Sólo en contadas ocasiones voy al mercado más cercano a mi casa, en momentos puntuales de extrema necesidad. Cuando aparezco por allí miro de reojo la foto del encargado, a la izquierda de la puerta principal, no sea que haya sido cambiada y vea una mía, en versión doméstica de delincuentes conocidos en busca y captura cotidiana.
Y es que trabaja allí una amable señorita de buena edad entrada en años.
- Buenos días -digo, forzando la sonrisa, mientras dejo, ordenadamente, mi compra urgente.
- Buenos días -responde, mirándome con sus ojos oscuros por encima de la línea de las gafas- ¿Me puede enseñar la bolsa?
La miro. La bolsa en cuestión es de farmacia, pequeña, totalmente transparente.
- Es de la farmacia -respondo.
- Sí, lo veo, pero a ver si se entera de que cuando se entra con una bolsa hay que avisar.
Junto a mi ordenada compra, perfectamente alineada en formación -galletas, jabón de lavadora y una bolsa de cerezas- dispongo el contenido de mi pequeña y transparente bolsa de farmacia: pasta de dientes -la rosa y blanca, para encías sensibles- y una caja de paracetamol. No cabe más en la ofensiva bolsa. Miro a la amable señorita y sonrío.
- Aquí lo tiene.
Ella comprueba que, efectivamente, no guardo nada en la bolsa, plana, exánime sobre la cinta de la caja. Por detrás, una joven se lleva dos barras de pan sin pagar.