El anciano recorría inquieto y fatigado los recovecos de su hogar. Quería llevarse en los ojos todas sus pertenencias, todas las vivencias que escondían los objetos que había ido acumulando durante su vida.
La vida transcurre rauda. La rutina diaria no te deja el tiempo suficiente -se lamentaba el viejo-, para detenerse y echar la vista hacia atrás y poder disfrutar del camino recorrido; para oler el perfume del momento actual y mirar con ilusión hacia el futuro. Incluso si el horizonte del porvenir está tan cerca que se tiene la certeza de que en unos pocos pasos se caerá por el abismo que vigila Cerbero.
La vida es caprichosa e indómita -continuaba con sus reflexiones el hombre-. Nada es seguro. Ni los más ricos tienen garantía de que su fortuna alcance hasta su último suspiro, ni los más bellos pueden asegurar que su semblante elegante termine siendo una mueca ridícula, ni los más sabios están libres de que el Alzheimer les aniquile como una burla macabra a su inigualable cerebro.
Nunca pudo imaginar que él se vería en la misma situación que aquel sin fin de desgraciados que veía por la televisión, y que eran desalojados por la fuerza de su casa. Echados a la calle como animales peligrosos, perdiendo su hogar y lo que es peor su dignidad, abandonados a la intemperie, arropados tan sólo por lágrimas cuajadas de recuerdos.
Las fuerzas del orden ejecutan su tarea con la precisión de un forense; seguros de que la víctima no tiene capacidad para protestar. Humillando públicamente al deshauciado como aviso ejemplar a futuros pobres. Todo es pulcro y legal. Su labor es aplicar las leyes impíamente. Esas leyes que se suponen que son creadas para proteger a las personas de otras personas, pero que terminan siendo el arma implacable con la que unos acaban con la vida de otros sin tener que mancharse directamente las manos de sangre. Las corbatas de seda matan mucho más eficientemente que los fusiles de asalto.
Ahora le había tocado el turno a él. Y no podía soportar la idea. Aquellas paredes le habían dado todo durante décadas. Había visto crecer a sus hijos. Sus nietos corrían a abrazarse a él por aquel mismo pasillo que ahora recorría por última vez. Era un mal sueño. No, era una burla a toda su vida. Un escupitajo en los ojos seguido por una lluvia de cuchillos oxidados. Era algo indecente, macabro, injusto. Qué asquerosa sociedad permitía hacer esto ¿Realmente un país se puede sentir orgulloso de hacerle esto a él?
El viejo caminaba cabizbajo, acariciaba unas cortinas, tocaba el alféizar de una de las ventanas que daban a la calle dónde podía ver perfectamente ordenados los uniformes de los agentes que estaban formando un prieto cordón que alejaba a la muchedumbre de la puerta de entrada. Todo era muy violento, fuera y dentro. Fuera de su casa y dentro de su alma. Sólo había quietud entre la espalda del oficial que mandaba el cordón y las temblorosas manos del viejo.
Ahora sabía cómo se sintió su abuelo cuando décadas atrás también fue echado de su casa por unos desalmados, perdiéndolo todo a manos de esa calaña de buitres que no respetan nada. En todo ese tiempo nada se había avanzado. No es humano que alguien al final de su vida pueda ser expoliado de esa forma. Mucho palabrerío sobre los derechos humanos que no acababa en nada sólido. Al final él iba a sentir el metálico y polvoriento sabor de la desesperación. Ni sus contactos habían podido hacer nada. En realidad no lo habían intentado. Él sólo era viejo, no estúpido. Nadie se sube a un barco desvencijado en mitad de una tempestad. El pesebre más importante es el que te llena la panza. Y él después de llenar la suya y la de muchos otros como él ya no tenía esa capacidad. Era completamente prescindible. Leña para un aquelarre de arpías intenciones.
Abandonar su hogar le estaba resultando mucho más difícil de lo que podía imaginar. Había pensado muchas veces en ese momento. Lo había imaginado de mil formas, con desenlaces diferentes. En ocasiones todo quedaba en nada y podía volver a su vida cotidiana, como un mal sueño. Otras veces se llegaba a una solución negociada y podía pasar allí el tramo final de su vida. Pero sólo eran sueños de un anciano iluso. Lo único que tenía claro es que no quería que su familia estuviera allí y fuera vapuleada por la ley de la misma forma que él. Eso era algo que sólo debía estar sobre sus espaldas. Además, los oscuros pensamientos que tanto le habían rondado. Esos que sólo compartía con una buena botella de cognac francés. Esos…No quería que su familia le viera totalmente abatido.
No se decidía a salir. Se asomaba a la ventana nuevamente y veía a los uniformados separando a la multitud para que no pudieran llegar a la puerta. No quería admitir la realidad. Los antidisturbios no se iban a ir de allí hasta que saliera por esa puerta, vivo o muerto. Y la multitud era una masa que gritaba con ira, casi no se entendía entre el vocerío nada en concreto. Aunque sabía perfectamente lo que decían y querían, pero necesitaba comprobarlo. Miraba algún rostro concreto, desencajado, casi babeando de rabia, consiguiendo leer los labios agrietados por la vehemencia de sus alaridos. Entendió perfectamente lo que decía y no pudo más. Soltó su bastón y con los ojos húmedos fue apoyándose en las paredes hasta su despacho.
Renqueando consiguió sentarse en su majestuosa butaca de cuero negro delante de la mesa del despacho. Con decisión tomó una pluma, una cuartilla y comenzó a escribir con ira casi rajando el papel. Pero inmediatamente se detuvo. Arrugó la hoja y recordó que ya lo tenía todo previsto. Respiró lentamente asumiendo su destino. Abrió el cajón de su derecha. Se veían varios sobres, algunos encerraban abultadas cartas, otros escuetas notas. Los sacó de uno en uno, mostrando el nombre de su destinatario con pulcra lera. Bien colocados y dispuestos. Al sacar el último quedó al descubierto un revolver. Lo tomó con decisión. No era la primera vez que disparaba un arma, por lo que sus dedos en una caricia quitaron el seguro y lo amartillaron. Masculló: “no me sacaréis del palacio como a un perro, republicanos de mierda”, se introdujo el cañón en la boca apoyándolo contra el cielo del paladar y apretó el gatillo. Al instante la butaca perdió toda su campechana nobleza, cayendo de espaldas, derribando las banderas próximas y dejando el cuerpo inerte cubierto con la bandera de España. El único honor que podía recibir en su entierro un rey deshauciado.