A todos esos diablitos que bailaban alrededor de la hoguera y nos despertaban en la mitad de la noche con sus risitas los maté uno por uno. Eran ellos o nosotros. Es una pena que no lo hayas tomado bien, pero estoy convencido de que fue la mejor decisión que tomé. No creas que no consideré tu posible reacción, al contrario, medité bastante al respecto y por eso dejé pasar tiempo suficiente hasta estar completamente seguro y pasar a la acción. Tu opinión siempre fue muy importante para mí, la más valorada de todas. Espero que con el tiempo puedas entender, no me ilusiono con el perdón, que todo lo que hice lo hice pensando en los dos. Como te dije, eran ellos o nosotros. Y si alguno de nosotros no tomaba la iniciativa tarde o temprano terminarían por corrompernos. No me siento mal a pesar de haberte perdido y no me arrepiento en absoluto de ninguna de mis acciones. Curiosamente tampoco me siento bien por haberlos destruido, como pensé que me sentiría, ni me causa ningún orgullo ser el que tuvo que tomar la decisión. Es una más de las pequeñas victorias cotidianas que pronto pasan al olvido. No todos nacemos para grandes cosas, aunque por momentos nos creamos extraordinarios e imprescindibles. Cada cual sigue adelante como puede, buscando la fe debajo de las piedras. Todo es una cuestión de fe. Por eso los maté. Esos diablitos tenían que morir porque su sola presencia abría grietas enormes en nuestra fe, y si caíamos en alguna de ellas nos sería imposible encontrar el camino de vuelta. Te envío esta breve carta para que sepas que no fue un acto de locura; aunque el paso dado ya es irreversible confío en que entiendas que no tenía opción. No podía arriesgarme.