palabra hablada a los poderes mercantiles del mundo, poniéndola al servicio de otros valores, más humanos, convirtiéndola en el horizonte –educativo- de apertura a ellos.

Esta disputa por el lenguaje coloquial se torna más evidente –y es casi el tema principal- en la segunda parte, “Epílogo jocoso”, donde Fulgencio Martínez recurre a la risa para decir la verdad sobre un mundo ridículo, absurdo y delirante, que no merece más poética que la de la chifladura o la de un continuo “poema desaguisado”, incoherente, ácido y burlesco, digno de un Aristófanes, pero “cabreado”. Pues en este tratamiento cómico del “tiempo extraño” que nos ha tocado vivir, acaso no haya mejor forma de revelar literariamente su falsedad y lejanía con respecto al ideal humano que la de ejercer –reflexiva y fríamente- violencia sintáctica y semántica contra la palabra ordinaria, manchada por la retórica dominante, o apropiarse con ironía, sarcasmo o burla de los nuevos términos y acuñaciones de sentido (los del lenguaje publicitario, por ejemplo) para poner al descubierto su ropaje falaz y desactivarlos en su eficacia embaucadora. Fulgencio explora, en esa última parte del libro, estas diversas vías de manejo formal del lenguaje para dejar bien patente la finalidad cómica de los poemas que lo componen. Pero hay en este cierre jocoso también otro propósito, que se formula abiertamente en el meta-poético “Post-scriptum” final, y que pone de relieve la autoconciencia crítica, incluso el destino trágico de esta poesía cívica, la cual a pesar de su voluntad de aliento moral (o su aspiración de “palabra profética”) no abandona su sentido escéptico, su escarmentada experiencia del limitado poder de la palabra poética, su convicción de que a fin de cuentas escribir no es transformar el mundo, ni el poema una fuerza revolucionaria efectiva, sino un juego de sonidos verbales, un “pasatiempo”, una bagatela del espíritu, por más elevados que sean los fines que persiga. De esta manera desmitificadora y cautelosa Fulgencio trae a colación, como justificación residual –la última que queda-, la del valor humanamente cómico o risueño de toda poesía –también de la cívica-: divierte y entretiene tanto al que la lee como al que la escribe.

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