Dentro de una bombilla LED

Publicado el 15 octubre 2021 por Blopas

Esta es una anécdota en partes: la #55 en la saga del Dr. Kovayashi.

Makraff y los hombres-hormiga (VIII) | Continuará… >

Al recuperar la verticalidad, Kovayashi —quien desde hacía rato había hecho de la audacia una costumbre— sintió que las palmeras de la costa giraban dentro de su cabeza como un tiovivo desenfrenado. Así y todo, su orgullo de hombre de ciencia le permitió sobrellevar el malestar. Con la agilidad del ocelote giró sobre sus talones para quedar de frente a marinos y animales. Sólo necesitó una panorámica mental para percibir tres situaciones claras que al instante clasificó, según su refinado criterio, en orden creciente de importancia relativa.

Lo primero que detectó fue, sobre el piso, la bandeja del almuerzo, vacía. La tripulación había dado cuenta de la carne en pocos minutos, dejando sólo una pila de diminutos restos óseos. No tuvo que ahondar en sus vastos conocimientos de anatomía para saber que tales huesecillos correspondían a tarsos, metatarsos, tibias, rótulas y peronés de hombres-hormiga. Una vez más, el doctor experimentó un ligero vahído, mas consiguió centrar su atención en el segundo problema, que era bastante más preocupante.

Durante la breve emesis de Kovayashi, la tormenta se había cerrado sobre el exuberante Amazonas como la capota de un Aston Martin DB5 convertible. El doctor advirtió, no sin sorpresa, cuán homogéneo era el manto de nubes; no se distinguía ni un solo relieve. Para colmo, del firmamento había comenzado a caer una neblina muy fina que suavizaba cualquier contorno. Kovayashi asimiló ese cielo a una gran bóveda gris. De haber dispuesto de más tiempo le habría dado una mejor forma narrativa a su metáfora, pero juzgó que era imperioso concentrarse en salvar el vendaval de lluvia eléctrica que se avecinaba.

Una cadena de razonamientos lo llevó a reconocer que esa atmósfera ionizada, que ese cielo amenazador dominado por el gris, el plomo y el esmeralda, y que esos rayos que surgían horizontalmente de la tromba ante el Timor no eran en absoluto naturales. Sobre todo, en el marco de la selva excesiva o del universo infinito. Entonces, concluyo que si debiera describir el paisaje que tenía ante sí, diría que el Amazonas —y, por qué no, el planeta— se encontraba dentro de una bombilla LED apagada, fuera de la cual, la verde luz de lo desconocido resplandecía intensamente.

El tercero y más importante de los problemas que percibió Kovayashi en esos mínimos segundos de atención plena fue que el barco avanzaba a toda máquina hacia una saliente de duro basalto sobre el río. Y dado que toda la tripulación se encontraba desde hacía un buen rato sobre cubierta, se preguntó en manos de quién estaba el navío en esos momentos. De no mediar una maniobra pronta y diestra, acabarían por estrellarse contra la piedra.

Fue entonces cuando se percató de que Makraff, Patiño, Xico, Arnolfo e, incluso, Nikola y David habían comenzado a danzar como en un fandango del siglo dieciocho, aunque en forma desordenada. De aquí para allá, iban los infelices; intercambiaban ademanes absurdos y ampulosos, por momentos reñidos con la física de Isaac Newton. Nada de lo que estaba sucediendo a bordo del Timor poseía lógica. Nadie timoneaba el barco, nadie se inquietaba por la feroz tormenta en ciernes, nadie temía a la marejada ni al negro basalto que los haría pedazos.

Tomándose con fuerza de la barandilla para que el viento no lo arrojara a las aguas, Kovayashi recorrió la popa hasta alcanzar el timón. Tras forcejear con él durante medio minuto comprendió que la empresa no rendiría buenos frutos, ya que era imposible establecer un rumbo seguro. Como hombre de acción que también era, bajó en el instante a los motores, en el vientre del barco. No tenía más opción que apagarlos, y así procedió. Luego volvió sobre sus pasos hasta cubierta, luchando contra el vendaval, que arreciaba. Juntó en su plexo solar las fuerzas que le quedaban y con un alarido casi inhumano invocó ante sí a los tripulantes y a los animales. El fin estaba cerca.

Los seis individuos se detuvieron al mismo tiempo. Como manejados por un poder sobrenatural —el doctor aborrecía esa palabra— surgido de la borrasca, hombres y primates formaron una fila ante Kovayashi, quien de inmediato vio en los seis pares de ojos una completa ausencia de voluntad y de energía vital. Estaban vacíos, secos. Fuera lo que fuese que estaba sucediendo en el Timor, era evidente que escapaba a cualquier realidad conocida o por conocer.

Continuará…

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