Revista Diario

Decidme... ¿la locura es contagiosa?

Publicado el 22 enero 2011 por Maricari

En una casa de esquina, de una calle principal, en una ventana iluminada, tras un visillo blanco, dos figuras hermanas están. Uno, sentado en un sillón, el otro de pie  a su lado, manteniendo una pose inclinada hacia el sillón, mientras tiene los dedos de la mano derecha metidos en el bolsillo del chaleco, acariciando el reloj de cadena, y su otra mano, cae pesadamente sobre el hombro de quien está sentado.
El hombre sentado tiene la mirada ausente, vista al frente, no busca la cara de quien le habla aunque el tono que emplea para con él, sea bajo, muy cercano, recibiendo en sus oídos estos términos…
Pero hermano quiero… no, debo presentarte a alguien que te hará bien…Si no te cura de tu locura, por lo menos mejorará la mía contigo ¡Estás colmando mi paciencia! ¡No puedes salir de noche y regresar después del amanecer! ¡Esta vida te va a matar!
Nuestro hombre sentado se echa hacia adelante queriendo incorporarse, pero ante la presión de la mano de su compañero, queda encajado en una postura algo inclinada, con el cuello estirado y las manos apoyadas en los brazos del sillón, como aquél galápago contra la liebre en la línea de salida, contestando así…
No, no podría... si no... vivir. Lo que tengo en mi cabeza… tengo que sacarlo de ella.
Recibe un golpe sin fuerza en su hombro del gigante que le habla, pues al levantar la vista el sentado comprueba que su hermano se ha crecido y sólo le llega a la cadera. Hace un esfuerzo con el cuello, hacia arriba buscando los ojos del gigante, mientras oye cómo le dice…
Y con esta manera de vivir, no encontrarás una esposa, no mejorará tu cabeza.
Siente, un pinchazo en la espalda, y lo alivia golpeando con su puño en el brazo izquierdo del sillón, enrojecido por haberle recordado una herida abierta por amor. Le grita al gigante que se hace un poco más pequeño al retroceder ante la sacudida del cuerpo que ahora se levanta hacia adelante, lanzando un huracán ventoso de palabras…
¡Mi cabeza! ¡Mi cabeza hermano no es mía… es de las luces, de los colores, del amanecer, de los árboles, de las flores… de todo lo que me rodea, menos mía!
Tras girarse hacia su hermano, las figuras quedan igualadas, en altura y corpulencia, pero no en viveza, el gigante ya es enano, sin bravura, mientras que el puño izquierdo de su interlocutor sigue cerrado, llevándoselo a la boca, como un tierno infante, pero con rabia comedida. Con rabia de años encerrada en lugar oscuro, salvaje, y al quedar liberada esa boca, lanza con entusiasmo palabra, tras palabra…
¡Palpita en ella tantas ideas, tanta fuerza que no puedo evitarlo, cuando voy al prado, o voy al puente, o veo una barca, o unos zapatos, unas flores… todo toma cuerpo en un ir y venir de formas y colores!
La otra figura abatida, se acerca comprimiendo el espacio vital que les separa, colocando las dos manos sobre los hombros fuertes del vencido, mientras le susurra cariñosamente…
No puedo hermano, no puedo seguir cuidando de ti, lo siento por nuestra madre, pero no puedo más. No es el dinero que me cuestas o que no me ayudes en los negocios es…
La presa se soltó de golpe, dando un paso hacia atrás, poniendo un muro de separación entre ellos, mientras gritaba el armisticio…
¡Me iré de misionero! Así no seré una carga para ti.
Pero sólo había conseguido perder la posición ganada, porque su pareja, con los brazos izados hacia el techo y la cara desencaja por el estupor, gritaba…
¡No! ¡Te lo prohíbo! ¡Por favor!  
Y añadía con menos fervor y más razón… 
Por favor, por favor, deja que venga un amigo a verte, charlaréis, cuéntale tus proyectos… te ayudará. Es tan vivaz como tú, ya verás, todo irá bien.
Pero el subyugado por los lazos afectivos, primero con voz entrecortada y después entonando salmos paridos por la testarudez, iniciaba una negación de castigo balbuceada…
¡No quiero! No, no es que no quiera, pero, seguro que le enseño mis pensamientos y no los entiende. Hermano, si apenas yo me entiendo.
La otra figura volvió a colocarse enfrente, mientras se metía las manos en los bolsillos y jugaba a encontrar algo en ellos que tentase a su rival a aceptar la derrota que, a ratos era de él, a ratos la perdía, a ratos pasaba a ser firmada, a ratos desaparecía como alma que lleva el diablo. Y su cabeza, su cabeza se ponía como gemela de la de su hermano, sin remedio, como al vapor colocada en aquella sala, su sala, en su casa, que ya no era su casa, sino un campo de batalla, a caballo, iba a caballo perdiendo los estribos y gritando…
Inténtalo, ¡Por Dios, inténtalo! Si no os entendéis… se irá por donde ha venido.
Todo estaba dicho, todo estaba en el aire, mientras los ojos estaban fijos los unos en los otros, los rostros opuestos en el mismo plano. Sus cuerpos, uno vencido y el otro ganado. Las manos, las del vencido estaban fuertes hacía abajo y las del ganador, estaban débiles a punto de dar un abrazo...
El derrotado mascó las palabras y las escupió al aire...
De acuerdo, hermano, lo intentaré.
Acababa de tener lugar, o posiblemente fuera de otra manera, el acuerdo entre los hermanos Van Gogh, para que Vicent conociese a Pissarro... y ahí comienza otra historia... de luces y sombras... y de noches luminosas.

Decidme... ¿la locura es contagiosa?

El bulevar de noche, de Pissarro


Decidme... ¿la locura es contagiosa?

Noche estrellada, de Van Gogh

P.D.: "Decidme ¿Esta locura impresionista es contagiosa?"
2ª P.D.: Y ¿Qué hay de esto?
Decidme... ¿la locura es contagiosa?
{¡B U E N A S_____N O C H E S!}Decidme... ¿la locura es contagiosa?

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