Revista Talentos
Desterrar la ignorancia conservando el asombro
Publicado el 13 octubre 2015 por Cerebros En Toneles
Que vivimos en un inquietante y extraño cosmos ya nadie lo niega. Este curso nos ofrece fenómenos extraños: un alumno de bachillerato tiene que elegir entre Cultura científica, Religión o Ética. El viejo proyecto de la Ilustración no logra arrancar del todo por estas tierras. Los sistemas educativos, que deberían preparar a nuestros alumnos para saber utilizar el método científico, tanto en las ciencias de la naturaleza como en las ciencias humanas, y para ser ciudadanos críticos y participativos, se convierten cada legislatura en una marioneta en manos de oscuros intereses. El fanatismo y la superstición quizás nunca sean extirpados de las sociedades, sin embargo nuestra responsabilidad como educadores estriba en mantener como ideal regulativo la racionalidad y el escepticismo sistemático. Proponemos en esta sección un ejercicio de reflexión sobre el conocimiento científico, sobre la filosofía y sobre las artes. Hablaremos de libros y revistas de divulgación científica y filosófica, pero siempre examinando críticamente el contexto social y político en el que surgen. Recorreremos, entonces, los senderos de la razón y la experiencia, adentrándonos en los intrincados recovecos de la creatividad. El título de este artículo es una frase de Peter Atkins, químico y divulgador de la ciencia. Está extraída del libro “Indagaciones de un científico acerca de las grandes cuestiones de la existencia”(Alianza Editorial, 2014). Ha abordado la química física, la química inorgánica y la química cuántica. Es un pensador optimista, ilustrado. Su confianza en el método científico y sus intereses filosóficos le han llevado a tratar los grandes interrogantes acerca del ser, con un enfoque claramente materialista, naturalista y ateo. Atkins ha escrito un jugoso libro de sólo ciento cincuenta páginas. Con un estilo ágil, va entrelazando los argumentos de forma clara. No oculta sus premisas. En la estela de Richard Dawkins o Daniel Dennett, por mencionar algunos ejemplos, investiga esas preguntas radicales que filósofos y científicos se formulan constantemente. Pero las aborda desde la razón. En todo momento queda claro que los atajos de la religión sólo suponen un abandono de la racionalidad humana. Ni los creacionistas ni los partidarios del diseño inteligente ofrecen verdaderas explicaciones. En primer lugar, el comienzo. Todos los mitos han elaborado narraciones para ofrecer respuestas a la pregunta sobre el origen del universo. La pregunta es compleja, desde luego. La ciencia ha retrocedido hasta los instantes iniciales. Sabemos ya mucho del primer segundo. La teoría del Big Bang ha refinado sus descripciones utilizando los datos experimentales y las matemáticas. Aunque es cierto que siempre quedará una última pregunta, hoy se habla de las fluctuaciones cuánticas del vacío para explicar el surgimiento del universo. La ciencia siempre está de camino: busca lo más simple para explicar lo más complejo. Recurrir a agentes creadores de carácter divino es una solución fácil, tan fácil que sólo prueba la pereza intelectual de quien la esboza. Para Atkins “no es que surgiera algo a partir de la Nada, sino que la Nada original se convirtió en una Nada actual mucho más interesante y potente cuando ocurrió algo que separó la Nada en opuestos eléctricos”.A continuación viene la pregunta por el origen de la vida. Obsesionados con la finalidad, buscamos siempre una inteligencia ordenadora del cosmos. Los creacionistas y los partidarios del diseño inteligente creen que la materia por sí sola no ha podido llegar a organizarse con tal grado de complejidad. No admiten que la entropía, el azar y la selección natural hayan sido suficientes para dar lugar a estos sistemas llamados seres vivos, incluso inteligentes. A pesar de que queda mucho camino por recorrer, Atkins, como ya dijera Descartes en su momento, sostiene que la capacidad del método científico permitirá acercarnos a explicaciones cada vez mejores. Como ejemplo, el concepto de vida: “podría ser la conservación de información mediante un flujo de energía. De modo que un organismo vivo sería un dispositivo que consigue esa conservación, tal vez a falta de su propia inmortalidad, mediante la transmisión de la complejidad estructural que contiene la información a una serie de generaciones capaces de adaptarse para competir y desenvolverse en un entorno cambiante”.