Las cortinas se movieron sopladas por el aire de la madrugada. La silueta traslúcida de tenue brillo se coló entre ellas y recorrió la casa sigilosamente con la levedad de su condición; finalmente llegó al dormitorio. Allí estaba, boca arriba, desparramado sobre la cama con toda su obesidad, sumido en un profundo sueño del que daban buena fe los sonidos guturales que tantas noches le habían robado el sueño. En la que fué su mesilla de noche no había ni rastro de los barbitúricos que tomaba para poder dormir y de los que dió buena cuenta la noche que decidió no continuar con tal infierno. En la de él, un cenicero repleto de colillas que daban a la habitación ese repugnante olor que había padecido durante años y un vaso con restos de wisky. Se elevó sobre la cama y se agazapó sobre ! el pecho del roncador; aplicó su traslúcida boca en el pezón izquierdo e hizo en él una exhalación tan poderosa que todo el aliento helado que arrastraba desde el reino de las sombras le llegó al corazón. El que fue su tirano comenzó a amoratarse y abrió los ojos, arrebatados de terror igual que el resto de su rostro. Así lo dejó.Las cortinas volvieron a moverse levemente con el céfiro del alba . Por el paseo de los cipreses, entre mausoleos y lápidas, buscó su lugar mientras el crepúsculo comenzaba a dar color al cielo. Descanse en paz.
Texto: Román Martín Martín