Diamantes y cantos rodados
El hombre había destacado siempre por su chulería. Había trabajado en una gran empresa y eso había sido motivo suficiente como para mirar por encima del hombro a todo el que no hubiese seguido una trayectoria laboral parecida a la suya. Su personalidad respondía a esa clase de personas que daban una imagen progresista y luego en la intimidad pensaban todo lo contrario: que había que salvaguardar las costumbres milenarias que habían moldeado el carácter de su pueblo. Sin embargo, en cualquier sociedad, hasta los miembros más soberbios experimentan la necesidad de relacionarse con personas de extracción social más baja. Eso él lo asumía con asco y desprecio como un mal menor, porque era consciente de que no todo el mundo era un personaje tan especial como él. Receptor de un sueldo abundante, vestido a la última, que conducía el mejor coche, y que vivía en un chalet solo permitido a familias que ingresaban tres sueldos altos, él era el paradigma del hombre de mediana edad soltero y triunfador. Socialmente no era igualmente tan querido, la gente no era tan necia como él pensaba y su toxicidad era de todos conocida.
El ruido asustó al único habitante de la casa, un anciano que vivía en aquel lugar alejado del pueblo. Salió y se encontró con un panorama desolador: un coche había impactado contra la fachada de su casa. Los desperfectos de la pared eran lo de menos. El coche se había quedado literalmente sin morro delantero, que se aplastaba sobre la vieja construcción. El can se encontraba bien, salió por la ventana trasera, que siempre iba abierta para que el perro fuese cómodo atrás. Pero el hombre no lo estaba. Se encontraba tendido a horcajadas sobre el volante, sin sentido. Sangraba profusamente. Cuando despertó, el hombre se encontraba tendido en una cama en una habitación desconocida, oscura, sin más muebles que la cama, una mesita de noche, un armario grande y robusto de estilo castellano, una mesa y una silla. Trató de incorporarse, pero un intenso dolor de cabeza se presentó de repente y su reacción fue dejarse caer sobre la almohada. La habitación era antigua. Las paredes estaban construidas de piedra irregular y los techos eran de madera envejecida por el paso de los años. Vigas enormes y casi negras cruzaban aquella habitación. Nada que ver con su extraordinario chalet tipo loft, de estética minimalista, sus cuadros modernistas, su luz blanca y abundante, su equipación con las últimas tecnologías. Aquello inspiraba a siglos pasados, viejas con pañuelo negro en la cabeza, rosarios y jaculatorias, velas por toda luz y una lareira en el suelo como toda cocina. Un cuadro con la foto de un señor con aspecto mortecino y que llevaba sotana presidía la sala. Al hombre se le pusieron los pelos de punta.
Pero había sido fiel a sus principios: murió sin necesitar dar las gracias al anciano de mentalidad arcaica por sus cuidados cuando yacía sin conocimiento. A fin de cuentas lo había dejado tirado, literalmente. Y todo con la colaboración de un presunto ser inferior: un oso. El único final no previsto. Vivió entre diamantes y murió entre cantos rodados. Esperaba un panteón de lujo para preservar su memoria, y solo una cruz desvencijada ocultaba las pistas sobre su paradero. Círculo cerrado. Círculo perfecto.