No he encontrado rastro en la prensa local acerca de lo que voy a contar en el segundo párrafo de este artículo, lo cual no supone que la noticia no se haya difundido (o que vaya a hacerse entre la escritura de estas líneas y su posterior publicación en prensa, dado que suelen mediar casi dos días entre una y otra), pues no siempre tengo oportunidad de ver los periódicos que sólo están en papel.
En la noche del último 31 de diciembre, al llegar al domicilio familiar y prepararnos para la cena, me dijeron que la televisión no funcionaba. Al principio pensamos que se había estropeado el TDT: el nuestro. Teníamos el tiempo un poco justo para empezar a cenar y ya no era plan de ir a preguntarles a los vecinos, que andarían a esas horas inmiscuidos en sus propios preparativos, si a ellos se les veía o no la tele. Puse una película de dvd, como ruido de fondo, ya que cuando cenan pocas personas se corre el riesgo de los silencios: una de esas de kung-fú, muy malas, de los años 70, que me regaló en broma uno de mis primos. No sabíamos cómo solucionar lo de la retransmisión de las campanadas y buscamos en la radio: ese era el plan secundario. El primario consistió en buscar en internet. Por fortuna, Televisión Española retransmitía en su web el programa basura que suele preceder a las campanadas. De modo que comimos las uvas así: pocos familiares, alrededor de un ordenador portátil, viendo una pantalla minúscula cuya imagen se ralentizaba por el probable exceso de internautas en aquella noche. Sospecho que, por ello, comimos cada uva con algunos segundos de retraso. Al día siguiente fui a preguntar a las vecinas y me contaron que, por lo que ellas sabían, se trataba de un apagón en la tarde del viernes. Tras ese apagón, la antena de varios bloques de la Avenida de Víctor Gallego dejó de sintonizar los canales. No lo arreglarían hasta el lunes o el martes. La mañana siguiente, es decir, el día 1 de enero, también fue muy rara para mí. A las ausencias de la noche (las reparables y las irreparables) se sumó mi negativa a ir a las fiestas y los cotillones. Esa mañana salimos a dar una vuelta a la hora en que, otros años por esas fechas, yo solía llegar a casa tras la parranda habitual de Nochevieja. Es otra manera de ver las cosas. Hizo una mañana limpia, espléndida, y cuando caminamos por San Torcuato los barrenderos y operarios de limpieza ya habían hecho su trabajo y daba gusto pasear por Zamora. Por primera vez en décadas, no he tenido resaca el 1 de enero.
Todo lo anterior, para mí, fueron como desconexiones de la realidad. Como si no hubiera sido Nochevieja y Día de Año Nuevo. Como si sólo hubiera sido una noche rara, una noche cualquiera de viernes: sin tele, sin madre, sin muchos parientes alrededor, sin borrachera a posteriori. Lo pasamos bien, pese a todo. El día 2, en que también me levanté más o menos temprano (muy tarde si lo comparamos con mi rutina habitual, pero muy pronto al tratarse de un domingo navideño), al bajar hasta la Plaza Mayor y subir de nuevo por San Torcuato, vi en dos ocasiones a Javier Rioyo, el crítico, escritor y periodista. Estoy convencido de que era él. Sé que era él y estaré atento a su blog por si cuenta su visita a mi ciudad en días sucesivos. Primero lo vi por Revona. Más tarde, en la Plaza Mayor: la mujer que iba con él le hacía fotos a Balborraz, sin duda una de las mejores calles de Zamora. Muchos famosos hacen visitas a esta ciudad, de incógnito, que es como mejor se viaja, sin políticos que den la chapa ni la corte habitual de pelotas, y luego lo desvelan en sus blogs y en sus artículos para la prensa.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla