Revista Talentos

Deseando calentarte el corazón

Publicado el 14 marzo 2015 por Aidadelpozo

Las manos me sudaban con profusión y tenía el cabello pegado a la cara. Parecía recién lavado pero estaba empapado en sudor y no a consecuencia de haberme duchado. Ójala hubiera sido así, pero no, era miedo. Un miedo que me desbordaba y que hacía que de cada poro de mi piel, incluido el del cuero cabelludo, emanara el pánico en forma de sudor frío.

Te había llamado minutos antes como último recurso y una voz femenina me comunicó que tu número no existía. Entré en un estado de pánico y por eso me licué y me quedé helada... Después pensé en qué había podido ocurrir. Tu ausencia... tú, yo, los dos... Y ahora, nada.

Volví a marcar tu número y la misma voz femenina repitió la locución metálica. Metí el teléfono en mi bolso y comencé a caminar sin rumbo. Pasaron horas. Cuando quise darme cuenta estaba en la puerta de casa. Ni siquiera me di cuenta de que me había dirigido a mi domicilio después de aquella segunda llamada para corroborar lo que la primera me hizo comprender. Tu ausencia... tú, yo, los dos... la nada. La puerta de mi casa, busqué las llaves, abrí. Un minuto después tampoco recordaba haber cogido las llaves y abierto la puerta.

Grité que estaba en casa. Nadie contestó. Observé mi rostro en el espejo de la entrada y vi a una mujer asustada y sudorosa. Al cabo de unos segundos vi solo a una mujer asustada. Unos segundos después, dejé de ver a esa mujer. No había nadie frente al espejo que sólo reflejaba la pared de enfrente: un reloj de cerámica con forma de casa, parado en las tres y veinte desde hacía siglos por falta de pilas, un colgador de llaves vacío y un pequeño cuadro con la foto de dos hermosas jóvenes de pelo moreno.

Debí subir las escaleras para dirigirme al baño, pero no recuerdo haberlo hecho. También debí ducharme. Tampoco recuerdo haberlo hecho. Estoy confusa. Sólo soy consciente de mi cansancio, de tu ausencia, de las llamadas a tu móvil, de la inexistencia de imagen alguna en el espejo...

Ahora me he tumbado desnuda en la cama y miro el techo. Juraría que esta mañana estaba pintado de blanco, como el resto de la casa. En estos momentos es una amalgama de rojos y ocres. A esa gama de colores, yo los llamo los colores de la guerra y tampoco sé por qué. Hay tantas cosas a las que tengo puestas nombres y no sé por qué las he llamado de un modo distinto al que todo el mundo lo hace... A ti, por ejemplo te llamo mi TC. Qué posesiva soy en ocasiones cuando yo no quiero ser poseída. Qué error el de poseer y ser poseído. Qué no daría por dar marcha atrás a ciertos días de mi vida en que he poseído, a tantos en los que he dejado que me posean... No quiero poseer, sólo quiero regresar a hace un mes. Qué no daría también por dar marcha atrás a solo un mes antes de hoy, cuando sonreía feliz.

Ahora el techo recobra su color blanco. Miro el reloj: son las diez de la noche y sigo estando sola... Me pesa mi desnudez, pero más me pesa todo el cuerpo, pues ni siquiera me he puesto el pijama por no abandonar esta postura.

Al cabo de un rato, empiezo a sentir frío, abro la cama y me arropo.

Son las once. Sigo sola. Me pregunto si toda mi vida es una gran mentira y una gran soledad, aliviada solo por los momentos que comparto con mi familia. Me pregunto si volverán a casa y si mañana me levantaré o seguiré en la cama, al abrigo del frío, de mí misma, de la vida... Me pregunto si regresarás, si hice esas dos llamadas hace unas horas, cuántas permanecí caminando tras comprobar que tu número no existía, si realmente no me vi reflejada en el espejo, si me duché, si el techo estaba pintado con los colores de la guerra, de "mi guerra"...

¿Regresarás? Sólo tú lo sabes... Yo, simplemente, estoy aquí, tumbada en la cama, abrigada con las sábanas, desnuda y deseando calentarte el corazón.


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