La vida se construye sobre la base de una memoria derruida. Es, aunque cruel, la forma menos lacerante de avanzar que tiene. Me cruzo en la calle con una chica que frecuenté en mi adolescencia y sólo en ella y durante un período muy breve de tiempo. La conocí en las fiestas del pueblo y seguimos viéndonos durante un mes hasta la llegada del Otoño. Aquel Septiembre fue un tiempo que he recordado siempre como fugaz, como efímero pero a la vez denso y en cierto modo trascendental o definitivo, como el final o el principio de algo o puede que las dos cosas a la vez. Se puede decir que fuimos novios esos días y que nuestro amor tuvo la vida de un grito que se lanza al vacío y que muere lento con su eco; flemático como si el anuncio de la llegada del Otoño –tan próximo- fuera consumiendo nuestra llama con dilación, como el que intenta ahogar un fuego tapándolo con un saco roto. Así, de manera muy paulatina dejamos de vernos. No hubo despedidas ni lágrimas. Tal vez ni siquiera nada intencionado. Ni el principio ni el fin de una historia a todas luces encauzada por la inocencia, por la negligencia del que no sabe o no entiende de seguros ni perspectivas. Nada drástico en cualquier caso. Y hasta hoy, dieciocho años más tarde, que nos cruzamos como dos desconocidos, mirándonos primero a los ojos (esos mismos ojos) –queriendo cerciorarnos de la realidad de nuestra casualidad- y después de reojo, sin ánimo de pararnos a hablar. A contar. ¿A contar qué? Cuando mirar atrás o no mirar son la misma cosa. Me sorprende la tensa fragilidad del amor, la coincidencia de habernos cruzado en esta ciudad, de coincidir otra vez los dos, aunque sea por un momento, en tiempo y en espacio, con la cantidad de gente y de lugares y de minutos que existen… venciendo a la globalización por aplastamiento; al azar y a la probabilidad. El laberíntico encadenamiento de circunstancias favorables y desfavorables que se han dado en la sombra para que este encuentro se produzca. Los cambios de vía a un lado y a otro de nuestros trenes que nos han llevado hasta esta esquina de Reyes Católicos. Desde la tarde en que dejamos tirados a todos en la carrera de cintas para irnos a la huerta a tumbarnos bajo los árboles y estuvimos besándonos y hablando del futuro que entonces se nos antojaba infinito, hasta hoy, da la impresión de que nuestros actos han sido conducidos fantasmagóricamente por el vaivén de ese tiempo entonces primigenio y hoy caduco para que podamos vernos ahora un segundo en esta acera. Da vértigo pensar que el más mínimo traspiés que hubiera ocurrido en todo este tiempo hubiera impedido este encuentro que no es tal encuentro sino un cruce más bien, un intercambio de miradas, un volver al pasado irremediablemente con un no saber si la sensación es placentera o hiriente, melancólica o qué, ¿qué coño es esto? Con la certeza impostada de que pararla y llamar su atención, decirle: “Yo te conozco…” es un error y una tontería, una solemne cagada porque al fin y al cabo, no te conozco; te vi durante un mes, nos besamos y nos contamos cosas, salimos en bicicleta y nos bañamos en el río y me gustabas. Tal vez decirte lo que no te dije en aquella ocasión: que fuiste la primera chica a la que vi completamente desnuda. Que de alguna manera tú fuiste importante para mí y no sólo por eso. Que en la vida no hacemos otra cosa que conocer personas. Cruzarnos con ellas. Y separarnos siempre para hacer sitio a la vida en las ruinas de la memoria.