Decir adiós

Publicado el 23 noviembre 2014 por Anabel

Foto extraída de Photo pin


Se vieron en la calle, él bajaba hacia su trabajo, ella venía a toda prisa por la calleja perpendicular. Intercambiaron una sonrisa y levantaron su mano a modo de saludo y mutuo reconocimiento. Dos horas más tardes estaba muerto.La incredulidad, puerta previa a la aceptación, se mantuvo durante unos minutos en su mente, que a modo de negación de lo evidente sólo alcanzaba a decir, “si lo vi esta mañana, a eso de las nueve”. Como si el hecho de ver a alguien, impidiera que la muerte hiciera su trabajo.
Decidió acudir al entierro, porque se había negado a despedir a algunas personas, que ahora acudían a sus sueños de forma recurrente: sus abuelas Marta y Eli; su amiga Rocío con quien tan buenos ratos había pasado jugando al Tetris en lugar de ir a clase de Derecho Romano; Doña Sol su profesora de primaria. Sabía que aunque la relación con aquel dependiente era superficial  venía de lejos, desde la infancia y seguro que con lo que le obsesionaba la muerte, terminaría por hacerle alguna visita. Le sucedía siempre con las muertes repentinas. Los que se habían ido se presentaban en sus sueños cuando menos lo esperaba, y negaban su propia muerte. Ella se alegraba tanto al verlos igual que siempre. Los abrazaba y tocaba para convencerse de que todo era un error, de que todavía estaban vivos y sólo una pesadilla los había arrancado del mundo, de su mundo. Cuando despertaba, le costaba hacerse a la idea de que aquella nueva vida era en realidad el sueño, que no estaban y entonces un peso enorme anidaba en su pecho. Cuando eso sucedía pasaba las mañanas inmersa en una nube de tristeza y confusión. Con el tiempo, había llegado a la conclusión de eso le ocurría por no acudir a los entierros, por no decir adiós a los que de forma súbitamente natural se habían ido. ¡Que poco natural parece la muerte, por mucho que se empeñen en pintarla así!.

Foto extraída de photo pin

Acudió a media mañana a la Iglesia, la familia lloraba, algún móvil sonaba incordiando los cuchicheos de los asistentes, que forman un runrun monótono que acompaña cualquier ceremonia católica. El cura parecía estar tocado, aunque solo fuera por una vez, por el acierto en sus palabras, olvidándose de los castigos infernales y defectos que todos albergamos, y animaba al público a poner de manifiesto todo lo bueno que pobló el alma de aquel hombre.  No tenía nada que reprochar al sacerdote, que era lo que venía sucediendo en la mayor parte de los entierros, que nadie quedaba satisfecho, porque el que estaba en el altar no  había conocido, ni le interesaba conocer, al difunto de turno. Cuando terminó la homilía, salió del banco que ocupaba, se puso en una de las colas de dolientes, poblada sobre todo de jubilados, aunque también observó que algunas personas se habían escapado del trabajo para despedirse. Se acercó, y bajo la cabeza ante el féretro y la familia  en señal de duelo. No dijo ni una palabra, ni siquiera musitó el típico "le acompaño en el sentimiento" porque no había sentimiento alguno en el que pudiera acompañarlos de forma sincera. Abandonó la iglesia por el lateral derecho. Todo había pasado. El ataúd sólo contenía la cáscara de lo que hasta el día antes había sido un hombre.  En ese momento, deseó que el cielo realmente existiera, que descansase en paz y no tener ninguna visita suya. Ya le había dicho adiós.