De repente despertó, dejando atrás las neblinas de la existencia. Su blanca piel era un tapiz inmaculado cuya belleza era comparable a la majestuosidad de Venus. Y como un eclipse de luna, el negro de su melena azabache y su vestido vaporoso ocultaban la nívea piel de su cuerpo terso y frío.
Aquellos grandes ojos negros estaban abiertos y llenos de terror.
¿Dónde estaba?
¿Qué extraño paraje podía existir en un lugar como aquel?
¿Por qué sentía que había vuelto a casa, aún desconociendo el lugar?
Alzó el rostro y sobre su cabeza se extendía un cielo encapotado que guardaba el murmullo de la tormenta. Y bajo sus pies un vasto y yermo paraje dibujaba accidentes desiguales de hielo y roca. Sintió frío y terror. La hostilidad palpitaba desde cada rincón como si cien mil ojos la observaran desde las sombras.
Pero distinguió, entre la niebla, una forma oscura que se retorcía hacia el norte. Sus pies descalzos corrieron sobre la escarcha y la roca. Al fin llegó.
Aquellas formas oscuras cobraron nitidez y ante sus ojos se creó un puente. Pero era un puente abrupto de rocas negras superpuestas. Siguiendo el camino, al otro lado del abismo de hielo, encontró una edificación oscura y brillante.
Se trataba de un castillo negro de rocas afiladas que apuntaban hacia el cielo. Y aunque su aspecto fuera amenazante pensó que sería mejor refugiarse dentro que perecer en el hielo, paradógicamente tranquilo y silencioso.
Al acercarse a la enorme puerta negra unos encapuchados con túnicas negras desfilaron silenciosamente a su lado murmurando un tétrico salmo que ella reconoció como funesto. Una de las figuras negras se detuvo, giró lentamente hacia ella y el viento arrastró sus palabras:
-Mirar su rostro da pavor. No te encares a él a menos que estés preparada. Tú eres tus decisiones.
Y dicho esto desapareció junto a los demás encapuchados cuando giraron un recodo del castillo, medio devorado por enormes estacas de hielo que se retorcían siniestramente.
Ella reflexionó sobre aquellas palabras y entonces la puerta chirrió, abriéndose muy lentamente.
Ante ella se extendía una colosal sala de mármol negro y obsidiana tan fría y ominosa como la gélida brisa que susurraba en su nuca.
Y allí, en el otro extremo, un robusto trono ostentoso con un par de guadañas en lo alto guardaba el reposo de un hombre de rostro cadavérico vestido con sedosos ropajes negros. Y sobre su cabeza, provista de una escasa melena blanca, una corona de colmillos de distintos animales y, quizá, humanos, brillaba lánguidamente al contacto de las antorchas.
Al acercarse al trono vio que el soberano de aquellas tierras de hielo estaba muerto, pero sobre su regazo había un pedazo de pergamino y un espejo de mano, tan negro y sucio que resultó parecer ajeno al enorme palacio, tan reluciente y sereno.
Con creciente curiosidad cogió el pergamino raído y estudió su contenido.
Ahogó un grito al verse a sí misma dibujada a carboncillo en una tétrica escena. Se encontraba ella echada sobre un lecho de cristal mientras unos cirios iluminaban su blanco cuerpo.
El rey, que hasta aquel momento se mantenía obviamente inmóvil e inerte, levantó su rostro y entonces ella pudo ver los ojos de la Muerte: un vasto vacío de oscuridad y extrañas formas que aparecían y desaparecían como fuegos fatuos en el abismo de lo desconocido.
Él le acercó el espejo y ella lo asió con una mano, mostrando su temor y congoja. Pero aun así, acercó el rostro a la fría superficie y vio aquello que todos veremos cuando el día de las últimas decisiones se nos presente.