Revista Diario

* demasiadas lauras

Publicado el 09 octubre 2010 por Chinopaper

Llegué cansado y roto. Jornada larga y estímulos pobres. Deambulé por el departamento sin tener nada que hacer, encendí todas las luces y caminé por todos los ambientes mirando todo lo que encontraba. Era como si fuera la primera vez veía los ceniceros, los libros, los adornos, los marcos de las puertas y ventanas, las pelusas que se revolvían en el piso, los utensilios de cocina. Todo me parecía nuevo y llevaba la marca de la primera impresión. Incluso me detuve por mucho rato a observar mi libreta; descubrí mi letra y me maravillé con cada trazo, estudié formas y contraformas, establecí patrones emocionales según la amplitud de cada “o” que encontraba. Después me aburrí. Fui hasta el teléfono y marqué un número al azar. Me atendió un hombre, por su voz calculé que tenía alrededor de cuarenta años y una familia sospechosamente feliz. Sin vacilar le pregunté si conocía a Laura. Siempre funciona, todo el mundo conoce a una Laura, y generalmente ese nombre trae asociadas alguna relación non sancta o, en otros casos, revuelve recuerdos que mejor mantener como están, bajo tierra. Noté que la pregunta lo puso nervioso, mantuvo silencio un par de segundos y luego preguntó, sin afirmar ni negar, quién hablaba.

-   No importa. Te llamo mañana. -. Corté.

En la heladera me quedaba nada más que un poco de fiambre y una cerveza. Tiré un resto de arroz de la semana anterior y una pata de pollo de la que no recordaba su procedencia. Me comí el fiambre y me tomé media cerveza. Me tiré en el sofá, me saqué los zapatos y prendí la televisión. En un canal estaban dando un documental sobre la reproducción de los reptiles, en otro la biografía de un presidente latinoamericano, seguramente derrocado, y en otro el Festival de la Canción Italiana. Volví a los reptiles.

Me quedé dormido no sé cuánto tiempo. Cuando me desperté los reptiles se habían ido y ahora el asunto en cuestión eran animales diseñados para matar. Interesante. Me sobresalté con el ring del teléfono, yo conocía a muchas Lauras. De todos modos atendí.

-   ¿Qué hacés? ¿Te acordás de F*******? – me dijo Cairo.

-   No.-

No tenía gracia preguntar por F*******, siempre tenés que preguntar por Laura, así funciona, pensé.

-   Sí, ¿cómo no? Te tenés que acordar.-

-   ¿Qué F*******?-

Las  barracudas son el ejemplo excelso del diseño mortal, son máquinas perfectas y sin fisuras que cuentan además con un instinto asesino desproporcionado, infalible, y envidiable. Por lo menos así decía la televisión, menos lo de envidiable.

-   F******* F*****, la que se recibió con nosotros. – explicó.

-   Ah. Sí, me acuerdo.-

De hecho me acordaba bastante. No muy seguido, pero podía tener un recuerdo muy vívido de ella en las ocasiones en que me dejaba arrastrar veinte años hacia atrás. Morocha, pelo corto, anteojos, poca sonrisa y mucho misterio. En ese tiempo me gustaba y creo que yo también le gustaba un poco; tal vez si hubiera firmado la nota que le dejé una vez entre sus papeles diciendo que la quería, hubiera podido sacarme la duda.

-   Bueno, está muerta.-

-   ¿Cómo muerta? ¿Cómo sabés?- no es que me afectara particularmente, pero en ese momento la charla con Cairo era lo más entretenido que me había pasado en el día.

-   Sí, muerta. Estaba acá, cagando, leyendo el diario, y en las necrológicas apareció el aviso. ¿Viste esos recuadritos que ponen los deudos como despedida? Bueno, eso, con el nombre, la edad, las dos fechas, todo.-

-   ¿Dice algo más?-

-   Sí. Es un poco raro. Debajo de todo pusieron en itálica “Tus culpables nunca serán perdonados.”. Loco, ¿no?-

-   Sí, loco.-

Escuché un rato las teorías de Cairo sobre las posibles muertes de F*******, y después de que se le agotó la imaginación cortamos. Apagué la televisión y me terminé la media cerveza que quedaba. Fui a la cocina y lavé las cosas que se habían juntado en la pileta durante la última semana. Cuando terminé planché la camisa para el otro día. El cansancio se me había ido y estaba inquieto. Prendí un cigarrillo y volví a mi libreta. Esta vez mi escritura no me sorprendió, me di cuenta de que conservaba la misma forma retorcida y apretada de escribir desde que estaba en la secundaria, tal vez ahora era peor. Me puse a escribir sin pensar sobre mi cansancio, sobre mis notas, sobre los marcos de las puertas, sobre fiambres y quesos, sobre todas las Lauras que conocía; sobre el número que a la tarde había visto escrito en la puerta del baño de hombres de Constitución ofreciendo sus servicios. Escribí sobre reptiles y golpes de estado. Me sentí solo, vacío y desprotegido. Agarré el teléfono y llamé.

 


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