Desahogo antinavideño

Publicado el 22 diciembre 2015 por Fer @Ferabocadejarro
        Te escribo porque ya no aguanto más la Navidad. No aguanto más esto de tener que celebrar porque lo dicta el calendario. No soporto estos días de calor pastoso en Buenos Aires, cuando la gente se pone más loca que de costumbre en tiempos que, se supone, son de paz, te cuerpea alevosamente por la vereda, te tira el auto encima por la calle para llegar más pronto a no sé dónde, llena los centros comerciales, hace cola en todas partes y para todo, compra todo tipo de artículos de lo más innecesarios hasta de noche, escucha música de lo más pedorra a toda hora, manda salutaciones con brillitos cuando ni se acordaron de tu existencia en todo el resto del año y te invita a reuniones donde lo único que se hace es comer y chupar como si llegara el fin del mundo. 

Yo ya estoy avivada hace rato, ya sé que vos no existís, pero es un tiempo en el que hacemos de cuenta que estamos todos contentos, que nos cae bien todo el mundo, que somos todos buenitos, así que permitime que haga también de cuenta que vos sos real, que vivís en el Polo Norte y que vas a leer esta carta. Permitime este desahogo antinavideño por un rato aunque más nos sea. En las últimas semanas me tuve que fumar tres fiestas de graduación al hilo: la de "egresaditos" de mi sobrino, que terminó la sala de cinco, la de mi hija menor, que terminó la primaria, y la de mi varón grande, que egresó de la secundaria, aunque todavía debe un par de materias. Todas las celebraciones son espantosamente predecibles y cortadas por la misma tijera. Arrancamos con las banderas de ceremonia y los aplausos para los abanderados entrantes y salientes, desafinamos el himno, nos tragamos los discursos alusivos y los videos lacrimógenos que dan cuenta de lo mucho que van creciendo los chicos y lo viejos que nos vamos poniendo nosotros - que ni figuramos en ellos - y seguimos aplaudiendo hasta que el último diploma puramente simbólico ha sido entregado. Todo esto con treinta y cinco grados de calor y siempre en los mismos patios mal ventilados del colegio. Ya no me dan más ni las manos, ni los pies, ni la paciencia para festejos. Ni hablar de la billetera...

Hace un mes que recibo llamados a horas extrañas de parte de mi vieja y de mi suegra a ver con quién vamos a pasar las fiestas. ¿Con quién va a ser, digo yo, con el embajador de Bélgica? ¿Y qué toca este año: vitel toné, matambre o nos matamos con un asado en medio de la ola de calor? ¿Celebramos en mi departamento de tres ambientes, o mejor, si te parece, en tu casa, por si se corta la luz como el año pasado y nos quedamos sin aire y sin ascensor? ¡Basta, por favor, ya basta!

Anoche mi hija me dejó una extensa misiva con sus pedidos navideños sobre la mesa de luz: vos me dirás de dónde saco la guita yo para comprarle un secador de pelo con iones y turmalina (¿¿??), un epilady de última generación, un palo para selfies, un par de anteojos de sol Ray Ban originales y un celular de quince lucas. ¿Y a mí quién me va a regalar algo, eh? ¿Cuándo voy a ligar yo? Te digo lo que yo quisiera para las benditas fiestas: un pasaje de ida a cualquier parte, donde corra un poco de aire fresco, por favor, una habitación con una heladera llena, para evitar el supermercado hasta el dos de enero, de ser posible, unas buenas pelis que no sean navideñas, y un par de libros de esos que no tuve tiempo de leer en todo el año. Y de yapa te pido que me lo mandes a mi esposo, que hace quince días que no lo veo: no hace más que ir de reunión en reunión.


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A boca de jarro