Déjame que dude de ciertas historias. Matías Castro Sahilices

Publicado el 23 enero 2013 por Rutinacortadaacuchillo @RCACoficial

Eventos extraordinarios, casualidades gigantescas, anécdotas increíbles. Cuántas veces uno querría contar las cosas que nos pasan cuando el universo parece señalarnos, cuando somos los únicos testigos de una estampa maravillosa que sucede delante de nuestras narices.

El problema no es la trama, la originalidad de la historia, el desarrollo de los eventos que sostienen la tensión del relato. No señor; el problema, es la gente que nos escucha.

Un amigo me hizo cierta fama en la escuela, bien merecida por cierto. Bastaron dos o tres historias que conté y que él repitió, para que se le cagaran de risa en la cara. Al poco tiempo, en forma de revancha por hacerlo quedar en ridículo, inventaba el cantito que me acompañó cada vez que llegaba todas las mañanas al secundario: ”llegó Matías, llegaron las mentiras”. Y si, mi amigo había adivinado mi qué era lo que más me gustaba en el mundo: contar historias. Y aunque alguna mentira se había colado, la mayoría de las historias eran de las otras, las ciertas y jodidas de contar.

Esta nota es una excusa para contar una de esas, de las que no cuento en los asados ni en las mesas de los casamientos, solamente para evitar las cejas inclinadas, las sonrisas asomando, las miradas de reojo a mitad del relato. Esta historia aparece en uno de los capítulos de una novela que escribo y que quizá jamás sea publicada, y por eso quiero compartirla.

La máxima estrella del fútbol mundial viajaba en el avión en el que yo iba, rumbo a Barcelona. Todos estaban muy excitados: las azafatas parecían sonreír (cosa jamás vista en ciertas aerolíneas) y pude ver a los pilotos sacándose fotos con el tipo. No éramos muchos en el vuelo, y como me encontraba sentando en la parte delantera, detrás de los pocos pasajeros de clase ejecutiva, al llegar al aeropuerto, quedé primero en el control aduanero. Cuando el señor del control decidió que yo no era una amenaza para la comunidad europea, caminé unos pasos y decidí guardar el pasaporte en la mochila. Al levantar la vista me encontré con los ojos del astro, quien había pasado por el control casi al mismo tiempo que yo. Estábamos solos, a metros de las casillas, mirándonos. Fueron unos segundos, donde me debatí si decirle algo, saludarlo, pedirle una foto o seguir con mi camino; finalmente me decidí por esto último.

Mientras esperaba que mi mochila saliera ilesa por la cinta de transporte de equipaje, pensé en muchas cosas. Se me pasó que quizá él no entendía cómo no le había dicho algo, porque seguramente todo el mundo le dice algo, le habla, le pide una firma. Después pensé que no, que se nota que el tipo es muy humilde para andar esperando eso de la gente. La cosa es que me quedé en el molde, porque la verdad es que no tenía nada para decirle, a pesar de la admiración que le tengo. Cuando salí de la sala de arribos, me encontré con un centenar de periodistas esperando al jugador para hacer click o preguntarle las mismas cosas de siempre. Además, estaban los fans, los curiosos, los hinchas del club. Fue entonces cuando me pareció entender qué era lo que el astro estaba pensando cuando me miraba. Lo que entendí en esa mirada me lo guardo, sólo para evitar la ceja levantada del que hasta ahora no lo hizo, pero no voy a dejar de creer que si hay algo que el dinero no puede comprar, es el anonimato.

Todos tenemos anécdotas de esas que nadie creería, de esas prohibidas en las juntadas con los del colegio o en los encuentros casuales en el bondi. Pero no por eso voy a dejar de dudar de ciertas historias. Inclusive, de las mías.